Los Vikingos - Marián Muñoz







Comenzaba a sentir los primeros síntomas del parto, su hijo ya estaba en camino y la incertidumbre del proceso la llenaba de temor. Varias mujeres la acompañaban e intentaban tranquilizarla que todo era normal, en pocas horas tendría a su bebé y si era sano y fuerte podría disfrutar de él hasta la pubertad, pero si era como su padre.....



Yiah sabía el porqué de aquellas palabras, los bebés con problemas se sacrificaban al fiordo y ya no les volvían a ver, Gudvangen necesitaba gente fuerte y los débiles no tenían cabida bajo ningún techo.



Como si fuera hoy mismo comenzó a recordar su llegada, apenas tenía siete años y todo aquello le parecía muy extraño, las gentes no eran como ella, tenían la piel muy blanca y la cabeza poblada por una mata de pelo amarilla o roja, no recordaba haber visto nada igual, y temía que aquellos demonios le hicieran daño.



Su madre, al sentir el peligro que acechaba a su entorno, la escondió bajo un montón de leña y la conminó a estar en silencio hasta que volviera para sacarla de allí. Pero su madre no volvió, el silencio se hizo total tras los gritos y quejidos que estuvo oyendo, algunos provenían de los suyos, pero otros no parecían humanos, sin duda algunas bestias habían bajado de la montaña para hacerles daño.

Cuando sintió sed y hambre se animó a salir poco a poco de su escondrijo, sólo veía humo, destrucción y cuerpos caídos delante de las casas. A su madre no la veía, no había nadie en pie, pero detrás de ella apareció un monstruo blanco y amarillo que la cogió por la cintura y la subió a un barco.



Nunca recordó el viaje hasta Gudvangen, el malestar que tanto le afectó en la travesía le duró varios días después de haber tomado tierra. Aquellas gentes emitían sonidos muy raros, no les entendía. No se portaban mal con ella, la abrigaban porque hacía mucho frío, la daban alimento dos veces al día, aunque aquella comida tenía un sabor muy raro y a veces desagradable, continuamente la sonreían, no sabía la razón de ello.



Pasaba mucho tiempo sola a la entrada de la cabaña donde pernoctaban. Los niños iban y venían mirándola con curiosidad, pues tanto les chocaba su aspecto a ellos como ellos a Yiah. Solamente uno se acercaba más rato, le hacía compañía, aunque no hablaba con ella se entendían por señas, y poco a poco se hicieron amigos. Se llamaba Hans. Tenía un perro con mucha energía, no paraba de saltar y brincar, tan pronto retozaba con ellos como le veían al otro lado del poblado, Hans no podía decirle el nombre, así que ella le llamó Pium, porque era rápido como una flecha, tan pronto aquí como allí, era muy divertido.



Debido a su tono de piel moreno y su coleta negra azabache, no era nada estimada entre los pobladores de Gudvangen, su secuestrador no había tenido el coraje de darle muerte allá en su tierra, y tras haber perdido recientemente a un hijo, creyó que su mujer estaría contenta con una esclava de cara tan angelical como ella.



Yiah y Hans eran dos almas solitarias, mientras ella no tuvo encomendadas tareas en la casa, podía corretear libremente, algo que hacía a las afueras del poblado o cerca del fiordo para que nadie la molestara, en ocasiones contaba con la compañía de Hans y Pium que la mostraban escondrijos donde ocultarse por si le molestaban mucho los otros niños. En uno de esos paseos se acercó hasta el puerto, donde los hombres estaban reparando los barcos y llenándolos con provisiones, posiblemente en unos días se irían de viaje, según había interpretado a Hans, ya que él no decía palabra, era mudo, pero eso no impedía que se entendieran.



Veía como multitud de mujeres bajaban la ladera que llevaba al puerto, portando alimentos, ropas de abrigo y herramientas, era un reguero de gentes aprovisionando los barcos, todos concentrados en los hombres que dentro de ellos recibían la mercancía. No se dieron cuenta que una de aquellas mujeres bajaba con algo de prisa y tropezara cerca del agua. A su espalda llevaba un cuévano con un bebé dentro, y por el ímpetu de la caída el bebé fue a parar al agua. La madre desconsolada comenzó a gritar donde el bebé caído, y Yiah, que había presenciado la escena, se tiró al agua, consiguiendo sacarlo a tiempo de las profundidades y con la ayuda de Hans lo devolvieron a su madre.



Debido a la baja temperatura del agua, estuvieron un par de días postrados en el catre padeciendo fiebres, pero aquel heroico gesto, hizo que la comunidad de la pequeña aldea cambiara de actitud hacia los dos niños, los aceptaron como a uno más del poblado al demostrar valor y coraje salvando al bebé.



Poco a poco Yiah fue integrándose entre aquella gente, ya no recordaba nada de su familia ni de su tierra, la mujer que la acogía le enseñaba como llevar una casa a la par que el lenguaje para entenderse con todos. Así fue como se enteró de la historia de Hans. En aquel poblado ofrecían al fiordo todos los bebés que nacían con alguna tara, se necesitaba gente fuerte y aguerrida para que prosperase la aldea. Al nacer Hans era de lo más normal, hasta que llegado el momento, no pudo emitir ningún sonido, ni una sola palabra, como había sido bendecido en el templo de Thor, ya no podían tirarle al fiordo, por esa razón era poco apreciado por todos.



Los dos crecieron juntos, mientras Hans se convertía en un experto con la carpintería e inventando artilugios para la guerra, Yiah era una muchacha de gran belleza y experta en plantas y tisanas para sanar algunos males. Con el discurrir del tiempo se hicieron pareja y se casaron. Se encontraban en el momento cumbre en que iba a nacer su primer hijo. Todos estaban expectantes por ver como iba a ser aquel bebé, si blanco y rubio como su padre, o moreno y pelo azabache como su madre, pero todas las ofrendas eran para que fuese como fuese, llegase un bebé normal, sano, y tuviera una voz dulce como su madre.



El problema vino tras el parto, ya se sabe que durante el embarazo la mujer sufre un cambio hormonal, y esto a Yiah le vino bastante mal. Con los primeros dolores afloraron a su mente los terribles momentos de la desaparición de su madre, de sus hermanos, de su poblado, toda esa tristeza la postró en cama tras el nacimiento de Lotta, un bebé fuerte y sano que berreaba como el que más.



Ella no podía hablar con nadie de su gran pena, ya que todos eran culpables de la misma y nadie podía reconfortarla. Poco a poco se fue apagando aquel amor que sintió por Hans, por sus padres de acogida y por aquellas gentes que ahora parecía la miraban de una forma más violenta. Algo de razón tenían en ello, porque nadie en el poblado comprendía lo que apesadumbraba a Yiah.



Hasta que un día decidió regresar a su casa, tenía que retomar su pasado arrancado con tanta violencia, necesitaba cerrar esa herida y para ella la única forma era volver a sus orígenes, comprobar lo que había quedado de su poblado y, por qué no, de su familia.



Se escondió con su bebé en uno de los barcos que zarpaban al día siguiente, supuso que el destino la llevaría hacia su pasado, y casualmente fue así.



Tras una agitada travesía, por fin llegaron a puerto y aprovechando un descuido de los marineros vikingos, tomó tierra con su pequeño Lotta. No sabía si podría entenderse con aquellas gentes, tras tanto tiempo alejada de su tierra, se temía lo peor.



Sus pasos la encaminaron hacia su antigua morada, una casa destruida por el fuego, invadida de zarzas y altas hierbas. Miró alrededor y bien oculto por la maleza descubrió el montón de leña que le sirvió de refugio durante el asalto. Todo estaba devastado, no había indicios de estar habitado. Por más que buscaba, no divisaba ninguna persona, salvo los vikingos que con grandes cestos salían del barco y regresaban a él bien cargados. No habían reparado en ella hasta que el pequeño Lotta comenzó a llorar de hambre.



El llanto del bebé se unió al de Yiah, quien comprendió que era la única superviviente de la familia. Tomó la decisión de regresar a Gudvangen y urdir su venganza.






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