Quiero a mis padres y ellos me quieren a
mí, pero no es fácil dar marcha atrás en el tiempo, ocupar de
nuevo mi habitación juvenil rodeado de un mar de cosas que me
recuerdan que éste ya no es mi sitio.
Mamá hace lo que puede por adaptarse y
no se queja de la nueva situación, pero en casa se respira un aire
de tensión inevitable, como si un volcán dormido estuviera a punto
de erupcionar. Porque mi mudanza ha coincidido con la prejubilación
forzosa de papá, así que tiene a dos hombres ociosos y medio
deprimidos a su alrededor.
La encuentro en la cocina, como siempre,
con varias cacerolas al fuego.
- La comida ya está, baja a por tu padre
–me dice.
No necesito más explicaciones y
obedezco. Papá está en el bar de abajo, sentado a una de las dos
mesas con otros tres hombres y un dominó.
Me saluda con la cabeza y yo me quedó de
pie a su lado, presionando en silencio.
- Cuando acabe la partida –dice al fin.
Y yo vuelvo a subir a casa.
- Enseguida viene- le dijo a mi madre.
- ¿Había bebido? –pregunta ella.
- No –le miento.
Mamá empieza a secar unos platos del
escurridor, y siento que se merece alguna alegría.
- Hoy he tenido una entrevista que me da
buenas vibraciones –le digo.
Ella se limpia las manos y lanza un beso
a la lámpara del techo, a la vez que dice: “ Ayúdale, por favor,
ayúdale”.
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