Era la primera vez que subía en un
barco, y se pasó el viaje de tres días llorando y rezando, hecha un
ovillo en un rincón, del que sólo se movía unos pasos cuando
notaba las señales de que iba a vomitar.
Si los daneses, aquellos demonios grandes
cubiertos de pieles, llegaban a tu aldea, morir no era lo peor que te
podía suceder. Podían hacerte prisionera y llevarte con ellos.
Cualquier niño, de cualquier condición,
aprendía desde que tenía uso de razón a temer aquellas
incursiones. A vigilar el horizonte cuando jugaban con los guijarros
de la playa, preparados para correr y gritar si veían indicios de
velas acercándose.
Los daneses siempre llegaban en número
suficiente para no sufrir demasiadas bajas, mientras mataban a hacha
y espada a todo el que se interponía en su camino, mujeres y niños
incluidos, además de vaciar de cereal los graneros y de animales los
establos. Si algún aldeano sobrevivía al ataque, pronto perecía de
hambre.
Así había sido desde que Cathy
recordaba. Hasta entonces nunca habían llegado hasta su pueblo, pero
lo había oído contar cada vez que sucedía en una aldea cercana o
lejana. Incluso el cura, en su sermón, maldecía a menudo a los
daneses, salvajes y paganos, adoradores de ídolos, verdadero castigo
enviado por Satán y permitido por Dios que caía sobre los que no
llevaban una vida recta.
Pero Cathy era una buena cristiana.
Cumplía todos los mandamientos, rezaba todos los días, y siempre
había obedecido a sus padres. En los meses que llevaba viviendo en
la casa de su esposo, nunca se había negado a cumplir con sus
obligaciones; y su nueva madre, a pesar de los reproches que le hacía
por no engendrar un heredero, de Cathy sólo recibía cariño y
respeto.
Así que no sabía cuál era la razón,
qué había hecho mal, para que aquellos salvajes se la llevaran en
su barco, después de haber visto morir a decenas de aldeanos,
incluso a su esposo, al que habían rajado el vientre sin mirarle dos
veces.
Desembarcaron en una playa, muy parecida
a la que habían dejado atrás, en la que esperaban un numeroso grupo
de mujeres, niños y ancianos.
Cathy se sobresaltó cuando su
secuestrador le soltó repentinamente el brazo, para acercarse a
grandes zancadas a una chica menuda, poco mayor que la misma Cathy.
Era tal la vehemencia de sus pasos que Cathy pensó que se disponía
a atacarla, pero el grandullón la cogió entre sus brazos y la lanzó
al aire, antes de estrecharla contra su pecho para acabar los dos
fundidos en un largo beso. Cathy los contemplaba atónita. Nunca
había visto una manifestación así en público. Realmente, tampoco
en privado. La mujer susurraba junto a la oreja del hombre, y él
reía con grandes carcajadas.
Cuando se acordó de Cathy, volvió a por
ella y dejó que la mujer la contemplara de arriba abajo, mientras
hacían comentarios en aquella lengua extraña que dañaba los oídos.
Luego la llevaron a su casa. Una cabaña
de una sola habitación, donde les esperaban varios niños, y donde
Cathy buscó un rincón, con la firme convicción de dejarse morir
allí.
La vida sucedía a su alrededor, y perdió
la cuenta de los días. No contó cuantas veces había anochecido, ni
cuantos platos de comida había rechazado. Cathy permanecía
acuclillada, con la mente casi en blanco y los ojos cerrados o fijos
en el suelo. Hasta que llegó aquella mujer. Se sentó a su lado en
el suelo, no sin esfuerzo ya que tenía un vientre de varios meses de
embarazo, y le dijo hola en su propia lengua, haciendo que Cathy
diera un respingo y volviera la vista hacia ella.
- Sí, pequeña, soy inglesa, como tú.
Por eso me han pedido que te hable. Eskol te trajo porque le
pareciste sana y bien alimentada, y pensó que podrías ayudar a Saga
con los niños, que son aún pequeños para ser útiles. Me han dicho
que no comes y que estás aquí día y noche, llorando y murmurando
en voz baja. Si no sirves de nada te va a vender, y a saber dónde
puedes acabar.
Los ojos de Cathy estaban muy abiertos.
Aquella mujer le hablaba de un modo rudo y directo, pero escuchar las
palabras formando frases en su idioma, la hacía sentir casi feliz.
- ¿Tú también eres esclava? –susurró
Cathy.
- Hace tiempo de eso. Ahora soy la mujer
de ese hombre que está junto a tu amo.
Cathy miro hacia los hombres, que
charlaban junto al fuego con una jarra de bebida entre las manos. Dos
demonios altos y fuertes, con el cabello demasiado largo y las barbas
sin recortar.
- Pero es un pagano. Y un enemigo…
-dijo Cathy.
La mujer rió y Cathy escuchó, perpleja,
su relato de lo feliz que era en su nueva vida. Antes no había sido
más que una criada, casi una esclava, según ella, sin ningún
futuro, y ahora era la señora de su casa y recibía un trato de
respeto. Cathy, sin apenas mover los labios, rezó para que algún
día Dios perdonara a su alma.
- Yo quiero volver a casa –sollozó
ella después – Mi esposo era un hombre medianamente rico y mi
padre posee tierras.
- ¿Crees que pagarían un rescate por
ti?
Cathy asintió, llena de esperanza. Y la
mujer le dijo que se lo contaría a Eskol, y que seguro que para
primavera estaría de vuelta en casa.
Así que, poco a poco, y con la fuerza de
esa esperanza, Cathy fue incorporándose a las rutinas de la casa y
del poblado.
Sus manos se endurecieron de lavar ropas
en el agua casi helada; y de meterlas en las brasas para sacar el
pan; y de mimar a la cabra, que proporcionaba leche para los
pequeños. Fue un invierno duro y frío, y tuvieron que racionar las
provisiones que habían robado en la aldea de Cathy, porque en
aquellas tierras nada crecía y poca carne se cazaba.
Pero ella disponía de una piel de oso
que la calentaba. Y en el interior de la cabaña, el fuego siempre
estaba encendido. Y por las noches, los hombres cantaban canciones a
sus dioses, con voces profundas a las que ella se había acostumbrado
y de las que ya comprendía muchas palabras. Y cuando la mañana era
soleada, corría y jugaba con otras muchachas, la mayoría poco más
jóvenes que ella.
Y al llegar la primavera, cuando Eskol le
anunció que iban a viajar a su tierra, se dio cuenta de que hacía
meses que no lloraba y apenas rezaba. Y lloró despidiéndose de Saga
y de sus hijos, y no paró de llorar en el barco, ni siquiera al
divisar su playa.
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