Me había criado en aquella aldea desde
que nací. De niña todo era más o menos divertido. Ir a la escuela
junto a mi hermano y niños vecinos, jugar a todo lo que se nos
ocurría durante horas, sin cansarnos, ver los dibujos animados en
una tele en blanco y negro...
Cuando comencé a leer descubrí un
mundo más allá de la rutina y con esa costumbre seguí creciendo.
Llegué a la adolescencia con dos
manías; hacer amigos nuevos entre los veraneantes que llegaban a
pasar los dos meses vacacionales y encerrarme en mi cuarto a leer
todo tipo de novelas que me llamasen la atención. Me metía en
historias y mundos maravillosos o no tanto, desconectándome de
cualquier cosa que me pudiera estar causando dolor.
Los inviernos hubiesen sido de lo más
aburrido para mí de no ser por esa clausura en mi bunker especial.
No había nada en el pueblo para que se divertirse una joven como yo,
con pájaros en la cabeza, (como siempre me decía mi madre) y
aquellas ansias de vivir otra vida llena de fantasías.
A mis dieciséis años me dio por dejar
de estudiar y en esa época la chica que no estudiaba debía aprender
a coser, así que mi madre me apuntó a costura, supongo que con la
idea de que en un futuro mi carnet de identidad pusiese en profesión:
“sus labores”.
En la misma aldea había una modista
que cosía para las señoras del concejo y sus ayudantes eran las
propias alumnas.
Eramos cinco jóvenes de distintas
edades, y todas las tardes acudíamos a la casa de aquella señora.
El invierno se volvió entretenido mientras aprendiámos a hacer
patrones, a coser los bajos de vestidos o pantalones, colocar
cremalleras, o algún botón. Todo amenizado con charlas o anécdotas
graciosas y con la música de fondo de los 40 principales que salía
de la radio.
Así se pasó el primer invierno, hasta
que llegó el verano. Allí no había vacaciones para nadie,
seguíamos con la aguja y dedal, dale que dale. Entonces no me
parecía tan divertido. Mis amigos veraneantes llegaban y yo allí
encerrada, sin poder ir con mi mejor amiga a la playa, más que los
sábados y domingos. Para mí eso era poquísimo y me empecé a
sentir encarcelada. Sin poder estar en los momentos de risas,
mientras el chico de turno que nos gustaba podía estar comiéndole
la oreja a otra.
Perdiendo buenos momentos para nada.
Armando vestidos, blusas, tragando hilos, pinchándome los dedos con
alfileres fastidiosas. Hasta que una de esas tardes Marta y Carlos
fueron a buscarme en coche; y la modista me dio permiso para salir
antes.
Escapé del lugar como alma que lleva
el diablo y loca de alegría. Marta era una catalana, hija de
asturianos, que dos años atrás se había convertido en mi mejor
amiga, en una especie de hermana gemela, no por nuestra ausencia de
parecido físico, si no por nuestra forma de pensar y actuar.
Compartíamos secretos y buenas charlas.
Carlos era de Avilés, de nuestra
misma edad y primo de Marta. Era un chico que conocía desde nuestros
doce años y cada vez que lo veía se revolucionaba algo en mi
interior que no sabía o no quería saber qué era.
Me llevaron en coche hasta el campo de
fútbol donde había una casa que en su interior era una especie de
club juvenil, que tiempo atrás había sido fundado por la hermana
del cura, pero en aquellas fechas lejos de coger un libro de los que
allí había, al no estar vigilado por adultos lo que agarrábamos
era un cenicero, una baraja, y nos fumábamos algún cigarrillo
mientras Carlos nos hacía el último truco que había aprendido de
un prestigioso mago que salía en tv.
Yo estaba feliz de estar con gente
divertida y querida, soñando despierta con un beso de Carlos que
nunca llegaría.
Después de dos horas de risas y
complicidad entre Marta y yo, nos retiramos a nuestras casas,
citándonos para el día siguiente.
Ya en la cama y después de haber leído
unas páginas del libro que tenía sobre la mesilla, me puse a
recapacitar sobre mi futuro, lo que quería hacer con mi vida. Sabía
que los inviernos eran largos y aburridos y que ir a coser con las
compañeras del pueblo ponía la guinda del pastel pero el verano
duraba poco y yo me lo estaba perdiendo.
Al día siguiente, al llegar a la casa
de nuestra costurera, después de habernos fumado un cigarro a
escondidas, con mis compañeras. Decidí contarle a la profesora de
costura que ese sería mi último día en el taller. Le expliqué
que retomaría mis estudios y que las tardes las iba a necesitar para
repasar lecciones o estudiar. La modista, no intentó persuadirme,
creo que entendió que a mi no me gustaba coser y a pesar de su cara
de decepción me deseó suerte. Terminada la tarde me despedí de
ella con un par de besos que me dio casi sin prestarme atención, y
salí del taller escuchándole la ultima frase dedicada a una cliente
habitual, que se estaba probando una falda recta.
“Vuelva el jueves y le corto la
otra”.
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