Ingrid,
agachada en el suelo, con la partera arrodillada a su espalda,
sujétandola con los brazos bajo sus axilas para facilitarle la
posición, comenzó a empujar con todas sus fuerzas, sintiendo como
su cuerpo se desgarraba por dentro. Minutos después un cuerpo menudo
y sanguinolento salía despedido de sus entrañas. Las mujeres
examinaron al recien nacido y la inquietud viajó a sus rostros. Era
una niña y tenía una tara.
Olaf
llevaba seis horas esperando cerca de la cabaña. Al sentir el llanto
del niño su corazón se llenó de una alegría desconocida hasta
entonces. No tardó en salir la partera con un cuerpo diminuto
envuelto en una manta de lana. Olaf la destapó ligeramente. Deseaba
un varón pero no se sentía decepcionado. Ingrid era joven y fuerte
y pariría un montón de niños, entre ellos a su primogénito varón,
el que lo acompañaría en los viajes por mar a tierras lejanas. La
partera lo tocó en el hombro. Llevaba una mala noticia dibujada en
el rostro. Manteniendo la mirada de la mujer, destapó completamente
a la niña. No hizo falta un examen minucioso. La anomalía saltaba a
la vista. El nuevo padre elevó sus ojos al cielo y lanzó un grito
aterrador, como si quisiera pedir explicaciones a los dioses. Ingrid,
acostada en la cama, con las piernas aún cubiertas de sangre, lo
escuchó sobrecogida. Olaf devolvió la niña. La partera regresó a
la casa y se la entregó a la madre que, con lágrimas en los ojos,
la acercó a su cálido seno.
Olaf
se sentía angustiado y desorientado. Nunca había conocido a nadie
así. ¿Podría valerse por sí misma? ¿Sabría usar sus manos para
realizar las tareas más básicas? ¿Caminaría con normalidad?
¿Podría correr para ponerse a salvo de los enemigos? Las dudas se
enmarañaban en su mente como las velas de un barco en un mar
tempestuoso. Sabía que podía abandonarla, dejarla a la intemperie
para que el frío o las fieras se hicieran cargo de ella. Debía
pensarlo con calma, quedaban unos días por delante. Entró en casa y
besó a Ingrid que lo miró con una pregunta muda en los ojos. Olaf
recordó sus noches de amor, la suavidad de su piel, la caricia de
sus besos, su interior húmedo y cálido, sus piernas enroscadas
sobre su cuerpo, abrazándolo con fuerza, sus gemidos de placer. Supo
que perdería todo ese mundo si rechazaba a la niña. Ingrid, si no
pedía el divorcio, algo a lo que tenía derecho, seguiría siendo su
mujer y no lo podría alejar de su cama, aunque su corazón le decía
que nada sería igual y que sus futuros hijos serían fruto de
noches llenas de abrazos gélidos y labios mentirosos. Decidió
aceptar a la niña.
Nueve
días después del nacimiento, tuvo lugar la ceremonia del nombre.
Olaf, con el clan de su mujer y el de él presentes, además de otros
clanes amigos, cogió a su hija, la colocó sobre sus rodillas, le
echó un poco de agua, le hizo con el puño la señal de Thor y dijo
su nombre: Isgerdur. La niña ya pertenecía al clan y nadie podría
repudiarla ni hacerle ningún daño.
La
pequeña Isgerdur, despierta y alegre, no tardó en conquistar el
corazón de sus padres, especialmente el de Olaf. Al caerle el primer
diente le talló un caballo de madera, que resultó ser una especie
de premonición, pues con el tiempo se convertiría en la mejor
amazona de la aldea. Dos años más tarde nació el primer varón, y
después otro, y otro y otro. Cuatro varones y una hembra. Olaf no se
había equivocado en su decisión. Ingrid le había dado muchos hijos
varones y esa niña preciosa, con la piel tan blanca como un rayo de
luna y que, pese a los malos augurios, crecía sana y fuerte, sin que
su problema le impidiera realizar cualquier tarea propia de su edad.
Con
cinco años, Olaf le regaló a Isgerdur su primer arco, sin muchas
esperanzas de que fuera capaz de usarlo. La niña lo recibió llena
de júbilo y atendió con tesón y paciencia las explicaciones de su
padre que, asombrado, vio como la anomalía de su hija no solo no le
impedía usar el arco correctamente, sino que más bien parecía
jugar a su favor, haciendo que sus tiros tuvieran más fuerza y
precisión que los de los otros niños. Isgerdur también caminaba y
corría con facilidad, aligerando el pesar del corazón de sus
padres, aunque sabían que sería complicado encontrarle un marido,
pues, a no ser la familia, todos la miraban como si fuera un bicho
raro.
Un
amanecer, Isgerdur entrenaba con su arco en el bosque situado a la
izquierda de su casa, antes de que comenzara la vida en la aldea y
con ella sus quehaceres diarios, cuando sintió un ruido extraño. Se
movió sigilosamente entre los árboles y aguzó el oído. Algo se
movía por la orilla del río y no parecían animales. Lanzó el
consabido grito de alerta. Hombres y mujeres fueron saliendo de sus
casas, sorprendidos y armados. Isgerdur continuó agazapada. El
ataque se produjo de inmediato. Isgerdur, desde su posición
privilegiada, moviéndose con agilidad, acabó con numerosos
enemigos. Su alerta y sus flechas consiguieron desbaratar a los
atacantes que acabaron huyendo. Olaf no podía estar más orgulloso
de su hija. Miraba embobado a esa mujer de quince años, con su pelo
rubio lacio, su falda corta y sus botas altas. Le recordaba a Ingrid
a su edad, aunque Isgerdur era aún más bonita. Realmente era una
chica atractiva y valerosa y de no ser por su defecto tendría muchos
pretendientes. Aunque quizás, ahora que los había salvado,
empezarían a mirarla de otra manera.
Isgerdur
no compartía las preocupaciones de su padre. No quería casarse ni
tener hijos. Quería convertirse en guerrera y acompañarlo junto a
sus hermanos mayores en las incursiones que realizaban en busca de
tierras y objetos de valor para acrecentar las posesiones de los
suyos. Eso le dijo a su padre, una noche, al calor del fuego, cuando
cumplió los diecisiete años. El padre, aunque entusiasmado con la
idea de la compañía de su hija en la lucha, también sintió en el
interior de su corazón que debía negarse y protegerla dejándola en
casa, con su madre. Ingrid se negó. No aceptaría que su única
hija pasara meses, e incluso años en el mar, junto a su marido y sus
otros hijos. No. Ella se quedaría en casa, ayudándola a mantener y
defender el hogar, recordándole su hazaña y la necesidad de que la
aldea contara con mujeres valerosas y duchas en el manejo de las
armas para repeler posibles ataques enemigos.
Isgerdur
se acostó esa noche enfadada, aunque dispuesta a conseguir su
objetivo que no era otro que luchar como cualquier hombre. Se sentía
invencible teniendo un arco en las manos y no le atraían nada las
tareas del hogar y tampoco los jóvenes que, aún queriendo rondarla,
no se atrevían a ello, deteniendo sus ojos cobardes en sus manos.
La
muchacha, con el mismo tesón que había demostrado al aprender a
manejar el arco, consiguió vencer la resistencia de su padre,
incapaz de negar nada a esa hija tan especial que le habían envíado
los dioses.
Sin
poder luchar contra el bloque formado por padre e hija, Ingrid vio
partir el drakar que llevaba a su marido, su hija y sus dos hijos
mayores hasta tierras lejanas. Se preguntó si volverían pronto o si
quizás nunca más los verían sus ojos. Olaf y sus hijos vieron
alejarse su figura según se adentraban en el mar: una mujer madura,
rubia, alta, delgada, vestida con una túnica de lino hasta los pies,
el cabello rubio recogido y cubierto por un velo, el manojo de
llaves, símbolo de su mandato en el interior de la casa, colgado del
cinturón, sus dos hijos pequeños aferrados a su falda. Y la pena
que adivinaban prendida en sus ojos, aunque éstos no derramaran ni
una sola lágrima.
Diecinueve
siglos más tarde, Manuel, investigador de la historia popular
vikinga, descubrió unos documentos antiguos en la biblioteca de
Oslo. Hablaban de una gran guerrera, de nombre Isgerdur, que había
combatido en numerosas batallas, abatiendo a cientos de enemigos con
su poderoso arco y el temor que producían sus manos, diferentes a
las del resto de los hombres y mujeres, como si los dioses le
hubieran concedido un don especial, pues sus flechas siempre daban en
el blanco. Isgerdur, la guerrera de los seis dedos. Seis dedos en
cada mano y en cada uno de sus pies.
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