Noche de magia negra - Gloria Losada





Los miraba con envidia mientras sentía crecer en su corazón un sentimiento nuevo y perverso que ni ella misma terminaba de entender. Consciente de aquella sensación insana se alejó de ellos murmurando cualquier excusa y se dirigió al paseo de la playa. Caminó despacio, como si quisiera contar los pasos o el tiempo, mientras su cabeza daba vueltas a lo que se estaba convirtiendo en una obsesión, una fijación sin sentido por un hombre prohibido, porque Juan Carlos, el novio de su amiga, era el hombre más prohibido del mundo, y sin embargo estaba enamorada de él irremediablemente y cuanto más hacía por evitarlo, más fuerte se volvía la pérfida atracción que la acercaba a él como un imán.
Conocía a Juan Carlos desde siempre, pues los padres de ambos eran amigos y amigos estaban a abocados a ser ellos desde su nacimiento, de manera que al crecer juntos y vivir unidos cada momento importante e irrepetible, ella, Belén, creyó que nada ni nadie podría separarlos. Y así fue hasta que apareció Manuela, el primer año de instituto, y los tres se hicieron amigos. Manuela era bonita y dulce y Juan Carlos se fijó en ella desde el primer instante. Sin dudarlo se lo contó a su amiga del alma, a Belén, que se dio cuenta desilusionada de que el muchacho había encontrado otra que bien pudiera ocupar su lugar y desplazarla definitivamente de su vida.
Intentó asumirlo y alejar al chico de sus pensamientos, incluso de su vida, Pero, contrariamente a lo que creía, no resultó nada fácil. Cuanto más intentaba no pensar en él, más presente lo tenía, hasta el punto de que comenzó a hacerle daño la compañía de la pareja, el cariño que irradiaba de los ojos de ambos, las suaves palabras que salían de aquellos labios jóvenes y delicados y cuya destinataria no era ella. Estaba enamorada y cuanto antes lo aceptara mejor. Ante semejante tesitura sólo le quedaban dos opciones: o alejarse de ambos de manera inminente, o luchar por ese amor aunque no le perteneciera. Y aquella tarde, caminando por el paseo de la playa, optó por lo segundo.
Sabía que tenía que actuar con rapidez. Hacía casi seis meses que Juan Carlos y Manuela eran novios y cada día que pasaba se les veía más acaramelados, lo cual, evidentemente, jugaba en su contra. De pronto se le ocurrió la idea. Al día siguiente, veintitrés de junio, era la noche de San Juan, la noche mágica. La playa estaría llena de hogueras y las fuerzas de la naturaleza de manifestarían a través de fuego. Creía conocer a quién podría ayudarla.

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Pulsó el timbre con el corazón desbocado a causa de los nervios. Con un poco de suerte estaba a las puertas de encontrar la solución a su problema. Le abrió la puerta una chica joven, no debía sobrepasar los veinte años, con una larga melena morena y unos increíbles ojos verdes por los que destilaba una extrema frialdad.
-¿En qué puedo ayudarte? - le preguntó con desgana.
-¿Eres Miranda? - preguntó Belén a su vez por toda respuesta.
-Sí, lo soy, pero no creo que hayas venido aquí para averiguar mi identidad.
Le sorprendió aquella contestación brusca y cortante, pero no se amilanó. Tenía que encontrar pronto la solución a su problema y Miranda era su tabla de salvación, la única.
-No sé bien cómo empezar. La verdad es que no me siento demasiado bien haciendo esto pero.... creo que no me queda más remedio. Por el barrio se habla de ti como.... una bruja y como mañana es la noche de San Juan pensé que tal vez..... pudieras ayudarme.
Miranda bajó la mirada y sonrió. Jugueteó un poco con un botón de su chaqueta. Hizo pasar a la chica y la guió hasta una reducida habitación con una mesa y dos sillas por todo mobiliario y la invitó a sentarse.
-¿Y tú te crees todas las habladurías que se comentan por el barrio? - preguntó por fin, cuando las dos estuvieron acomodadas frente a frente.
-No, claro que no, pero.... - Belén dudó unos instantes y finalmente se levantó dispuesta a marcharse – Esto no es buena idea, es mejor que me vaya.
-Siéntate – le ordenó Miranda
Sintió Belén que su voluntad de resquebrajaba y se vio irremediablemente constreñida a hacer lo que se le ordenaba. Tomó asiento de nuevo casi en contra de su voluntad y miró con cierto temor a la mujer que tenía en frente.
-No tengas miedo – le dijo ella, que había adivinado su desconfianza – aunque efectivamente las habladurías del barrio son ciertas, soy una bruja. A mí me gusta más decir que soy una meiga, ya sabes, los gallegos somos muy nuestros. Pero antes de preguntarte el motivo concreto de tu visita, déjame ponerte en antecedentes, más que nada para que sepas dónde te estás metiendo.
La primera meiga que hubo en mi familia fue mi tatarabuela, Cecilia de Rocamonde, de la cual no te puedo contar demasiado por que lo único que sé es que tuvo una hija de soltera, a la postre mi bisabuela, Inés de Rocamonde y que por el pueblo en el que habitaba se corrió el rumor de que aquella niña era hija del mismísimo diablo. Ello, unido a la más de plausible posibilidad de que mi abuela se dedicara a la magia, hicieron que muriera en la hoguera.
Su hija, Inés, heredó las geniales artes de su madre, las cuales tuvo que ejercer a escondidas, de lo contrario corría el riesgo de terminar como aquélla. Alcanzó gran fama en toda Galicia, pero fue una fama escondida, callada, patente sólo entre la gente que creía en ella. Inés se unió a un hidalgo castellano que tuvo la desgracia de morir antes de que ella diera a luz al hijo de ambos, Carlos, el cual, muerto el padre antes de su nacimiento, fue considerado un bastardo.
Tuvo Inés cierta desilusión al dar a luz un hijo varón, pues los poderes sobrenaturales de los que gozamos las meigas gallegas sólo son transmitidos a las mujeres, con lo cual aquel niño no podría gozar de los mismos. Sin embargo Inés, mujer previsora e inteligente, dejó como testimonio un cuaderno donde fue anotando todos y cada uno de los indicios que las meigas hemos de tener en cuenta para considerarnos como tales, no fuera a ser que no conociera nieta alguna a la que poder explicárselos de primera mano, como así fue, puesto que murió en extrañas circunstancias poco antes de cumplir los cuarenta años.
Su hijo tuvo otro hijo, mi padre, con lo cual yo soy la mujer siguiente en la linea generacional que ha heredado sus poderes. Hasta mi llegó el cuaderno con sus anotaciones y habiéndolo observado y estudiado durante todos estos años he llegado a la conclusión de que yo, Miranda de Rocamonde, soy la continuadora legítima de una saga de meigas.
Debo decirte, sin embargo, que mi experiencia en estas lides no es muy dilatada, aunque sí lo suficiente para llevar a cabo ciertos trabajos, dependiendo de cuáles sean. Así pues, ya puedes decirme lo que te ha traído hasta mí. No te engañaré. Si no me veo capaz de llevar a cabo tu encargo satisfactoriamente, te lo diré.
Agradeció Belén la sinceridad Miranda y enseguida le puso al corriente del motivo de su visita. Miranda la escuchó con interés y cuando la otra terminó le mostró su mejor sonrisa.
-Estás de suerte – le dijo – atraer la atención de un hombre es algo muy sencillo, y mucho más teniendo en cuenta la noche que se acerca, la noche del fuego, el más poderoso elemento mágico con el que podemos jugar las hechiceras como yo. Escucha con atención. Mañana, a partir de las doce de la noche, no antes, cuando las hogueras estén encendidas y las llamas hayan comenzado su labor purificadora, deberás hacer que el muchacho salte la hoguera cinco veces. La sexta vez que cruce el fuego lo ha de hacer caminando sobre las brasas. No me mires con esa cara, no será peligroso, porque antes de hacerlo habrás derramado por su espalda un brebaje que yo te entregaré y las brasas ardientes no le harán ningún daño.
Cuando llegues a tu casa has de preparar un recipiente que contenga agua, pétalos de rosa, unas ramitas de romero, unas hojas de hierbabuena, dos conchas de mar y un puñado de sal. A la mañana siguiente te lavas con ese agua y la próxima vez que te encuentres con tu enamorado, éste caerá rendido a tus pies.
Salió de allí Belén feliz y contenta, con el brebaje que le había facilitado Miranda en la mano, dispuesta a llevar a cabo todo el ritual necesario para que el hombre que amaba correspondiera a su sentimiento. No sintió remordimiento alguno por lo que iba a hacer, muy al contrario, estaba absolutamente segura de estar haciendo lo correcto.
La noche siguiente cumplió las indicaciones de Miranda una por una. Le costó lo suyo conseguir que Juan Carlos cruzara la hoguera caminando sobre las brasas candentes, pero la juerga en la que estaban inmersos la ayudó un poco, y el alcohol de más que tenían en el cuerpo dio al muchacho el empujón definitivo, mientras Belén derramaba la pócima sobre su espalda.
Al llegar a casa preparó el agua con los demás ingredientes. A la mañana siguiente se lavó su cuerpo con mimo con aquel líquido que dejó su piel impregnada de un agradable aroma, y finalmente salió de su casa impaciente, con la esperanza de que tuviera lugar el encuentro deseado.
        
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El día de san Juan, Miranda se levantó temprano, cuando apenas el sol había salido por el horizonte, dispuesta a ir al campo para recoger las hierbas necesarias para preparar sus pócimas, pues los días adyacentes al solsticio de verano eran el mejor momento para hacerlo. Antes de salir de su casa echó un vistazo a los recipientes que todavía guardaba y fue entonces cuando se percató de la terrible equivocación cometida con la chica que la había visitado hacía dos días. Comenzó a latir su corazón a cien por hora. Tenía que actuar con rapidez si no quería que las consecuencias fueran fatales. Tomó el frasco con el antídoto y se encaminó a la playa.
Cruzó las calles de la ciudad, desiertas a aquellas horas de la mañana, corriendo como una posesa, en dirección a la playa, a la orilla del mar, al lugar donde todo había de ocurrir si es que no había ocurrido ya. Se dio cuenta de que llegaba tarde cuando vio el remolino de gente, la policía, y un cuerpo sobre la arena tapado con una tela. Se acercó presa de la desesperación y preguntó a cualquiera qué había ocurrido con la esperanza de que no fuera lo que ella sospechaba. Alguien le dijo que una muchacha había aparecido horriblemente asesinada. Le habían arrancado el corazón.

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Horas antes Juan Carlos esperaba a Belén ante el portal de su casa y la llevó a la playa. Allí le dijo que la amaba y que deseaba por encima de todo robarle el corazón. La chica pensó que aquellas palabras eran lo más romántico que nadie le había dicho nunca. Lo último que vieron sus ojos fue el rostro de su enamorado transformado en la cara del diablo y lo postrero que sintió fueron sus fauces arrancándole el corazón y la vida.
Unas horas después Miranda de Rocamonde, la última meiga de la saga de meigas más famosa de Galicia, se adentró en el mar y nunca más emergió de sus profundidades.






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