Ay,
qué tiempos aquellos en los que aún llevaba pantalón corto, las
rodillas llenas de costras, flequillo tieso e iba de la mano de mi
madre a todas partes.
Recuerdo
sobre todo los olores de las tiendas, fuertes e intensos que se te
metían por la nariz y no te soltaban. Y las voces de la gente,
hablando y riendo. A pesar de que eran tiempos duros éramos más
felices que ahora, con tanta crisis que dicen que hay.
Lo
malo de la crisis, de esta, es que todos esos olores y ruidos se han
perdido. Con tanta competencia brutal de las grandes superficies las
tiendas de barrio de toda la vida se han ido muriendo. Como la gente
que iba a comprar a ellas.
Recuerdo
con cariño una de ellas. En realidad no era una tienda, sino un
almacén reconvertido en unos ultramarinos en los que se vendía de
todo. Desde pan recién hecho, semillas para tomates pasando por todo
tipo de cacharros de lata o botones y cintas para las costureras.
Hasta sellaban quinielas. Siempre había gente y mucho ruido.
Aparte
de que se vendía de todo y parecía que siempre estaba abierta, el
dueño era toda una institución en el barrio. Te recibía con la
mejor de sus sonrisas, contaba los últimos cotilleos y chascarrillos
sacados de la radio o de su prodigiosa cabeza, mientras te hacía las
cuentas de la compra de memoria con su lápiz siempre colocado en la
oreja.
Los
hombres montaban su tertulia futbolera todos los lunes en su rincón,
al lado de los sacos de legumbres. A los niños nos obsequiaba con
piruletas o recortes del pan recién sacado del horno y siempre tenía
un piropo para las mamás y señoras de buen ver. Toda una
institución don Eusebio.
Ay,
qué recuerdos.
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