Sentada en el
trono dónde la comunidad la había ubicado, la vieja Frida
contemplaba la pira desde la que su marido, Eskol, transitaba de la
vida terrenal al Valhalla, al lado del dios Odín, junto al que todos
los grandes guerreros muertos en la batalla lucharían en la gran
guerra del fin de los tiempos. Eskol no había muerto en la batalla
debido a sus años, una anciano de setenta y dos años ya no podía
luchar, pero había sido una gran guerrero y se le rendían honores
como tal. Además había conseguido su hazaña, su propósito, y por
ello todos lo consideraban un dios, otro dios, y estaban seguros que
Odín, cuando Eskol traspasara las puertas del paraíso y se
encontraran frente a frente, decidiría convertirlo en la nueva
deidad que todos adorarían.
Eskol había sido
un vikingo ejemplar. No había saqueo que se le resistiera ni batalla
en la que no saliera imperioso a luchar con ganas. Durante su
juventud había surcado los mares de norte a sur del continente,
hasta que se había asentado en Normandía y allí se había dedicado
al comercio. El motivo de tener que abandonar su participación en
las batallas había sido una lesión en el cuello de toro que tenía,
que aunque dado su diámetro parecía fuerte y firme, sin embargo era
demasiado endeble para soportar el peso del casco que el buen hombre
no apeaba de su cabeza ni a sol ni asombra. Consideraba Eskol, a
saber si con acierto o no, que el casco del vikingo era símbolo de
fuerza, valentía y coraje, y por eso nunca se lo sacaba de la
cabeza, ni siquiera cuando le atacaban aquellos dolores de cuello que
él soportaba de manera estoica, aunque de muy mal humor.
Su esposa, mucho más
juiciosa que él, le dijo que o iba al curandero a que le diera algún
remedio para aplacar sus dolores, o de lo contrario sería ella la
que marcharía de casa para siempre, pues ya estaba harta de soportar
sus cabreos ante una situación a la que, si lo deseaba, podría
ponerle remedio. Fue por aquel entonces cuando el curandero, después
de palpar diversas partes de su cuerpo, le dijo que o se quitaba
aquel casco que debía de pesar siete toneladas, o quedaba hombre
para poco. Hoy en día le hubieran diagnosticado una hernia discal,
pero por aquel entonces no sabían ni lo que eran las hernias, ni
mucho menos las vértebras.
No le quedó más
remedio a nuestro héroe que hacer lo que el médico le mandaba y con
mucho dolor de su corazón escondió aquel casco de bronce y cuerno
de toro, que le había regalado su padre el día que cumplió
diecinueve años, en el fondo del cobertizo en el que guardaban las
cabras, a ver si apartándolo de su vista lograba mitigar la pena de
tener que deshacerse de aquel objeto que ya casi se había convertido
en un apéndice de sí mismo.
Pero no sólo no lo
consiguió, sino que se le ocurrió una idea peregrina fruto sin
ninguna duda de momentos de desvarío producidos por su ansiedad.
Acudió de nuevo al médico y le pidió algún producto para que,
puesto que no podía ponerse el casco de vikingo, le crecieran
cuernos en su propia cabeza, a ser posible de algún material ligero,
para no tener que soportar el peso. Por aquel entonces no había
manicomios, si los hubiera habido sin duda el médico lo hubiera
enviado directamente. Por contra le dijo que lo sentía, pero que él
no se ocupaba de esas cosas, que si quería podía consultar al brujo
Olaf, a ver si él podía hacer algo. Acudió Eskol de inmediato a
ver a Olaf, que vivía en una tétrica cabaña en medio de un bosque
igual de tétrico, y en cuanto le informó de sus deseos, el brujo
se retiró a su cobertizo y allí estuvo haciendo pócimas por
espacio de dos horas, al cabo de las cuales regresó con un frasco de
vidrio que contenía unos polvos de color indefinido.
-Debes tomarte
estos polvos disueltos en orina de tus cabras todas las mañanas en
cuanto te despiertes. Están compuestos de cuerno de carnero
machacado, piel de culebra y mis ingredientes secretos. Al cabo de
unas semanas comenzaran a crecerte las protuberancias que tanto
ansías.
Salió de allí
Eskol más contento que unas castañuelas y al día siguiente comenzó
a poner en práctica el remedio de Olaf. Se despertaba bien temprano,
mezclaba los polvos con la orina de sus cabras y a pesar del sabor
nauseabundo de semejante pócima, se la tomaba contento, feliz y
esperanzado. Más las esperanzas duraron un suspiro, cuando las
semanas y los meses transcurrían y los cuernos no acababan de salir.
Eskol se volvió un hombre insoportable, siempre de mal humor,
siempre lamentándose, cambiando constantemente de brujos, cada uno
de los cuales le daba un remedio diferente que siempre era igual de
inútil que el anterior, lo cual acrecentaba un poco más su mala
leche y su frustración. Hasta que todo cambió.
Una mañana, después
de tomar el remedio de turno, se tocó Eskol los laterales de su
cabeza y descubrió unas pequeñas protuberancias que parecían
brotar de entre su larga cabellera. Se puso contento y nervioso,
tanto, que salió de su cabaña y recorrió todo el poblado dando
gritos y anunciando su buena nueva. Muchos lo tomaron por chiflado,
y los que lo conocían bien, sabedores de su absurda obsesión, no le
hicieron ni puñetero caso. Pero esta vez Eskol tuvo razón y día a
día los ansiados cuernos iban creciendo y tomando forma. Eran dos
cuernos ligeros, suaves, y hasta elegantes que finalmente, al cabo de
dos meses, se asentaron orgullosos en la cabeza de Eskol, dándole un
porte majestuoso y dejando a todos los moradores del poblado y de
todos los poblados en muchos kilómetros a la redonda, con la certeza
de que aquello había sido un milagro de los dioses, que sin duda
deseaban tener a Eskol a su lado, para que formara parte del elenco
de divinidades.
Por eso, por aquel
milagro cuernil, aquella tarde el entierro de Eskol estaba siendo el
mayor acontecimiento ocurrido en los últimos años, y por eso
también lo despedían con honores de estado. Y mientras Frida, su
viuda, emocionada, dejaba escapar una lágrima traicionera, al tiempo
que pensaba en lo mucho que iba a echar de menos a su marido. A pesar
de sus rarezas en el fondo habían sido felices y ella lo había
querido mucho, tanto, que no había tenido inconveniente en calentar
las camas de muchos caballeros con tal de hacer realidad el deseo de
su esposo: sus preciosos y amados cuernos.
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