Era un cajero
estupendo. Estaba en un barrio tranquilo, la puerta se podía cerrar
desde dentro y tenía una cámara de seguridad.
Al lado había una
cafetería donde le guardaban durante el día su viejo colchón y su
manta. La regentaban dos hermanas, las dos buenas chicas. La que
hacía el turno de mañana siempre le ofrecía un chocolate caliente
y un par de churros, si ya los tenía preparados. Y la del turno de
tarde le daba un caldito antes de cerrar.
El siempre
procuraba ir aseado y bien vestido, dentro de sus posibilidades; no
quería avergonzarlas.
Fue maravilloso la
noche que, al recoger sus cosas, le inundó el olor a suavizante.
Habían lavado su manta.
Ese día se durmió
tarareando una música que le brotaba del corazón, porque su rincón
en el cajero olía a casa, a hogar.
Son pequeños
detalles que dan felicidad.
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