El
niño de diez años, con sus pantalones cortos llenos de parches y el
pelo rubio y enmarañado de su padre, se detiene todos los días en
el escaparate, pegando su naricilla nerviosa al frío cristal
mientras sueña con degustar tan suculentos manjares. Suele fijar la
vista en algún producto en particular, cambiando todos los días,
como si eligiera en la carta de un restaurante. Después, cierra los
ojos, aspira fuerte por la nariz impregnándose de un olor imaginario
y mueve la boca con parsimonia, masticando bocados tan ficticios como
sabrosos.
Pero
el niño debe vigilar, pues a Gerardo, el dueño, no le agrada su
presencia. En cuanto lo ve, sale de la tienda con su malhumor a
cuestas y, aunque nunca ha llegado a tocarlo, ver su cara roja e
hinchada y sentir los insultos y las palabras agresivas que salen de
su boca, es suficiente para que las piernas del niño inicien una
carrera desbocada hasta saberse a salvo.
El
niño vive a las afueras del pueblo, con su madre y con su hermano de
ocho años. La madre trabaja limpiando casas ricas y ajenas de las
que no obtiene más que un mísero salario que se desvanece tras
pagar el alquiler y comprar los alimentos más básicos. Qué
diferente era cuando vivía el padre. Entonces no tenían lujos, pero
comían mejor y su madre estaba todo el día en casa, no como ahora
que sale de buena mañana y no regresa hasta el anochecer.
Un
día, como de costumbre, el niño sueña sabores con su naricilla
pegada al cristal del escaparate. De pronto, adivina ante él la
sombra de una figura. Ya va a echar a correr, cuando una sonrisa
amable y una mano amorosa le indican que las siga al interior del
establecimiento. Es Sagrario, la mujer del tendero. El niño duda,
pero el solo hecho de acceder a aquel lugar, para él sagrado, acaba
con sus reticencias. La mujer le dice que espere tras el mostrador.
El niño la mira ilusionado, en silencio. La mujer coge una pieza y
le dice que le cortará dos, que más no puede, que su marido lo
controla todo y se daría cuenta. El niño abre mucho los ojos,
enmudecido por la sorpresa. La mujer corta una y la coloca sobre un
trozo de papel. Va cortar la segunda cuando se siente un ruido en la
trastienda. Ella le dice que es su marido, que tiene que marcharse,
que si lo ve allí tendrán problemas los dos. Enrolla el papel,
apresuradamente, y se lo da al niño. Él lo coge, lo pega a su
pecho y sale al galope hacia su casa. Allí está su hermano, jugando
a tirar piedras a unos botes oxidados. Le enseña su tesoro y los dos
niños esbozan unas sonrisas tan grandes como la de un sol de verano.
Tras coger una sartén y un poco de sebo de la alacena, se dirigen,
apresuradamente, hacia su escondite secreto, cerca del río. Allí
buscan piedras y ramas para hacer una hoguera. Encienden el fuego y
esperan, impacientes, a que caliente la sartén. Echan en ella la
chuleta y miran expectantes cómo va cambiando su color, cómo
chisporrotea la grasa, cómo se eleva en el aire una nube de aroma
delicioso. La impaciencia y la protesta de sus deshabitados
estómagos, les hace sacar la carne a medio hacer. La dividen en dos
partes, lo más iguales posible, y la comen cogiéndola entre las
manos, dando unos mordiscos pequeños, casi diminutos, para que nunca
se acabe, mientras la grasa les resbala por la cara y las manos.
Cuando no queda más que el hueso, lo untan una y otra vez en la
sartén, lo chupan, se relamen, lo meten en la boca y le dan vueltas,
deseando en ese momento ser un perro para poder triturarlo.
Acabado
el festín, contentos y felices, se acercan al río para lavar bien
la sartén y las manos, después de haberles pasado varias veces sus
entusiastas lenguas. Regresan a casa y colocan la sartén en su
sitio, no sea que su madre sospeche. La madre no debe saber nada. Se
enfadaría mucho si se entera que han comido la chuleta regalada por
la señora Sagrario, novia de su padre hasta que la habían obligado
a casarse con Gerardo, el hombre que no quiere ver la cara del niño
delante de su escaparate. Eso saben los niños, que su padre y
Sagrario habían sido novios. Lo que no saben los niños y sí sabe
la madre es que Sagrario ha mantenido una relación con su marido
después de casados. Que ella tenía a Julián por las noches, en su
casa, en su cama, pero no en su corazón. El corazón de Julian
siempre había pertenecido a Sagrario. Por eso la madre la odia. Por
eso Gerardo no puede ver al niño ni a su hermano, porque también lo
sabe, y porque su único hijo, de pelo rubio y rebelde, siempre
enmarañado, ha muerto hace tres años. Por eso Sagrario le ha dado
la chuleta y le daría todas cuantas pudiera, porque quiere a los
niños como si fueran suyos. Pero los niños no saben de esas cosas.
Y el niño de diez años se acuesta esa noche contento, soñando con
que pasen dos días para que el calendario marque el jueves. Ella se
lo ha dicho cuando lo mandó marcharse. “Vuelve el jueves a las
cinco de la tarde. Los jueves a esa hora no está mi marido. Vuelve
el jueves y te corto la otra”.
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