Comenzaba a sentir los
primeros síntomas del parto, su hijo ya estaba en camino y la
incertidumbre del proceso la llenaba de temor. Varias mujeres la
acompañaban e intentaban tranquilizarla que todo era normal, en
pocas horas tendría a su bebé y si era sano y fuerte podría
disfrutar de él hasta la pubertad, pero si era como su padre.....
Yiah sabía el porqué de
aquellas palabras, los bebés con problemas se sacrificaban al fiordo
y ya no les volvían a ver, Gudvangen necesitaba gente fuerte y los
débiles no tenían cabida bajo ningún techo.
Como si fuera hoy mismo
comenzó a recordar su llegada, apenas tenía siete años y todo
aquello le parecía muy extraño, las gentes no eran como ella,
tenían la piel muy blanca y la cabeza poblada por una mata de pelo
amarilla o roja, no recordaba haber visto nada igual, y temía que
aquellos demonios le hicieran daño.
Su madre, al sentir el
peligro que acechaba a su entorno, la escondió bajo un montón de
leña y la conminó a estar en silencio hasta que volviera para
sacarla de allí. Pero su madre no volvió, el silencio se hizo
total tras los gritos y quejidos que estuvo oyendo, algunos provenían
de los suyos, pero otros no parecían humanos, sin duda algunas
bestias habían bajado de la montaña para hacerles daño.
Cuando sintió sed y
hambre se animó a salir poco a poco de su escondrijo, sólo veía
humo, destrucción y cuerpos caídos delante de las casas. A su
madre no la veía, no había nadie en pie, pero detrás de ella
apareció un monstruo blanco y amarillo que la cogió por la cintura
y la subió a un barco.
Nunca recordó el viaje
hasta Gudvangen, el malestar que tanto le afectó en la travesía le
duró varios días después de haber tomado tierra. Aquellas gentes
emitían sonidos muy raros, no les entendía. No se portaban mal con
ella, la abrigaban porque hacía mucho frío, la daban alimento dos
veces al día, aunque aquella comida tenía un sabor muy raro y a
veces desagradable, continuamente la sonreían, no sabía la razón
de ello.
Pasaba mucho tiempo sola
a la entrada de la cabaña donde pernoctaban. Los niños iban y
venían mirándola con curiosidad, pues tanto les chocaba su aspecto
a ellos como ellos a Yiah. Solamente uno se acercaba más rato, le
hacía compañía, aunque no hablaba con ella se entendían por
señas, y poco a poco se hicieron amigos. Se llamaba Hans. Tenía
un perro con mucha energía, no paraba de saltar y brincar, tan
pronto retozaba con ellos como le veían al otro lado del poblado,
Hans no podía decirle el nombre, así que ella le llamó Pium,
porque era rápido como una flecha, tan pronto aquí como allí, era
muy divertido.
Debido a su tono de piel
moreno y su coleta negra azabache, no era nada estimada entre los
pobladores de Gudvangen, su secuestrador no había tenido el coraje
de darle muerte allá en su tierra, y tras haber perdido
recientemente a un hijo, creyó que su mujer estaría contenta con
una esclava de cara tan angelical como ella.
Yiah y Hans eran dos
almas solitarias, mientras ella no tuvo encomendadas tareas en la
casa, podía corretear libremente, algo que hacía a las afueras del
poblado o cerca del fiordo para que nadie la molestara, en ocasiones
contaba con la compañía de Hans y Pium que la mostraban escondrijos
donde ocultarse por si le molestaban mucho los otros niños. En uno
de esos paseos se acercó hasta el puerto, donde los hombres estaban
reparando los barcos y llenándolos con provisiones, posiblemente en
unos días se irían de viaje, según había interpretado a Hans, ya
que él no decía palabra, era mudo, pero eso no impedía que se
entendieran.
Veía como multitud de
mujeres bajaban la ladera que llevaba al puerto, portando alimentos,
ropas de abrigo y herramientas, era un reguero de gentes
aprovisionando los barcos, todos concentrados en los hombres que
dentro de ellos recibían la mercancía. No se dieron cuenta que una
de aquellas mujeres bajaba con algo de prisa y tropezara cerca del
agua. A su espalda llevaba un cuévano con un bebé dentro, y por el
ímpetu de la caída el bebé fue a parar al agua. La madre
desconsolada comenzó a gritar donde el bebé caído, y Yiah, que
había presenciado la escena, se tiró al agua, consiguiendo sacarlo
a tiempo de las profundidades y con la ayuda de Hans lo devolvieron a
su madre.
Debido a la baja
temperatura del agua, estuvieron un par de días postrados en el
catre padeciendo fiebres, pero aquel heroico gesto, hizo que la
comunidad de la pequeña aldea cambiara de actitud hacia los dos
niños, los aceptaron como a uno más del poblado al demostrar valor
y coraje salvando al bebé.
Poco a poco Yiah fue
integrándose entre aquella gente, ya no recordaba nada de su familia
ni de su tierra, la mujer que la acogía le enseñaba como llevar una
casa a la par que el lenguaje para entenderse con todos. Así fue
como se enteró de la historia de Hans. En aquel poblado ofrecían
al fiordo todos los bebés que nacían con alguna tara, se necesitaba
gente fuerte y aguerrida para que prosperase la aldea. Al nacer Hans
era de lo más normal, hasta que llegado el momento, no pudo emitir
ningún sonido, ni una sola palabra, como había sido bendecido en el
templo de Thor, ya no podían tirarle al fiordo, por esa razón era
poco apreciado por todos.
Los dos crecieron juntos,
mientras Hans se convertía en un experto con la carpintería e
inventando artilugios para la guerra, Yiah era una muchacha de gran
belleza y experta en plantas y tisanas para sanar algunos males. Con
el discurrir del tiempo se hicieron pareja y se casaron. Se
encontraban en el momento cumbre en que iba a nacer su primer hijo.
Todos estaban expectantes por ver como iba a ser aquel bebé, si
blanco y rubio como su padre, o moreno y pelo azabache como su madre,
pero todas las ofrendas eran para que fuese como fuese, llegase un
bebé normal, sano, y tuviera una voz dulce como su madre.
El problema vino tras el
parto, ya se sabe que durante el embarazo la mujer sufre un cambio
hormonal, y esto a Yiah le vino bastante mal. Con los primeros
dolores afloraron a su mente los terribles momentos de la
desaparición de su madre, de sus hermanos, de su poblado, toda esa
tristeza la postró en cama tras el nacimiento de Lotta, un bebé
fuerte y sano que berreaba como el que más.
Ella no podía hablar con
nadie de su gran pena, ya que todos eran culpables de la misma y
nadie podía reconfortarla. Poco a poco se fue apagando aquel amor
que sintió por Hans, por sus padres de acogida y por aquellas gentes
que ahora parecía la miraban de una forma más violenta. Algo de
razón tenían en ello, porque nadie en el poblado comprendía lo que
apesadumbraba a Yiah.
Hasta que un día decidió
regresar a su casa, tenía que retomar su pasado arrancado con tanta
violencia, necesitaba cerrar esa herida y para ella la única forma
era volver a sus orígenes, comprobar lo que había quedado de su
poblado y, por qué no, de su familia.
Se escondió con su bebé
en uno de los barcos que zarpaban al día siguiente, supuso que el
destino la llevaría hacia su pasado, y casualmente fue así.
Tras una agitada
travesía, por fin llegaron a puerto y aprovechando un descuido de
los marineros vikingos, tomó tierra con su pequeño Lotta. No sabía
si podría entenderse con aquellas gentes, tras tanto tiempo alejada
de su tierra, se temía lo peor.
Sus pasos la encaminaron
hacia su antigua morada, una casa destruida por el fuego, invadida de
zarzas y altas hierbas. Miró alrededor y bien oculto por la maleza
descubrió el montón de leña que le sirvió de refugio durante el
asalto. Todo estaba devastado, no había indicios de estar habitado.
Por más que buscaba, no divisaba ninguna persona, salvo los
vikingos que con grandes cestos salían del barco y regresaban a él
bien cargados. No habían reparado en ella hasta que el pequeño
Lotta comenzó a llorar de hambre.
El llanto del bebé se
unió al de Yiah, quien comprendió que era la única superviviente
de la familia. Tomó la decisión de regresar a Gudvangen y urdir su
venganza.
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