El funeral - Pilar Murillo






La casa de mi abuela siempre fue un punto de conexión para todos.
Llegué al pueblo de Palmetto, en el estado de Florida, en taxi y después de pagarle al chófer me dirigí hacia aquella casa de estilo clásico que me traía a la memoria, tan buenos momentos pasados.
Fui saludando uno por uno a tíos, primos, parientes lejanos, y por último a mi madre, una mujer de sesenta años de buen ver, acompañada de aquél apestoso marido, adquirido un año después de que mi padre se hubiese muerto en accidente de coche.
Saludé muy cariñosamente a mi hermano pequeño con el que tenía tan buen trato desde que era un canijo, dado que mi madre se lo enviaba todos los veranos a mi abuela.
Una amiga de la familia se había encargado de hacer café y pastelillos que de vez en cuando iba ofreciendo a las personas que estábamos sentados o de pie por el gran salón.
En el instante que mi tío abuelo Cosme y yo manteníamos una conversación fluida e interesante sobre mi última publicación, me dio por mirar a través de la ventana que daba al jardín. Vi a mi hermanito sentado en uno de los viejos columpios. Me disculpé ante mi tío y salí al encuentro de Bruno, hermano de madre solamente, al que le llevaba bastantes años, pero le tenía un cariño enorme.
Bruno estaba bastante afectado. A su corta edad nunca había experimentado la perdida de un ser querido. Al verme se levantó y se fundió conmigo en un fuerte abrazo, como cuando era niño chiquito. Lo calmé y se me ocurrió llevarlo al desván de la casa, lugar bastante cuidado porque entre otras cosas, mi abuela lo había utilizado hasta hace un par de años como estudio de pintura.
Bruno y yo pasamos sigilosamente al interior de la casa. Subimos las escaleras y entramos al desván. Lo invité a sentarse en un sofá que había estado cubierto por una sabana hasta el momento que lo destapé. Saqué del baúl una vieja caja de madera donde mi abuela guardaba viejas fotos. Me senté al lado de mi hermano y le dije:”La abuela siempre estará con nosotros, si la seguimos recordando” mientras veíamos una foto familiar frente a un molino. Bruno me la quita de las manos y me dice: “a mi me encantaban aquellas visitas al molino, con mi abuela”.
Pasandole el brazo por los hombros, lo atraje hacia mi dándole un beso al tiempo que le aconsejo que lo correcto es decir “nuestra abuela”.
Después de varios recuerdos y comentar entre bromas las manías que como artista, solía tener nuestra simpática yaya, volvimos al salón con los demás parientes y amistades que nos acompañaron al sepelio. Acto seguido alguien miró el reloj y comentó que era hora de retirarse. Poco a poco fueron imitándole todos, menos mi madre, su pareja, mi hermano, y dos tíos de mi madre. Yo también iba a irme, debía estar en la editorial al día siguiente, muy temprano y para ello era imprescindible coger el primer vuelo a Nueva York, ciudad donde vivía.
A mi madre nada de lo que yo hacía o decidía le parecía correcto, ni recordándole que mis dos hijos eran dos adolescentes. Ella me contestó: “Están con su padre, ¿verdad?, no hay duda de que Jhon es un buen padre” Claro que mi ex marido es un buen padre y que los niños estarían en buenas manos. No me apetecía estar por más tiempo compartiendo estancia con mi madre y su pareja, al que no tragaba ni borracha. Pero decidí quedarme, más que por mi progenitora, lo hice por Bruno.
La tía Augusta, cuñada de mi abuela, junto a Matilda, la amiga de la familia, nos prepararon una suculenta cena de pollo con habichuelas y arroz y nos lo sirvieron afuera, en el porche acristalado, donde se supone que se podía estar más fresquito. El primer plato transcurrió tranquilo, en el segundo mi madre abrió la boca para mostrar su mal estar por aquél aire acondicionado. Le molestaba sobremanera, el siseo que producía el ventilador.
Había aceptado quedarme y eso significaba que tendría que aguantar unas horas más las absurdidades de mi mami y las miradas clandestinas de su marido, que sólo su presencia me producía asco.
Tan sólo tenía que remontarme años atrás cuando yo contaba dieciséis años y estando él y yo solos en casa intentó propasarse conmigo. Aquella vez se lo dejé caer a mi madre de forma diplomática, pero ella como quien oye llover.
Ese hombre asqueroso volvió a intentar abusar de mi y casi lo consigue, si no fuese que ella llegó de imprevisto y cortó tal situación. Mi madre, sospechando algo raro y en lugar de divorciarse de él, decidió enviarme a vivir con la abuela a Florida, donde pasé mi juventud hasta ir a la universidad.
Esos momentos tensos de la cena llegaron a su fin.
No me quedó más remedio que aceptar, que él me acercase al aeropuerto de Tampa, dado que la casa de mi abuela estaba apartada de la civilización y como el autobús no llegaba hasta allí, acepté.
Ya me imaginé qué podía pasar por el camino, aunque él ya era mayor y yo tenía sobre mi cuerpo treinta y nueve años. Hacía tiempo que había dejado de ser adolescente y tenía muy claro cómo defenderme.
Mi madre se despidió de mi con un par de besos y una mirada de celos. Él se fue hacia el coche jugando con la llave entre su mano. Cuando ya iba a subir en el lado del copiloto, apareció Bruno, corriendo a darme un abrazo y le susurré, “¿No te gustaría dármelo en el aeropuerto?” mi hermanito asintió y subió él al lado de su padre, al que le cambió la expresión.
Dejé atrás mi vida pasada, más que superada. Sólo utilizaría algún retazo en mi próxima novela.




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