Luminosa soledad - Esperanza Tirado


                                           


Las luces del escenario se han ido apagando, el telón ha vuelto a caer y los espectadores, después de una larga ovación, como hacía tiempo que no se escuchaba en la sala, se han marchado a casa con una sonrisa pintada en sus caras. Mañana el día se les hará menos largo con el recuerdo de su actuación. Única e irrepetible, casi mágica, para ellos.
Pero... ¿Y para él?
Para él es otra más, una entre tantas, ya no lleva la cuenta porque ha dejado de gustarle ese juego. Se siente vacío y pesado a la vez. Es una sensación que últimamente le acompaña y le asusta.
Sentado en la luminosa soledad de su camerino se quita la peluca de colores, que cada noche parece picarle más.
Ante el espejo solo ve un esperpento pintarrajeado y medio calvo, con los ojos vidriosos por la fiebre. Podría haber cancelado, pero ya hay bastantes problemas en el mundo del espectáculo como para que, a estas alturas de su carrera, le señalen de divo caprichoso y no le vuelvan a contratar.
Le pesan los huesos, le crujen las rodillas y los pies apenas le sostienen. Cuando termine la temporada tiene pensado hacerse un chequeo médico completo. Quizás es el desgaste normal de los años que le está pasando factura. Y los kilos de más también. La lorza es bella, decía entre risas pellizcándose su hermosa panza, cuando le invitaban a esas comilonas tan fantásticas en estrenos y promociones. Pero ahora asoma la peligrosa cara oculta. Hipertensión, stress, descalcificación, diabetes, colesterol alto,... llaman a su puerta como insistentes vecinos no invitados.
Tras la careta de maquillaje blanco se deja ver la suya, la real, surcada por miles de arrugas que hacen que sus ojos, antes carbones chispeantes y enérgicos, hayan perdido su viveza.
La papada le cuelga peligrosamente. Ya son muchos años de ejercicios y dietas ‘milagro’, pero nada sirve. Quizá la mano mágica de un cirujano ayudase. Pero hacerse la cirugía estética le da pavor. Ha comprobado cómo las caras de algunos compañeros sufrían los estragos de trabajos mal hechos. Y les ha visto a ellos sufrir por la falta de oportunidades encima de un escenario.
Su boca se retuerce en un rictus amargo. Esta noche le ha costado empezar a hablar. El chiste del comienzo ya no tiene ni puñetera gracia. Pero desde el patio de butacas se ríen igual.
¿Se ríen de lo que digo? ¿O se ríen de mí?’
Se mira al espejo a mitad del desmaquillado. Las luces del camerino proyectan sombras extrañas en su cara. Su nariz parece una daga a punto de la estocada mortal. Antes le gustaba su perfil griego y distinguido. Pero ahora...
Parezco un monstruo salido de alguna cueva maldita’, piensa mientras recoge algodones, cajitas de cremas y estampas milagrosas.
Una de las auxiliares del teatro llama a su puerta entreabierta. Sonriente, deja un enorme ramo de flores en la silla vacía.
Él le sonríe sin ganas. Pero es un gran actor y no es difícil conseguir el efecto deseado; y ella, musitando un ‘buenas noches, hasta mañana’, se va a su casa feliz. Y soñará con él, a pesar de que ya está acostumbrada a verle. A él y a otros como él.
Pero así es cómo se vive esta vida de cartón piedra y falsas ilusiones, pintadas en decorados de quita y pon.
Deja el algodoncillo y una lágrima surca su ajada cara. Y después otra. Y otra más.
Necesito un buen maquillaje que tape lo que siento o acabaré explotando’.
Y delante del espejo, en la luminosa soledad de su camerino, llora con fuerza. Esta vez, sin caretas.







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