El jueves te corto la otra - Cristina Muñiz Martín


                                             


El niño de diez años, con sus pantalones cortos llenos de parches y el pelo rubio y enmarañado de su padre, se detiene todos los días en el escaparate, pegando su naricilla nerviosa al frío cristal mientras sueña con degustar tan suculentos manjares. Suele fijar la vista en algún producto en particular, cambiando todos los días, como si eligiera en la carta de un restaurante. Después, cierra los ojos, aspira fuerte por la nariz impregnándose de un olor imaginario y mueve la boca con parsimonia, masticando bocados tan ficticios como sabrosos.
Pero el niño debe vigilar, pues a Gerardo, el dueño, no le agrada su presencia. En cuanto lo ve, sale de la tienda con su malhumor a cuestas y, aunque nunca ha llegado a tocarlo, ver su cara roja e hinchada y sentir los insultos y las palabras agresivas que salen de su boca, es suficiente para que las piernas del niño inicien una carrera desbocada hasta saberse a salvo.
El niño vive a las afueras del pueblo, con su madre y con su hermano de ocho años. La madre trabaja limpiando casas ricas y ajenas de las que no obtiene más que un mísero salario que se desvanece tras pagar el alquiler y comprar los alimentos más básicos. Qué diferente era cuando vivía el padre. Entonces no tenían lujos, pero comían mejor y su madre estaba todo el día en casa, no como ahora que sale de buena mañana y no regresa hasta el anochecer.
Un día, como de costumbre, el niño sueña sabores con su naricilla pegada al cristal del escaparate. De pronto, adivina ante él la sombra de una figura. Ya va a echar a correr, cuando una sonrisa amable y una mano amorosa le indican que las siga al interior del establecimiento. Es Sagrario, la mujer del tendero. El niño duda, pero el solo hecho de acceder a aquel lugar, para él sagrado, acaba con sus reticencias. La mujer le dice que espere tras el mostrador. El niño la mira ilusionado, en silencio. La mujer coge una pieza y le dice que le cortará dos, que más no puede, que su marido lo controla todo y se daría cuenta. El niño abre mucho los ojos, enmudecido por la sorpresa. La mujer corta una y la coloca sobre un trozo de papel. Va cortar la segunda cuando se siente un ruido en la trastienda. Ella le dice que es su marido, que tiene que marcharse, que si lo ve allí tendrán problemas los dos. Enrolla el papel, apresuradamente, y se lo da al niño. Él lo coge, lo pega a su pecho y sale al galope hacia su casa. Allí está su hermano, jugando a tirar piedras a unos botes oxidados. Le enseña su tesoro y los dos niños esbozan unas sonrisas tan grandes como la de un sol de verano. Tras coger una sartén y un poco de sebo de la alacena, se dirigen, apresuradamente, hacia su escondite secreto, cerca del río. Allí buscan piedras y ramas para hacer una hoguera. Encienden el fuego y esperan, impacientes, a que caliente la sartén. Echan en ella la chuleta y miran expectantes cómo va cambiando su color, cómo chisporrotea la grasa, cómo se eleva en el aire una nube de aroma delicioso. La impaciencia y la protesta de sus deshabitados estómagos, les hace sacar la carne a medio hacer. La dividen en dos partes, lo más iguales posible, y la comen cogiéndola entre las manos, dando unos mordiscos pequeños, casi diminutos, para que nunca se acabe, mientras la grasa les resbala por la cara y las manos. Cuando no queda más que el hueso, lo untan una y otra vez en la sartén, lo chupan, se relamen, lo meten en la boca y le dan vueltas, deseando en ese momento ser un perro para poder triturarlo.
Acabado el festín, contentos y felices, se acercan al río para lavar bien la sartén y las manos, después de haberles pasado varias veces sus entusiastas lenguas. Regresan a casa y colocan la sartén en su sitio, no sea que su madre sospeche. La madre no debe saber nada. Se enfadaría mucho si se entera que han comido la chuleta regalada por la señora Sagrario, novia de su padre hasta que la habían obligado a casarse con Gerardo, el hombre que no quiere ver la cara del niño delante de su escaparate. Eso saben los niños, que su padre y Sagrario habían sido novios. Lo que no saben los niños y sí sabe la madre es que Sagrario ha mantenido una relación con su marido después de casados. Que ella tenía a Julián por las noches, en su casa, en su cama, pero no en su corazón. El corazón de Julian siempre había pertenecido a Sagrario. Por eso la madre la odia. Por eso Gerardo no puede ver al niño ni a su hermano, porque también lo sabe, y porque su único hijo, de pelo rubio y rebelde, siempre enmarañado, ha muerto hace tres años. Por eso Sagrario le ha dado la chuleta y le daría todas cuantas pudiera, porque quiere a los niños como si fueran suyos. Pero los niños no saben de esas cosas. Y el niño de diez años se acuesta esa noche contento, soñando con que pasen dos días para que el calendario marque el jueves. Ella se lo ha dicho cuando lo mandó marcharse. “Vuelve el jueves a las cinco de la tarde. Los jueves a esa hora no está mi marido. Vuelve el jueves y te corto la otra”.




Licencia de Creative Commons

Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario