Muy
bien de la cabeza no está, eso es lo que piensa cualquier persona
cuando la ve por primera vez, sin saber que está en lo cierto. Se
pasa las tardes sentada en el viejo y desgastado sillón de cuero
marrón, al lado de la ventana, como tanto le gusta, para así poder
observar lo que ocurre al otro lado del cristal, aunque no le
incumba, aunque en realidad su maltrecha cabeza apenas pueda apreciar
la realidad. Su rostro, desdentado y ajado por el paso del tiempo y
los sinsabores, no fue capaz de conservar el más mínimo atisbo de
su belleza de antaño. Su mirada, a veces desvaída y triste, otras
furibunda e inquieta, sólo trasmite la soledad y la desidia de los
que no esperan nada de la vida, desprendida del tiempo, de los
recuerdos, de momentos pasados o presentes que ya no tienen
significado alguno.
Marilia fue una mujer bella, la más bonita del pueblo, de la
comarca, envidiada por las demás mozas y admirada por todos los
muchachos, muchos de los cuales la amaban en silencio, a escondidas,
la deseaban en las noches de jolgorio y fiesta que el verano dibujaba
sólo para que ella pudiera ser contemplada. Marilia lo sabía, sabía
que la admiración que provocaba era una alfombra desplegada a su
paso y por eso le gustaba ir siempre arreglada e impecable, aunque
para eso fuera necesario pasarse horas delante de la máquina de
coser para confeccionar un bonito vestido con los retales que le
había regalado la señora Herminia, la dueña de la tienda de telas,
o delante del espejo con las tenacillas de rizarse el pelo casi al
rojo vivo para convertir su melena negra y lisa en un mar de
perfectas ondulaciones de azabache. Hubiera merecido ser princesa y
habitar un mundo diferente al que le había tocado en suerte, que no
era sino una vida de privaciones y sacrificios, mas ella, a pesar de
todo, jamás lo deseó. Le bastaba sentirse admirada y sobre todo y
ante todo, amada por su novio Ramón, aquel muchacho alto y fornido
que se enamoró de ella en cuanto sus ojos se posaron en semejante
ángel y que tuvo la suerte de ver su amor correspondido.
Ramón y Marilia eran la pareja ideal en aquel mundo que nada de
ideal tenía, pero aún así eran felices, todo lo felices que se
podía ser cuando en la mesa apenas había para comer más que pan
recién hecho y unas patatas cocidas, o a veces, las menos, unos
huevos que la madre de Marilia había conseguido sacar a la gallina
de la vecina, que aparecía de vez en cuando por el patio en un gesto
generoso, como si quisiera paliar un poco el hambre que acechaba a
todas horas y desde cada esquina.
Ramón trabajaba de carpintero y cuando a finales de semana recibía
su escaso salario, corría contento al lado de su novia para llevarla
al cine o al baile, no sin antes pasar por la tienda y comprar
aquellos caramelos de fresa y nata que hacían las delicias de sus
hermanas pequeñas
Así, entre penalidades que no lo eran tanto y minúsculas
felicidades que se hacían grandes casi sin motivo, la vida
transcurría, tranquila, rutinaria, como tenía que ser, como todos
querían, porque era mejor tener poco que no tener nada, porque
conformarse con sus pequeños placeres y con sus grandes miserias era
su religión.
Un
día, de vuelta de la sesión de cine de todos los sábados por la
tarde, a Marilia se le fue la cabeza y ya nunca le regresó. Nadie
sabe cómo ni por qué, nadie acertaría nunca a encontrar el motivo
de aquel mal que vino a destrozar la armonía de la pareja, de la
familia, de la propia joven que se fue convirtiendo, poco a podo, en
un reflejo de sí misma. Todo comenzó cuando se le ocurrió decir
que la taza de caldo que su madre le ofrecía estaba envenenada,
sembrando el desconcierto y la incertidumbre entre los que la
rodeaban, que no sabían si reír o echarse a llorar ante semejante
ocurrencia. Las hermanas pequeñas reían y alguna de ellas incluso
dijo que Marilia estaba borracha. Ojalá hubiera sido así, pero no,
no estaba borracha, simplemente estaba loca, así de sencillo, así
de complicado.
Los médicos no lograban poner nombre a los continuos desvaríos de
la muchacha, decían que eran los nervios, sin más explicación, y
que probablemente en poco tiempo la mente de Marilia volvería a la
normalidad. Todos querían creer en aquellas palabras que mantenían
abierta la puerta de la esperanza, pero con el paso del tiempo, se
fueron deshaciendo en volutas de humo que se borraron en el aire y la
triste realidad se fue destapando en toda su crudeza. No sólo lo que
salía de la boca de Marilia dejó de tener sentido, no sólo las
frases pronunciadas sin motivo y sin momento comenzaron a ser
frecuentes, también los hechos que salían de su alma denotaban que
no era la de siempre.
Una noche Marilia despertó de su sueño, fue a la cocina, tomó un
cuchillo del cajón de la mesa y con él intentó matar a su hermana
pequeña, que logró zafarse de la hoja asesina gracias a la
oscuridad y la agilidad de su menudo y famélico cuerpecito. Fue en
ese preciso instante cuando ya definitivamente se cerró aquella
puerta a la esperanza.
La internaron en un manicomio donde la diagnosticaron de una
esquizofrenia incurable, rompiendo los sueños de Ramón, que quería
hacerla su esposa a pesar de todo, y dejando maltrecha la vida de sus
padres, que añadían un problema más al número sin fin de los que
ya tenían. La muchacha dejó de recuerdo en el que hasta entonces
había sido su hogar, la taza y el plato de metal en que le servían
la comida, la placa de hierro forjado que protegía la puerta de su
cuarto de sus ataques de ira y una foto en blanco y negro que
impregnaría para siempre aquella casa de su belleza. Marilia no
saldría del manicomio hasta muchos años después, ya convertida en
un ser decrépito y con el alma rota por tantos años de enfermedad.
Hoy hila los últimos años de su vida en la residencia donde tuvo
que ir a parar al morir sus padres, desde el sillón de cuero marrón
en que descansa su cuerpo día tras día, desgranando pensamientos, a
veces torpes y sin sentido, otras veces tan lúcidos y cabales que
nadie diría que no tiene la cabeza en su sitio, entre visitas de su
familia y de algunas vecinas, que no pueden evitar, al mirarla,
recordar que un día fue la chica más guapa de la comarca y que no
se merecía tanto sufrimiento. Lo que nadie sabe es que Marilia, a
pesar de todo, siempre fue feliz.
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