Muy
bien de la cabeza no está, ya
lo sé, pero qué voy a hacer ¿abandonarla? No, por mucho que me
digan nunca dejaré de cuidarla, de darle mimos, de quererla como
ella se merece. Ella, que tanto me dio a mí, que siempre estuvo a mi
lado, en mis alegrías y sobre todo en mis tristezas. ¿Y ellos?
¿dónde están ellos cuándo los necesito? Normalmente ocupados, por
no decir siempre. Que si tengo trabajo, que si los niños, que si
esto que si lo otro. Aunque para pedir dinero, para eso sí que
tienen tiempo, mira tú, para eso dejan el trabajo, los niños, el
esto y lo otro. Y ahora quieren manejarme la vida, como si yo ya
fuera un viejo achacoso que no sirve para nada. Claro, primero nos
deshacemos de ella y después iré yo ¿A dónde? A un almacén de
esos donde dejan a los viejos, diciendo que están en buenas manos,
muy buen cuidados y contentos. ¡Ja! ¡Contentos! Nunca he visto a
nadie contento en esos sitios, ni siquiera a Rafael, mi mejor amigo,
Alegre
lo llamábamos la peña por su optimismo y su buen humor. Pero fue
entrar en aquella residencia y como si le hubieran exprimido toda la
alegría. Aún recuerdo sus lágrimas cuando lo iba a ver. La cabeza
la tenía bien, pero su cuerpo ya no funcionaba. No podía andar
porque sus piernas no le sostenían y padecía un sinfín de
enfermedades, así que sus hijos lo llevaron una tarde sin decirle
nada, sin explicarle nada, y eso fue lo que más le dolió. Si le
hubieran dicho que no podía vivir solo y que ellos no podían
cuidarlo, lo hubiera aceptado, pero así con alevosía como decía
él, así me han matado y para que sufran por ello cuando llegan no
les dirijo la palabra y sé que lo pasan mal, mi hija marchó
llorando el otro día, pero también sé que pronto se le pasará,
que pronto se sumergirá en su vida de madre trabajadora y no tendrá
tiempo de pensar en su pobre padre hasta que un día la llamen y le
digan que estoy muerto. Yo trataba de calmar su dolor, explicándole
que sus hijos eran buenos, que lo querían, pero que no podían
atenderlo, que no les guardara rencor. Pero no me escuchaba, su dolor
era tan grande que no escuchaba a nadie ni siquiera a sus amigos que,
poco a poco, dejamos de visitarlo porque salíamos de allí sumidos
en una tristeza insoportable. Murió solo, en su cama de habitación
compartida, como acabaremos muriendo todos, si la vida no se nos
acaba antes. Lloré mucho cuando me enteré, sintiéndome culpable
por abandonarlo, pues siempre que iba a verlo me inundaba una
angustia que tardaba en soltar. Es verdad ese dicho que dice que ojos
que no ven corazón que no siente. Dejé de ir a verlo y dejé de
sufrir tanto por él. Bastante tenía con lo que tengo en casa. Y
ahora veo que la historia se repite, quizás sean miles, millones de
historias que se repiten a diario, unos padres enfermos y
envejecidos, unos hijos agobiados por el trabajo y la familia y una
administración que lo mejor que sabe hacer son grandes edificios
donde meter a los viejos, para tenerlos controlados. Pero yo no
dejaré a Julia mientras que tenga fuerzas, nunca me lo perdonaría.
Solo pido a la vida, porque en Dios no creo, que me libre de
enfermedades hasta que ella falte, después ya no me dará más estar
aquí o irme, no, seguro que prefiero irme. Hay que reconocer que la
vida es un ciclo, que llegamos y marchamos, y mientras que lleguemos
a viejos no nos quejemos que otros muchos se han quedado en el
camino. Aunque, qué duro es llegar a viejo, sentir que tu cuerpo ya
no responde como antes, y eso que yo aún estoy bien, delgado, ágil
y sin más padecimientos que los dolores de huesos que esos no
perdonan a nadie. Sin embargo, mi Julia, ha ido perdiendo la cabeza
poco a poco y ya ni siquiera me reconoce, aunque cuando le doy mimos
sonríe. Siempre ha sido muy mimosa y eso no lo ha olvidado. Al
principio no me di cuenta o quizás no quise darme cuenta. Eran
pequeños olvidos, pequeñas cosas, como echar azúcar a la comida o
sal al café o salir a comprar tomates y volver con sardinas. Yo
también tengo olvidos, es cosa de la edad, y por eso no lo tuve en
cuenta hasta que ya fue demasiado tarde. Los chicos me lo decían,
mamá no está bien, llévala al médico, se le va la cabeza. Y yo
nada, no les hacía caso, me molestaba que lo dijeran, creía que ya
nos trataban como si estuviéramos para el desguace. Pero no era así,
se preocupaban porque la veían mal y al final la llevaron ellos al
médico y me echaron una buena bronca. Una bronca ellos a mí, esa es
otra, cómo cambian las cosas con los años. La de broncas que les
eché yo a ellos por su comportamiento o por los estudios, o por
fumar o por llegar a casa a las tantas. Y ahora parecen ellos mis
padres, hasta temo que vengan a vernos porque siempre ponen pegas a
todo. Y ahora están empeñados en que la interne en un almacén de
esos, dicen que yo ya no estoy para cuidarla, que mire un poco por
mí. Yo les digo que nunca la abandonaré y ellos tratan de
convencerme que no es abandonarla, que es dejarla en buenas manos.
Pero no pienso claudicar, no, siempre fui yo muy terco para dejarme
convencer por esos tres a los que conozco tan bien. Lo peor que llevo
es cuando se meten las otras, las nueras, que lo quieren manejar
todo, como que solo por el hecho de ser mujeres supieran más. Y
ellos se dejan llevar, lo sé, lo noto cuando hablan, cuando dicen lo
del asilo. Yo también me dejé llevar siempre por Julia, lo
reconozco, muchos hombres somos así, no queremos problemas y ellas
se hacen las jefas porque son las que tiran de los problemas
familiares. Quizás sean las cosas así, no sé, pero no me gustan. A
lo más que accedí fue a que venga todos los días Virginia, una
mujer estupenda, que nos limpia la casa, nos hace la comida y nos da
un poco de alegría. Pero Virginia se marcha y ya no va a venir más,
me alegro por ella, le ha salido un buen trabajo y yo ya no quiero a
ninguna otra, acostumbrarse a que otra mujer hurgue en tus cosas, en
tu casa, en tu vida. Y a Julia tampoco le gustará que venga una
extraña, le había costado mucho acostumbrase a Virginia, a
aceptarla en casa y ahora que está mucho peor igual se pone a
chillar, cada día chilla más, eso es lo malo porque a mí me pone
histérico y no sé qué hacer para calmarla. Por eso la quieren
ingresar los chicos, son buenos chicos, sí, buenos hijos, y están
abrumados por la enfermedad de esa madre a la que ya perdieron aunque
aún la tengan aquí. Trabajan mucho, ellas también, para sacar la
casa y los niños adelante, y se preocupan, pero no pueden estar aquí
todos los días, como mucho un rato los fines de semana, y yo lo
entiendo, lo entiendo, pero sufro por ello. Y por eso se lo digo a
Julia todos los días, los chicos nos quieren Julia, nos quieren
mucho, pero ellos no entienden que no podemos separarnos, que nos
moriríamos de pena y que tu te morirías sola como Rafael en una
cama de habitación compartida con una extraña y yo nunca me lo
perdonaría. Pero yo nunca te dejaré Julia, nunca, aunque tu cabeza
ya no esté conmigo, aunque tú ya no estés, ya te hayas ido, no se
a dónde, pero te has ido. Tranquila Julia, tranquila, no chilles mi
niña, no chilles, te daré unos mimos para que no chilles. Así, así
me gusta, que te dejes acariciar y dejes de chillar y me sonrías,
porque tu sonrisa es lo único que me mantiene vivo, aunque en
realidad ya no estoy vivo, solo soy un superviviente, un naufrago de
la vida asido a la tabla de salvación que me mantiene a flote:
Julia.
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