Isgerdur - Cristina Muñiz Martín

            


Ingrid, agachada en el suelo, con la partera arrodillada a su espalda, sujétandola con los brazos bajo sus axilas para facilitarle la posición, comenzó a empujar con todas sus fuerzas, sintiendo como su cuerpo se desgarraba por dentro. Minutos después un cuerpo menudo y sanguinolento salía despedido de sus entrañas. Las mujeres examinaron al recien nacido y la inquietud viajó a sus rostros. Era una niña y tenía una tara.
Olaf llevaba seis horas esperando cerca de la cabaña. Al sentir el llanto del niño su corazón se llenó de una alegría desconocida hasta entonces. No tardó en salir la partera con un cuerpo diminuto envuelto en una manta de lana. Olaf la destapó ligeramente. Deseaba un varón pero no se sentía decepcionado. Ingrid era joven y fuerte y pariría un montón de niños, entre ellos a su primogénito varón, el que lo acompañaría en los viajes por mar a tierras lejanas. La partera lo tocó en el hombro. Llevaba una mala noticia dibujada en el rostro. Manteniendo la mirada de la mujer, destapó completamente a la niña. No hizo falta un examen minucioso. La anomalía saltaba a la vista. El nuevo padre elevó sus ojos al cielo y lanzó un grito aterrador, como si quisiera pedir explicaciones a los dioses. Ingrid, acostada en la cama, con las piernas aún cubiertas de sangre, lo escuchó sobrecogida. Olaf devolvió la niña. La partera regresó a la casa y se la entregó a la madre que, con lágrimas en los ojos, la acercó a su cálido seno.
Olaf se sentía angustiado y desorientado. Nunca había conocido a nadie así. ¿Podría valerse por sí misma? ¿Sabría usar sus manos para realizar las tareas más básicas? ¿Caminaría con normalidad? ¿Podría correr para ponerse a salvo de los enemigos? Las dudas se enmarañaban en su mente como las velas de un barco en un mar tempestuoso. Sabía que podía abandonarla, dejarla a la intemperie para que el frío o las fieras se hicieran cargo de ella. Debía pensarlo con calma, quedaban unos días por delante. Entró en casa y besó a Ingrid que lo miró con una pregunta muda en los ojos. Olaf recordó sus noches de amor, la suavidad de su piel, la caricia de sus besos, su interior húmedo y cálido, sus piernas enroscadas sobre su cuerpo, abrazándolo con fuerza, sus gemidos de placer. Supo que perdería todo ese mundo si rechazaba a la niña. Ingrid, si no pedía el divorcio, algo a lo que tenía derecho, seguiría siendo su mujer y no lo podría alejar de su cama, aunque su corazón le decía que nada sería igual y que sus futuros hijos serían fruto de noches llenas de abrazos gélidos y labios mentirosos. Decidió aceptar a la niña.
Nueve días después del nacimiento, tuvo lugar la ceremonia del nombre. Olaf, con el clan de su mujer y el de él presentes, además de otros clanes amigos, cogió a su hija, la colocó sobre sus rodillas, le echó un poco de agua, le hizo con el puño la señal de Thor y dijo su nombre: Isgerdur. La niña ya pertenecía al clan y nadie podría repudiarla ni hacerle ningún daño.
La pequeña Isgerdur, despierta y alegre, no tardó en conquistar el corazón de sus padres, especialmente el de Olaf. Al caerle el primer diente le talló un caballo de madera, que resultó ser una especie de premonición, pues con el tiempo se convertiría en la mejor amazona de la aldea. Dos años más tarde nació el primer varón, y después otro, y otro y otro. Cuatro varones y una hembra. Olaf no se había equivocado en su decisión. Ingrid le había dado muchos hijos varones y esa niña preciosa, con la piel tan blanca como un rayo de luna y que, pese a los malos augurios, crecía sana y fuerte, sin que su problema le impidiera realizar cualquier tarea propia de su edad.
Con cinco años, Olaf le regaló a Isgerdur su primer arco, sin muchas esperanzas de que fuera capaz de usarlo. La niña lo recibió llena de júbilo y atendió con tesón y paciencia las explicaciones de su padre que, asombrado, vio como la anomalía de su hija no solo no le impedía usar el arco correctamente, sino que más bien parecía jugar a su favor, haciendo que sus tiros tuvieran más fuerza y precisión que los de los otros niños. Isgerdur también caminaba y corría con facilidad, aligerando el pesar del corazón de sus padres, aunque sabían que sería complicado encontrarle un marido, pues, a no ser la familia, todos la miraban como si fuera un bicho raro.
Un amanecer, Isgerdur entrenaba con su arco en el bosque situado a la izquierda de su casa, antes de que comenzara la vida en la aldea y con ella sus quehaceres diarios, cuando sintió un ruido extraño. Se movió sigilosamente entre los árboles y aguzó el oído. Algo se movía por la orilla del río y no parecían animales. Lanzó el consabido grito de alerta. Hombres y mujeres fueron saliendo de sus casas, sorprendidos y armados. Isgerdur continuó agazapada. El ataque se produjo de inmediato. Isgerdur, desde su posición privilegiada, moviéndose con agilidad, acabó con numerosos enemigos. Su alerta y sus flechas consiguieron desbaratar a los atacantes que acabaron huyendo. Olaf no podía estar más orgulloso de su hija. Miraba embobado a esa mujer de quince años, con su pelo rubio lacio, su falda corta y sus botas altas. Le recordaba a Ingrid a su edad, aunque Isgerdur era aún más bonita. Realmente era una chica atractiva y valerosa y de no ser por su defecto tendría muchos pretendientes. Aunque quizás, ahora que los había salvado, empezarían a mirarla de otra manera.
Isgerdur no compartía las preocupaciones de su padre. No quería casarse ni tener hijos. Quería convertirse en guerrera y acompañarlo junto a sus hermanos mayores en las incursiones que realizaban en busca de tierras y objetos de valor para acrecentar las posesiones de los suyos. Eso le dijo a su padre, una noche, al calor del fuego, cuando cumplió los diecisiete años. El padre, aunque entusiasmado con la idea de la compañía de su hija en la lucha, también sintió en el interior de su corazón que debía negarse y protegerla dejándola en casa, con su madre. Ingrid se negó. No aceptaría que su única hija pasara meses, e incluso años en el mar, junto a su marido y sus otros hijos. No. Ella se quedaría en casa, ayudándola a mantener y defender el hogar, recordándole su hazaña y la necesidad de que la aldea contara con mujeres valerosas y duchas en el manejo de las armas para repeler posibles ataques enemigos.
Isgerdur se acostó esa noche enfadada, aunque dispuesta a conseguir su objetivo que no era otro que luchar como cualquier hombre. Se sentía invencible teniendo un arco en las manos y no le atraían nada las tareas del hogar y tampoco los jóvenes que, aún queriendo rondarla, no se atrevían a ello, deteniendo sus ojos cobardes en sus manos.
La muchacha, con el mismo tesón que había demostrado al aprender a manejar el arco, consiguió vencer la resistencia de su padre, incapaz de negar nada a esa hija tan especial que le habían envíado los dioses.
Sin poder luchar contra el bloque formado por padre e hija, Ingrid vio partir el drakar que llevaba a su marido, su hija y sus dos hijos mayores hasta tierras lejanas. Se preguntó si volverían pronto o si quizás nunca más los verían sus ojos. Olaf y sus hijos vieron alejarse su figura según se adentraban en el mar: una mujer madura, rubia, alta, delgada, vestida con una túnica de lino hasta los pies, el cabello rubio recogido y cubierto por un velo, el manojo de llaves, símbolo de su mandato en el interior de la casa, colgado del cinturón, sus dos hijos pequeños aferrados a su falda. Y la pena que adivinaban prendida en sus ojos, aunque éstos no derramaran ni una sola lágrima.
Diecinueve siglos más tarde, Manuel, investigador de la historia popular vikinga, descubrió unos documentos antiguos en la biblioteca de Oslo. Hablaban de una gran guerrera, de nombre Isgerdur, que había combatido en numerosas batallas, abatiendo a cientos de enemigos con su poderoso arco y el temor que producían sus manos, diferentes a las del resto de los hombres y mujeres, como si los dioses le hubieran concedido un don especial, pues sus flechas siempre daban en el blanco. Isgerdur, la guerrera de los seis dedos. Seis dedos en cada mano y en cada uno de sus pies.












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