Marilia - Gloria Losada







Muy bien de la cabeza no está, eso es lo que piensa cualquier persona cuando la ve por primera vez, sin saber que está en lo cierto. Se pasa las tardes sentada en el viejo y desgastado sillón de cuero marrón, al lado de la ventana, como tanto le gusta, para así poder observar lo que ocurre al otro lado del cristal, aunque no le incumba, aunque en realidad su maltrecha cabeza apenas pueda apreciar la realidad. Su rostro, desdentado y ajado por el paso del tiempo y los sinsabores, no fue capaz de conservar el más mínimo atisbo de su belleza de antaño. Su mirada, a veces desvaída y triste, otras furibunda e inquieta, sólo trasmite la soledad y la desidia de los que no esperan nada de la vida, desprendida del tiempo, de los recuerdos, de momentos pasados o presentes que ya no tienen significado alguno.

Marilia fue una mujer bella, la más bonita del pueblo, de la comarca, envidiada por las demás mozas y admirada por todos los muchachos, muchos de los cuales la amaban en silencio, a escondidas, la deseaban en las noches de jolgorio y fiesta que el verano dibujaba sólo para que ella pudiera ser contemplada. Marilia lo sabía, sabía que la admiración que provocaba era una alfombra desplegada a su paso y por eso le gustaba ir siempre arreglada e impecable, aunque para eso fuera necesario pasarse horas delante de la máquina de coser para confeccionar un bonito vestido con los retales que le había regalado la señora Herminia, la dueña de la tienda de telas, o delante del espejo con las tenacillas de rizarse el pelo casi al rojo vivo para convertir su melena negra y lisa en un mar de perfectas ondulaciones de azabache. Hubiera merecido ser princesa y habitar un mundo diferente al que le había tocado en suerte, que no era sino una vida de privaciones y sacrificios, mas ella, a pesar de todo, jamás lo deseó. Le bastaba sentirse admirada y sobre todo y ante todo, amada por su novio Ramón, aquel muchacho alto y fornido que se enamoró de ella en cuanto sus ojos se posaron en semejante ángel y que tuvo la suerte de ver su amor correspondido.

Ramón y Marilia eran la pareja ideal en aquel mundo que nada de ideal tenía, pero aún así eran felices, todo lo felices que se podía ser cuando en la mesa apenas había para comer más que pan recién hecho y unas patatas cocidas, o a veces, las menos, unos huevos que la madre de Marilia había conseguido sacar a la gallina de la vecina, que aparecía de vez en cuando por el patio en un gesto generoso, como si quisiera paliar un poco el hambre que acechaba a todas horas y desde cada esquina.

Ramón trabajaba de carpintero y cuando a finales de semana recibía su escaso salario, corría contento al lado de su novia para llevarla al cine o al baile, no sin antes pasar por la tienda y comprar aquellos caramelos de fresa y nata que hacían las delicias de sus hermanas pequeñas

Así, entre penalidades que no lo eran tanto y minúsculas felicidades que se hacían grandes casi sin motivo, la vida transcurría, tranquila, rutinaria, como tenía que ser, como todos querían, porque era mejor tener poco que no tener nada, porque conformarse con sus pequeños placeres y con sus grandes miserias era su religión.

Un día, de vuelta de la sesión de cine de todos los sábados por la tarde, a Marilia se le fue la cabeza y ya nunca le regresó. Nadie sabe cómo ni por qué, nadie acertaría nunca a encontrar el motivo de aquel mal que vino a destrozar la armonía de la pareja, de la familia, de la propia joven que se fue convirtiendo, poco a podo, en un reflejo de sí misma. Todo comenzó cuando se le ocurrió decir que la taza de caldo que su madre le ofrecía estaba envenenada, sembrando el desconcierto y la incertidumbre entre los que la rodeaban, que no sabían si reír o echarse a llorar ante semejante ocurrencia. Las hermanas pequeñas reían y alguna de ellas incluso dijo que Marilia estaba borracha. Ojalá hubiera sido así, pero no, no estaba borracha, simplemente estaba loca, así de sencillo, así de complicado.

Los médicos no lograban poner nombre a los continuos desvaríos de la muchacha, decían que eran los nervios, sin más explicación, y que probablemente en poco tiempo la mente de Marilia volvería a la normalidad. Todos querían creer en aquellas palabras que mantenían abierta la puerta de la esperanza, pero con el paso del tiempo, se fueron deshaciendo en volutas de humo que se borraron en el aire y la triste realidad se fue destapando en toda su crudeza. No sólo lo que salía de la boca de Marilia dejó de tener sentido, no sólo las frases pronunciadas sin motivo y sin momento comenzaron a ser frecuentes, también los hechos que salían de su alma denotaban que no era la de siempre.

Una noche Marilia despertó de su sueño, fue a la cocina, tomó un cuchillo del cajón de la mesa y con él intentó matar a su hermana pequeña, que logró zafarse de la hoja asesina gracias a la oscuridad y la agilidad de su menudo y famélico cuerpecito. Fue en ese preciso instante cuando ya definitivamente se cerró aquella puerta a la esperanza.

La internaron en un manicomio donde la diagnosticaron de una esquizofrenia incurable, rompiendo los sueños de Ramón, que quería hacerla su esposa a pesar de todo, y dejando maltrecha la vida de sus padres, que añadían un problema más al número sin fin de los que ya tenían. La muchacha dejó de recuerdo en el que hasta entonces había sido su hogar, la taza y el plato de metal en que le servían la comida, la placa de hierro forjado que protegía la puerta de su cuarto de sus ataques de ira y una foto en blanco y negro que impregnaría para siempre aquella casa de su belleza. Marilia no saldría del manicomio hasta muchos años después, ya convertida en un ser decrépito y con el alma rota por tantos años de enfermedad.

Hoy hila los últimos años de su vida en la residencia donde tuvo que ir a parar al morir sus padres, desde el sillón de cuero marrón en que descansa su cuerpo día tras día, desgranando pensamientos, a veces torpes y sin sentido, otras veces tan lúcidos y cabales que nadie diría que no tiene la cabeza en su sitio, entre visitas de su familia y de algunas vecinas, que no pueden evitar, al mirarla, recordar que un día fue la chica más guapa de la comarca y que no se merecía tanto sufrimiento. Lo que nadie sabe es que Marilia, a pesar de todo, siempre fue feliz.







Licencia de Creative Commons


Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario