No encuentro la respuesta - Cristina Muñiz Martín

                                                    


Sus ojos se clavan en los míos. A través de ellos, veo la profundidad de su carácter, la resolución de su espíritu. Los labios, apretados hasta formar una línea casi imperceptible, actúan como una puerta cerrada, manteniendo a buen recaudo la ira acumulada tras ellos. Aparenta poco menos de cincuenta años, con las señales del trabajo duro reflejadas en su cara enfadada. Los músculos en tensión, crispados, fiel reflejo de su estado de ánimo. Las cejas, al igual que el pelo, claras, espesas y poderosas. La frente presenta unas arrugas prematuras y tenaces. Una pequeña perilla aligera la gravedad de su rostro, dándole un aire ligeramente juvenil. En su robusto cuello, luce un pañuelo rojo, del mismo color que el chaleco donde se leen las siglas de la formación a la que pertenece y lo ampara. El brazo izquierdo, tan recio como el de la estatua de La Libertad, se alza desafiante, como si de un momento a otro fuera a impactar contra la roca del sistema. En la fotografía, tras el hombre, la nada. Una nada de tierra gris y quemada, de restos de neumáticos, de señales de tráfico abatidas, de un fuego ya tenue y adormilado. No sé porqué me impacta tanto ese hombre y su mirada. Hay cientos, miles de fotografías de manifestantes, de caras ilusionadas, de brazos en alto. Pero ese hombre me habla, a través de sus ojos, de sus miedos, de sus ilusiones y de sus esperanzas. Continúo ojeando las fotografías y me encuentro con ella. Una chica joven, surgiendo de entre un mar de cabezas, con su melena larga al viento, su pañuelo marrón al cuello y su aire universitario. Alguien, probablemente su chico, la ha subido sobre los hombros y cual heroína antigua, rodeada de una maraña de banderas y pancartas, escupe gritos de protesta. Su brazo, largo, flexible y delgado, se eleva recto hacia el cielo, sostenido por la fuerza de la ilusión juvenil, las ansias de cambiar el mundo, o al menos de que no le cambien el suyo. A su puño cerrado le falta aún la fuerza del trabajo diario, de las obligaciones familiares. Porque sí, sin duda, el hombre de la fotografía tiene hijos. Solo un hombre con hijos ostentaría esa determinación en la cara. No solo es él y su futuro. Es el futuro de los suyos el que pretenden arrebatarle. Que sus hijos no tengan horizonte hacia el que caminar, que se queden en los márgenes del camino mientras ven a otros correr en sus coches lujosos directos a la meta. No. Ni él, ni su pueblo, van a consentirlo mientras tengan un ápice de fuerza. Son una gran masa, los que sostienen el país con su trabajo diario, con su esfuerzo. Los que han conseguido derechos, que no privilegios, tras luchas de siglos, de dolor, de derramamiento de sangre, para que ahora quieran abolir de un manotazo lo conseguido duramente por ellos mismos, por sus padres y por los padres de sus padres. Percibo que tanto el hombre como la chica se sienten protegidos por el grupo, por una sociedad harta de abusos, de atropellos, de infidelidades políticas. Y, atrapada en la mirada del hombre, me viene a la mente Fuente Ovejuna, el levantamiento de todo un pueblo. Ellos acabaron, todos a una, con el comendador que los subyugaba, traicionaba, vejaba y humillaba. En el país de las fotografías, cuna de la democracia moderna, también consiguieron siglos atrás acabar con sus opresores, haciendo rodar las cabezas más poderosas. Pienso que si en un ya lejano siglo XV, un grupo de aldeanos consiguió librarse del yugo de un déspota, y siglos después otro pueblo también se libró de los opresores que dilapidaban su riqueza, condenándolo a la miseria ¿por qué no lograrlo ahora? Llego a la conclusión de que ahora es distinto, y no sería necesario matar a nadie en el sentido estricto de la palabra, tan solo se necesitarían muertes políticas, arrancar del sistema a los enemigos del pueblo. Ese hombre y esa chica, aunque no la conozcan, o quizás sí, están viviendo la misma historia que dejó escrita Lope de Vega; la historia del abuso de poder y la traición. Abuso de poder por parte de las grandes fortunas, las multinacionales, el poder financiero, empresarios faltos de escrúpulos, la clase política. Y la traición de esos políticos que, elegidos por su propio pueblo, les vuelven la espalda, olvidándose de aquello que prometieron: educación, sanidad, derechos humanos y laborales, democracia... Y como en Fuente Ovejuna, ese hombre sólido como una piedra de granito, viviendo ya su propio futuro, y esa chica joven, ilusionada ante el suyo, encarnan a la gente sencilla que luchan contra la opresión por amor. Amor a la vida y a los suyos. Amor a su tierra y a sus valores. Y amor propio. Mucho amor propio para no dejarse aplastar por las pesadas botas de la tiranía.
Tras perderme en mis propios pensamientos, miro una tercera fotografía: un hombre mayor detenido por dos policías. Calvo, pantalón vaquero, camisa de vestir a rayas, las manos esposadas, la mirada perdida en la nada, desorientado, sin entender cómo pudieron apresarlo, a él, un ciudadano normal, un pequeño comerciante, trabajador, sin antecedentes policiales, que nunca ha participado en ningún altercado, dedicado solo a su negocio y su familia.
Cojo las tres fotografías y las colocó ante mis ojos. Las tres juntas, preguntándome dónde estará el futuro de esas tres personas y el mío propio. Por desgracia, no encuentro la respuesta.






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