Demonios - Clara Conde

                                                   





Era la primera vez que subía en un barco, y se pasó el viaje de tres días llorando y rezando, hecha un ovillo en un rincón, del que sólo se movía unos pasos cuando notaba las señales de que iba a vomitar.
Si los daneses, aquellos demonios grandes cubiertos de pieles, llegaban a tu aldea, morir no era lo peor que te podía suceder. Podían hacerte prisionera y llevarte con ellos.
Cualquier niño, de cualquier condición, aprendía desde que tenía uso de razón a temer aquellas incursiones. A vigilar el horizonte cuando jugaban con los guijarros de la playa, preparados para correr y gritar si veían indicios de velas acercándose.
Los daneses siempre llegaban en número suficiente para no sufrir demasiadas bajas, mientras mataban a hacha y espada a todo el que se interponía en su camino, mujeres y niños incluidos, además de vaciar de cereal los graneros y de animales los establos. Si algún aldeano sobrevivía al ataque, pronto perecía de hambre.
Así había sido desde que Cathy recordaba. Hasta entonces nunca habían llegado hasta su pueblo, pero lo había oído contar cada vez que sucedía en una aldea cercana o lejana. Incluso el cura, en su sermón, maldecía a menudo a los daneses, salvajes y paganos, adoradores de ídolos, verdadero castigo enviado por Satán y permitido por Dios que caía sobre los que no llevaban una vida recta.
Pero Cathy era una buena cristiana. Cumplía todos los mandamientos, rezaba todos los días, y siempre había obedecido a sus padres. En los meses que llevaba viviendo en la casa de su esposo, nunca se había negado a cumplir con sus obligaciones; y su nueva madre, a pesar de los reproches que le hacía por no engendrar un heredero, de Cathy sólo recibía cariño y respeto.
Así que no sabía cuál era la razón, qué había hecho mal, para que aquellos salvajes se la llevaran en su barco, después de haber visto morir a decenas de aldeanos, incluso a su esposo, al que habían rajado el vientre sin mirarle dos veces.
Desembarcaron en una playa, muy parecida a la que habían dejado atrás, en la que esperaban un numeroso grupo de mujeres, niños y ancianos.
Cathy se sobresaltó cuando su secuestrador le soltó repentinamente el brazo, para acercarse a grandes zancadas a una chica menuda, poco mayor que la misma Cathy. Era tal la vehemencia de sus pasos que Cathy pensó que se disponía a atacarla, pero el grandullón la cogió entre sus brazos y la lanzó al aire, antes de estrecharla contra su pecho para acabar los dos fundidos en un largo beso. Cathy los contemplaba atónita. Nunca había visto una manifestación así en público. Realmente, tampoco en privado. La mujer susurraba junto a la oreja del hombre, y él reía con grandes carcajadas.
Cuando se acordó de Cathy, volvió a por ella y dejó que la mujer la contemplara de arriba abajo, mientras hacían comentarios en aquella lengua extraña que dañaba los oídos.
Luego la llevaron a su casa. Una cabaña de una sola habitación, donde les esperaban varios niños, y donde Cathy buscó un rincón, con la firme convicción de dejarse morir allí.
La vida sucedía a su alrededor, y perdió la cuenta de los días. No contó cuantas veces había anochecido, ni cuantos platos de comida había rechazado. Cathy permanecía acuclillada, con la mente casi en blanco y los ojos cerrados o fijos en el suelo. Hasta que llegó aquella mujer. Se sentó a su lado en el suelo, no sin esfuerzo ya que tenía un vientre de varios meses de embarazo, y le dijo hola en su propia lengua, haciendo que Cathy diera un respingo y volviera la vista hacia ella.
- Sí, pequeña, soy inglesa, como tú. Por eso me han pedido que te hable. Eskol te trajo porque le pareciste sana y bien alimentada, y pensó que podrías ayudar a Saga con los niños, que son aún pequeños para ser útiles. Me han dicho que no comes y que estás aquí día y noche, llorando y murmurando en voz baja. Si no sirves de nada te va a vender, y a saber dónde puedes acabar.
Los ojos de Cathy estaban muy abiertos. Aquella mujer le hablaba de un modo rudo y directo, pero escuchar las palabras formando frases en su idioma, la hacía sentir casi feliz.
- ¿Tú también eres esclava? –susurró Cathy.
- Hace tiempo de eso. Ahora soy la mujer de ese hombre que está junto a tu amo.
Cathy miro hacia los hombres, que charlaban junto al fuego con una jarra de bebida entre las manos. Dos demonios altos y fuertes, con el cabello demasiado largo y las barbas sin recortar.
- Pero es un pagano. Y un enemigo… -dijo Cathy.
La mujer rió y Cathy escuchó, perpleja, su relato de lo feliz que era en su nueva vida. Antes no había sido más que una criada, casi una esclava, según ella, sin ningún futuro, y ahora era la señora de su casa y recibía un trato de respeto. Cathy, sin apenas mover los labios, rezó para que algún día Dios perdonara a su alma.
- Yo quiero volver a casa –sollozó ella después – Mi esposo era un hombre medianamente rico y mi padre posee tierras.
- ¿Crees que pagarían un rescate por ti?
Cathy asintió, llena de esperanza. Y la mujer le dijo que se lo contaría a Eskol, y que seguro que para primavera estaría de vuelta en casa.
Así que, poco a poco, y con la fuerza de esa esperanza, Cathy fue incorporándose a las rutinas de la casa y del poblado.
Sus manos se endurecieron de lavar ropas en el agua casi helada; y de meterlas en las brasas para sacar el pan; y de mimar a la cabra, que proporcionaba leche para los pequeños. Fue un invierno duro y frío, y tuvieron que racionar las provisiones que habían robado en la aldea de Cathy, porque en aquellas tierras nada crecía y poca carne se cazaba.
Pero ella disponía de una piel de oso que la calentaba. Y en el interior de la cabaña, el fuego siempre estaba encendido. Y por las noches, los hombres cantaban canciones a sus dioses, con voces profundas a las que ella se había acostumbrado y de las que ya comprendía muchas palabras. Y cuando la mañana era soleada, corría y jugaba con otras muchachas, la mayoría poco más jóvenes que ella.
Y al llegar la primavera, cuando Eskol le anunció que iban a viajar a su tierra, se dio cuenta de que hacía meses que no lloraba y apenas rezaba. Y lloró despidiéndose de Saga y de sus hijos, y no paró de llorar en el barco, ni siquiera al divisar su playa.





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