Nunca te abandonaré - Cristina Muñiz Martín




        




Muy bien de la cabeza no está, ya lo sé, pero qué voy a hacer ¿abandonarla? No, por mucho que me digan nunca dejaré de cuidarla, de darle mimos, de quererla como ella se merece. Ella, que tanto me dio a mí, que siempre estuvo a mi lado, en mis alegrías y sobre todo en mis tristezas. ¿Y ellos? ¿dónde están ellos cuándo los necesito? Normalmente ocupados, por no decir siempre. Que si tengo trabajo, que si los niños, que si esto que si lo otro. Aunque para pedir dinero, para eso sí que tienen tiempo, mira tú, para eso dejan el trabajo, los niños, el esto y lo otro. Y ahora quieren manejarme la vida, como si yo ya fuera un viejo achacoso que no sirve para nada. Claro, primero nos deshacemos de ella y después iré yo ¿A dónde? A un almacén de esos donde dejan a los viejos, diciendo que están en buenas manos, muy buen cuidados y contentos. ¡Ja! ¡Contentos! Nunca he visto a nadie contento en esos sitios, ni siquiera a Rafael, mi mejor amigo, Alegre lo llamábamos la peña por su optimismo y su buen humor. Pero fue entrar en aquella residencia y como si le hubieran exprimido toda la alegría. Aún recuerdo sus lágrimas cuando lo iba a ver. La cabeza la tenía bien, pero su cuerpo ya no funcionaba. No podía andar porque sus piernas no le sostenían y padecía un sinfín de enfermedades, así que sus hijos lo llevaron una tarde sin decirle nada, sin explicarle nada, y eso fue lo que más le dolió. Si le hubieran dicho que no podía vivir solo y que ellos no podían cuidarlo, lo hubiera aceptado, pero así con alevosía como decía él, así me han matado y para que sufran por ello cuando llegan no les dirijo la palabra y sé que lo pasan mal, mi hija marchó llorando el otro día, pero también sé que pronto se le pasará, que pronto se sumergirá en su vida de madre trabajadora y no tendrá tiempo de pensar en su pobre padre hasta que un día la llamen y le digan que estoy muerto. Yo trataba de calmar su dolor, explicándole que sus hijos eran buenos, que lo querían, pero que no podían atenderlo, que no les guardara rencor. Pero no me escuchaba, su dolor era tan grande que no escuchaba a nadie ni siquiera a sus amigos que, poco a poco, dejamos de visitarlo porque salíamos de allí sumidos en una tristeza insoportable. Murió solo, en su cama de habitación compartida, como acabaremos muriendo todos, si la vida no se nos acaba antes. Lloré mucho cuando me enteré, sintiéndome culpable por abandonarlo, pues siempre que iba a verlo me inundaba una angustia que tardaba en soltar. Es verdad ese dicho que dice que ojos que no ven corazón que no siente. Dejé de ir a verlo y dejé de sufrir tanto por él. Bastante tenía con lo que tengo en casa. Y ahora veo que la historia se repite, quizás sean miles, millones de historias que se repiten a diario, unos padres enfermos y envejecidos, unos hijos agobiados por el trabajo y la familia y una administración que lo mejor que sabe hacer son grandes edificios donde meter a los viejos, para tenerlos controlados. Pero yo no dejaré a Julia mientras que tenga fuerzas, nunca me lo perdonaría. Solo pido a la vida, porque en Dios no creo, que me libre de enfermedades hasta que ella falte, después ya no me dará más estar aquí o irme, no, seguro que prefiero irme. Hay que reconocer que la vida es un ciclo, que llegamos y marchamos, y mientras que lleguemos a viejos no nos quejemos que otros muchos se han quedado en el camino. Aunque, qué duro es llegar a viejo, sentir que tu cuerpo ya no responde como antes, y eso que yo aún estoy bien, delgado, ágil y sin más padecimientos que los dolores de huesos que esos no perdonan a nadie. Sin embargo, mi Julia, ha ido perdiendo la cabeza poco a poco y ya ni siquiera me reconoce, aunque cuando le doy mimos sonríe. Siempre ha sido muy mimosa y eso no lo ha olvidado. Al principio no me di cuenta o quizás no quise darme cuenta. Eran pequeños olvidos, pequeñas cosas, como echar azúcar a la comida o sal al café o salir a comprar tomates y volver con sardinas. Yo también tengo olvidos, es cosa de la edad, y por eso no lo tuve en cuenta hasta que ya fue demasiado tarde. Los chicos me lo decían, mamá no está bien, llévala al médico, se le va la cabeza. Y yo nada, no les hacía caso, me molestaba que lo dijeran, creía que ya nos trataban como si estuviéramos para el desguace. Pero no era así, se preocupaban porque la veían mal y al final la llevaron ellos al médico y me echaron una buena bronca. Una bronca ellos a mí, esa es otra, cómo cambian las cosas con los años. La de broncas que les eché yo a ellos por su comportamiento o por los estudios, o por fumar o por llegar a casa a las tantas. Y ahora parecen ellos mis padres, hasta temo que vengan a vernos porque siempre ponen pegas a todo. Y ahora están empeñados en que la interne en un almacén de esos, dicen que yo ya no estoy para cuidarla, que mire un poco por mí. Yo les digo que nunca la abandonaré y ellos tratan de convencerme que no es abandonarla, que es dejarla en buenas manos. Pero no pienso claudicar, no, siempre fui yo muy terco para dejarme convencer por esos tres a los que conozco tan bien. Lo peor que llevo es cuando se meten las otras, las nueras, que lo quieren manejar todo, como que solo por el hecho de ser mujeres supieran más. Y ellos se dejan llevar, lo sé, lo noto cuando hablan, cuando dicen lo del asilo. Yo también me dejé llevar siempre por Julia, lo reconozco, muchos hombres somos así, no queremos problemas y ellas se hacen las jefas porque son las que tiran de los problemas familiares. Quizás sean las cosas así, no sé, pero no me gustan. A lo más que accedí fue a que venga todos los días Virginia, una mujer estupenda, que nos limpia la casa, nos hace la comida y nos da un poco de alegría. Pero Virginia se marcha y ya no va a venir más, me alegro por ella, le ha salido un buen trabajo y yo ya no quiero a ninguna otra, acostumbrarse a que otra mujer hurgue en tus cosas, en tu casa, en tu vida. Y a Julia tampoco le gustará que venga una extraña, le había costado mucho acostumbrase a Virginia, a aceptarla en casa y ahora que está mucho peor igual se pone a chillar, cada día chilla más, eso es lo malo porque a mí me pone histérico y no sé qué hacer para calmarla. Por eso la quieren ingresar los chicos, son buenos chicos, sí, buenos hijos, y están abrumados por la enfermedad de esa madre a la que ya perdieron aunque aún la tengan aquí. Trabajan mucho, ellas también, para sacar la casa y los niños adelante, y se preocupan, pero no pueden estar aquí todos los días, como mucho un rato los fines de semana, y yo lo entiendo, lo entiendo, pero sufro por ello. Y por eso se lo digo a Julia todos los días, los chicos nos quieren Julia, nos quieren mucho, pero ellos no entienden que no podemos separarnos, que nos moriríamos de pena y que tu te morirías sola como Rafael en una cama de habitación compartida con una extraña y yo nunca me lo perdonaría. Pero yo nunca te dejaré Julia, nunca, aunque tu cabeza ya no esté conmigo, aunque tú ya no estés, ya te hayas ido, no se a dónde, pero te has ido. Tranquila Julia, tranquila, no chilles mi niña, no chilles, te daré unos mimos para que no chilles. Así, así me gusta, que te dejes acariciar y dejes de chillar y me sonrías, porque tu sonrisa es lo único que me mantiene vivo, aunque en realidad ya no estoy vivo, solo soy un superviviente, un naufrago de la vida asido a la tabla de salvación que me mantiene a flote: Julia.




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