Vidas encontradas (capítulo 5) - Relato encadenado




 Esta novela consta de 17 capítulos a los que se añadirán varios finales.
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CAPITULO 5



Sentada en el taxi decide no responder aún la llamada. Saluda al taxista y antes de poder indicarle a que dirección dirigirse, éste le dice:
–Buenas tardes Lola ¿la llevo a casa?
Iba a responder que no era Lola, pero se oyó decir
–¡Sí, gracias!
Su instinto fue más rápido y atisbó una buena oportunidad de pillar in fraganti a su hermana, por fin la iba a localizar pese a temer su presencia. No cabía duda que el taxista la conocía y sabía su dirección. Cuando llegara ya vería como encontrarla.
Se dirigieron a la otra punta de la ciudad, a la zona financiera donde estaban instalados los Bancos y Holdings económicos más importantes del país. En una ocasión se había perdido por aquel distrito, recordaba que estaban las oficinas en el centro y a su alrededor las viviendas de los empleados, por supuesto, lujosos apartamentos.
Al llegar a su destino, pagó el recorrido y bajó del vehículo. Un portero de uniforme le abrió la puerta dándole la bienvenida y señalándole el camino hacia el hall de entrada, donde la esperaban dos conserjes, también uniformados, que a su vez le dieron la bienvenida, llamándola Señorita Salgado.
Era un manojo de nervios, sentía fuertes latidos en las sienes, su cabeza estaba a punto de estallar, pero a la vez era consciente de que la adrenalina la estaba ayudando a lidiar con la situación, aparentando una calma que no sentía y ocultando su miedo a meter la pata y se descubriera quien realmente era.
Uno de los conserjes la acompañó en ascensor hasta la planta de su hermana, despidiéndose con un “hasta luego y llame si necesita cualquier cosa”.
--Bien, y ahora qué, ¿cuál es la puerta de mi hermana?
Poco tiempo dudó al percatarse que todas tenían un letrero con el nombre de su inquilino. Allí estaba, al final del pasillo, con letras color carmesí, Lola Salgado Cuesta.
–Vale, ¿y cómo entro?, se dijo para sí misma, porque ni tengo llave, ni tarjeta, ni…. ¡Anda pero si en lugar de cerradura tiene un teclado! Uf, no puedo estar eternamente probando claves para dar con la que abra la cueva de esta chiflada.
–Ya sé, voy a probar.
Ding ding ding…
–Bingo! Si es que hermanita, no eres nada previsora, mira que seguir usando tu clave favorita, el número Pi.
La puerta daba directamente a un inmenso salón con amplio ventanal, la decoración completamente impersonal, ni un retrato, ni un libro o revista. A la izquierda, tras la chimenea se adivinaban dos espacios, el despacho a la derecha, muy ordenado y sin rastro visible de quien pudiera habitarlo, salvo por un calendario de mesa que tenía tachado, como con furia, justo el día de su trigésimo tercer cumpleaños. Al girarse, para seguir con el resto de la casa, se sobresaltó al ver en la pared un tablero lleno de fotos, en el centro las de su hermana y la suya, Lola arriba y ella debajo.
–Sé que soy yo porque mis pendientes son inconfundibles, me los regaló tía Eulogia cuando los hizo en clase de manualidades, no hay otros como esos, además siempre he pensado que me daban suerte, y no suelo quitármelos casi nunca, ¡mira por dónde ahora me sirven para reconocerme!.
Alrededor de Beatriz fotos de sus amigos, compañeros de trabajo, novios, vecinos y la perrita Marilín.
–-¡Ay pobrecita mía, que será de ella! –gimió echándola en falta-.
De su foto salían hilos azules que enlazaban, una a una a las otras. De la imagen de su hermana, salían hilos rojos que también enlazaban las fotos, bueno a todas no, las de Marilín y Sandra no tenían el temible hilo rojo, aunque no sabía la razón, sospechó que a ellas no había podido confundirlas.
–-Marilín tiene un olfato pistonudo y ¿Sandra? Quizás aún no lo ha intentado.
Un sudor frío le corría por la espalda, se esforzaba en calmar el temblor de sus manos, cuando volvió a sonar el móvil, la llamada de Richi que volvía al ataque. Lo había olvidado por completo y dudaba si contestar, mejor sí, quería saber de primera mano si él tenía noticias de su perrita y si estaba bien atendida.
–Hola cariño, siento no haber podido devolverte la llamada –respondió con retintín-.
En vez de Richi sonó la voz de una mujer que decía
–¡Hola hermanita!
No le sonaba la voz, no cabía duda que después de tantos años la había olvidado, se puso muy nerviosa y no quería que la otra lo notara, por lo que improvisó…
–Cariño, no te oigo nada, debe ser que hay mala cobertura, espera que me mueva. A ver, A ver, ¿me oyes?
–¡Vamos Bea no seas patética! –Se oyó al otro lado del teléfono-.
–Richi, corazón, –respondió Beatriz-- llámame más tarde que estoy en el bus y vamos a entrar en un túnel, un beso.
Logró apaciguar algo sus nervios y más tranquila, continuó con la inspección de la casa. La cocina estaba igual de aséptica que el resto, asemejaba un laboratorio. Sobre la encimera se encontraba un solitario brik de leche.
–¡Ay, ay, ay, hermanita veo que eres de costumbres fijas!
Cuantas veces había castigado su madre a Lola por dejar la leche fuera de la nevera, y ella venga a protestar que le gustaba del tiempo y no fría.
Como intrusa que era tenía los cinco sentidos en alerta, pero sobre todo el sexto estaba bien agudizado, una idea surgió de lo más recóndito de su mente.
Recordó que Lola era alérgica a la aspirina y como buena enfermera siempre lleva en su bolso alguna pastilla que otra para una emergencia, por supuesto, aspirinas.
Rebuscó nerviosa en el bolso y encontró el blíster nuevecito, sacó una pastilla.
–¡No, mejor dos, que se lleve un buen susto!
Con un pañuelito de papel, para no dejar huellas, giró el tapón del brik con cuidado, comprobando primero si ya estaba abierto, así era, introdujo las dos pastillas en el líquido, cerró con cuidado y agitó para su perfecta disolución, posándolo en el mismo sitio. Su hermana siempre tomaba la leche con mucho azúcar, por lo que no se enteraría hasta que fuera tarde.
Continuó con la inspección al otro lado del salón, el baño a la izquierda, y a su lado debía estar el dormitorio, al empujar la puerta a punto estuvo de caer de la impresión.
Era igual que el de su apartamento, la misma distribución, los mismos muebles, los mismos adornos, no podía ser, tenía que haberlo copiado.
- ¡No es posible que las dos tengamos los mismos gustos, imposible!
Ayudándose del pañuelito de papel abrió la puerta del armario y horrorizada comprobó que en él estaba su ropa, o al menos una igual, distribuida de la misma forma en que lo hacía ella.
Con dificultad aguantaba la tensión, estaba a punto de desmayarse, de gritar, pero logró recuperarse y decidió coger prestada alguna prenda.
–Ya que mi hermana ha cambiado la cerradura y no puedo entrar en casa, me serviré de la suya. –pensó con acierto.
Descolgó dos perchas con sus conjuntos, recompuso el resto para que no se notara el vacío y metió todo en el bolso, el que Richi le había regalado por Reyes, diciéndole, “ahora se llevan grandes y tú no vas a ser menos”. Cabía todo en él, hasta las perchas, no las iba a dejar vacías para que se diera cuenta su hermana.
Finalizó la inspección ocular y decidió marcharse, no tenía nada más que hacer allí. Bajó en el ascensor, disimuló los nervios al pasar delante de los conserjes.
–¿Le llamo un taxi, señorita Salgado? –le preguntó uno de ellos.
Dudó un instante, pero decidió que no, cuanto menos trato tuviera con la gente, más desapercibida pasaría.
–No gracias, en la esquina me están esperando, ¡hasta luego!
Saludó igualmente al portero y giró hacia la izquierda, donde recordaba haber visto a dos manzanas una parada de autobús y enfrente una boca de metro. Sopesó si tomar uno u otro, más se decantó por el primero, en el metro solía haber cámaras de seguridad, y no quería dejar rastro de su visita.
No tenía claro el siguiente paso a seguir, todo su mundo estaba patas arriba y las personas a las que apreciaba, comenzaban a cuestionar su amistad.
El autobús llegó, subió decidida de ir al encuentro de Sandra, rogando para sus adentros que la loca de su hermana no la hubiera abocado a una tropelía como a su marido.





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