Los orgasmos de la señora del piso de
arriba alcanzaban unos decibelios increíbles. Pero no sólo el
momento del clímax. Todo el proceso, que además solía ser largo,
era perfectamente audible desde cualquier rincón del edificio.
A oscuras, en nuestro dormitorio, yo
podía sentir sobre mí el frío de la mirada acusadora de mi mujer,
que solía hacer comentarios del tipo de “tú no duras tanto” o
“tú no me haces gritar así”.
Una tarde coincidí en el bar de la
esquina con Ramón, vecino de rellano desde hacía más de diez años,
y los nuevos terminaron por salir en la conversación. Después de
muchos rodeos, cuando los dos conseguimos dejar de lado la vergüenza,
nos dimos cuenta de que compartíamos el mismo problema.
Así que decidimos escribir una nota
anónima al señor del piso de arriba.
“Estimado vecino: Además de darle la
bienvenida a nuestro edificio, nos gustaría pedirle un favor, en
relación con los encuentros sexuales que mantiene con su señora. Le
solicitamos que disminuyan en su frecuencia, y si no es posible, al
menos en su duración. Póngase en nuestro lugar, por favor, sólo
somos hombres corrientes que se lo pedimos por el bien de la
convivencia entre los matrimonios de la comunidad”.
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