Sus
ojos se clavan en los míos. A través de ellos, veo la profundidad
de su carácter, la resolución de su espíritu. Los labios,
apretados hasta formar una línea casi imperceptible, actúan como
una puerta cerrada, manteniendo a buen recaudo la ira acumulada tras
ellos. Aparenta poco menos de cincuenta años, con las señales del
trabajo duro reflejadas en su cara enfadada. Los músculos en
tensión, crispados, fiel reflejo de su estado de ánimo. Las cejas,
al igual que el pelo, claras, espesas y poderosas. La frente
presenta unas arrugas prematuras y tenaces. Una pequeña perilla
aligera la gravedad de su rostro, dándole un aire ligeramente
juvenil. En su robusto cuello, luce un pañuelo rojo, del mismo color
que el chaleco donde se leen las siglas de la formación a la que
pertenece y lo ampara. El brazo izquierdo, tan recio como el de la
estatua de La Libertad, se alza desafiante, como si de un momento a
otro fuera a impactar contra la roca del sistema. En la fotografía,
tras el hombre, la nada. Una nada de tierra gris y quemada, de
restos de neumáticos, de señales de tráfico abatidas, de un fuego
ya tenue y adormilado. No sé porqué me impacta tanto ese hombre y
su mirada. Hay cientos, miles de fotografías de manifestantes, de
caras ilusionadas, de brazos en alto. Pero ese hombre me habla, a
través de sus ojos, de sus miedos, de sus ilusiones y de sus
esperanzas. Continúo ojeando las fotografías y me encuentro con
ella. Una chica joven, surgiendo de entre un mar de cabezas, con su
melena larga al viento, su pañuelo marrón al cuello y su aire
universitario. Alguien, probablemente su chico, la ha subido sobre
los hombros y cual heroína antigua, rodeada de una maraña de
banderas y pancartas, escupe gritos de protesta. Su brazo, largo,
flexible y delgado, se eleva recto hacia el cielo, sostenido por la
fuerza de la ilusión juvenil, las ansias de cambiar el mundo, o al
menos de que no le cambien el suyo. A su puño cerrado le falta aún
la fuerza del trabajo diario, de las obligaciones familiares. Porque
sí, sin duda, el hombre de la fotografía tiene hijos. Solo un
hombre con hijos ostentaría esa determinación en la cara. No solo
es él y su futuro. Es el futuro de los suyos el que pretenden
arrebatarle. Que sus hijos no tengan horizonte hacia el que caminar,
que se queden en los márgenes del camino mientras ven a otros correr
en sus coches lujosos directos a la meta. No. Ni él, ni su pueblo,
van a consentirlo mientras tengan un ápice de fuerza. Son una gran
masa, los que sostienen el país con su trabajo diario, con su
esfuerzo. Los que han conseguido derechos, que no privilegios, tras
luchas de siglos, de dolor, de derramamiento de sangre, para que
ahora quieran abolir de un manotazo lo conseguido duramente por ellos
mismos, por sus padres y por los padres de sus padres. Percibo que
tanto el hombre como la chica se sienten protegidos por el grupo, por
una sociedad harta de abusos, de atropellos, de infidelidades
políticas. Y, atrapada en la mirada del hombre, me viene a la mente
Fuente Ovejuna, el levantamiento de todo un pueblo. Ellos acabaron,
todos a una, con el comendador que los subyugaba, traicionaba, vejaba
y humillaba. En el país de las fotografías, cuna de la democracia
moderna, también consiguieron siglos atrás acabar con sus
opresores, haciendo rodar las cabezas más poderosas. Pienso que si
en un ya lejano siglo XV, un grupo de aldeanos consiguió librarse
del yugo de un déspota, y siglos después otro pueblo también se
libró de los opresores que dilapidaban su riqueza, condenándolo a
la miseria ¿por qué no lograrlo ahora? Llego a la conclusión de
que ahora es distinto, y no sería necesario matar a nadie en el
sentido estricto de la palabra, tan solo se necesitarían muertes
políticas, arrancar del sistema a los enemigos del pueblo. Ese
hombre y esa chica, aunque no la conozcan, o quizás sí, están
viviendo la misma historia que dejó escrita Lope de Vega; la
historia del abuso de poder y la traición. Abuso de poder por parte
de las grandes fortunas, las multinacionales, el poder financiero,
empresarios faltos de escrúpulos, la clase política. Y la traición
de esos políticos que, elegidos por su propio pueblo, les vuelven la
espalda, olvidándose de aquello que prometieron: educación,
sanidad, derechos humanos y laborales, democracia... Y como en Fuente
Ovejuna, ese hombre sólido como una piedra de granito, viviendo ya
su propio futuro, y esa chica joven, ilusionada ante el suyo,
encarnan a la gente sencilla que luchan contra la opresión por amor.
Amor a la vida y a los suyos. Amor a su tierra y a sus valores. Y
amor propio. Mucho amor propio para no dejarse aplastar por las
pesadas botas de la tiranía.
Tras
perderme en mis propios pensamientos, miro una tercera fotografía:
un hombre mayor detenido por dos policías. Calvo, pantalón vaquero,
camisa de vestir a rayas, las manos esposadas, la mirada perdida en
la nada, desorientado, sin entender cómo pudieron apresarlo, a él,
un ciudadano normal, un pequeño comerciante, trabajador, sin
antecedentes policiales, que nunca ha participado en ningún
altercado, dedicado solo a su negocio y su familia.
Cojo
las tres fotografías y las colocó ante mis ojos. Las tres juntas,
preguntándome dónde estará el futuro de esas tres personas y el
mío propio. Por desgracia, no encuentro la respuesta.
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