Nací el 14 de abril de 1921, justamente diez años antes de que
se proclamara en España la Segunda República. Con el tiempo mi
padre diría que nacer en un día tan señalado sin duda había
marcado mi destino, pero yo sé que eso no eran más que tonterías
de viejo. El destino no lo marca una simple fecha, sino los
acontecimientos vividos y las elecciones que nosotros mismos vamos
haciendo en nuestro caminar por el mundo. Aquel 23 de marzo de 1940,
ese día, sí marcó mi vida para siempre, y fueron los desgraciados
hechos ocurridos durante aquella jornada los que encaminaron mi
existencia sin remedio e hicieron de mi una mujer luchadora.
Fue en el pueblo gallego en el que vi la luz por primera vez en el
mismo que pasé mi infancia y adolescencia, una niñez feliz en medio
de las privaciones, unas carencias a las que la mayoría de las
gentes de aquel lugar apenas dábamos importancia porque no
conocíamos otra cosa.
Mi padre era pescador y mi madre la mejor modista de la comarca,
así que de comer nunca nos faltó, a veces más, a veces menos, pero
casi siempre había un buen lote de pescado fresco que llevarse a la
boca. Recuerdo de manera especial aquellos jurelitos con escabeche
que preparaba mamá. ¡Cómo nos peleábamos mis hermanos y yo por
mojar el pan en la exquisita salsa! Así que, después de todo,
podría decirse que éramos unos privilegiados.
No recuerdo que a papá le interesara demasiado la política, él
era un hombre parco en palabras, que iba siempre a lo suyo y al que
le gustaba más bien poco meterse en líos, lo cual no quiere decir
que no poseyera fuertes y firmes convicciones. Por eso, aquel 14 de
abril de 1931, mamá y papá se abrazaron felices cuando escucharon
la buena noticia a través de la vieja radio que mis finados abuelos
les habían dejado por toda herencia. España por fin se convertía
de nuevo en una República y aunque yo no entendía demasiado, por no
decir nada, qué significaba todo aquello y en qué iba a cambiar mi
vida, el ver a mis padres felices me hacía también feliz a mí.
Aquel mismo día, cuando mi padre se preparaba para hacerse a la
mar, me tomó a un lado y me habló con solemnidad.
-Carmen, hoy es un día grande para todos. Aunque seas aun una
niña y no comprendas ciertas cosas, lo que sí debes entender es
que, gracias a lo que ha ocurrido hoy, vas a gozar de la suerte de
disfrutar de una vida mucho más plena. Los hombres que tomarán las
riendas de esta nación te ayudarán a ser una mujer de provecho y
nunca más estarás relegada a un segundo plano. Eres muy inteligente
y llegarás lejos, ellos te ayudarán. ¡Ah, por cierto! Toma, esto
es para ti.
Es obvio que no entendí ni una palabra de toda aquella verborrea
que me había soltado, pero me di por satisfecha cuando me entregó
la muñeca de trapo que días atrás había visto en la tienda de la
señora Eufemia, en la ciudad.
-Gracias padre – le dije – pero mamá ya me ha hecho un
vestido azul, y me ha dicho que ese sería el regalo de cumpleaños.
-Bueno, pues mamá te regala el vestido azul y yo la muñeca.
Ahora tengo que irme, y recuerda lo que te he dicho.
Durante mucho tiempo recordé sus palabras asociadas a la
preciosa muñeca de trapo y sólo algunos años después, cercenados
aquellos derechos soñados por la guadaña de la dictadura, fue
cuando pude darme cuenta de su verdadero significado.
Que el nuevo régimen republicano no fue la panacea de todos
nuestros males es algo que no es necesario demostrar. Las cosas no
fueron todo lo bien que debieran de ir y el ambiente político se
convertía por momentos en un hervidero a punto de estallar. Papá
escuchaba la radio con gesto preocupado, mientras mamá se sentaba en
el brazo del sillón que él ocupaba, le acariciaba el pelo con
ternura y le besaba en la frente. Ninguno de los dos decía nada, no
era necesario, entre ellos, la mayoría de las veces, no eran
necesarias las palabras para entenderse.
Un año antes del alzamiento nacional, la señora Herminia, la
viejecita que vivía en la casa de al lado y a la que mi madre
cuidaba como si fuera su propia madre, se murió mientras cenaba. La
pobrecilla era ya muy mayor y una mala gripe se la llevó al otro
mundo en un abrir y cerrar de ojos.
La casa se puso a la venta y pronto encontró comprador, una
pareja joven con un niño pequeño procedentes de Castilla. Él,
Gonzalo, venía a trabajar a la pirotecnia que había en la ciudad y
con él acarreaba a su exigua familia, su mujer Paquita, y el hijo de
ambos, un bebé de apenas unos meses llamado Rodrigo.
Paquita y mi madre se hicieron amigas enseguida a pesar de la
diferencia de edad entre ambas, pues Paquita apenas había cumplido
los veinte y mamá hacía tiempo que había dejado atrás los
cuarenta, pero creo que fue precisamente eso lo que las unió
firmemente, pues la muchacha, que se pasaba el día sola teniendo a
su familia lejos, veía a mi madre como si fuera la suya, y mamá,
que era un pedazo de pan, la acogió en casa y le dio todo el cariño
y la compañía que ella anhelaba.
Por mi parte me convertí en cuidadora involuntaria del pequeño
Rodrigo. Siempre me habían gustado los niños y aquel pequeño
pasaba tanto tiempo en mi casa, con su madre, que pronto pasó a ser
algo así como el hermano menor que nunca tuve. Mis verdaderos
hermanos eran mayores que yo y me ignoraban salvo para hacerme rabiar
por las mayores tonterías, así que Rodrigo fue el compañero
ideal, puesto que me prestaba atención, reía mis gracias y jamás
me hacía enfadar.
Un día, cuando el ambiente político estaba tan cargado que ya
empezaban a circular todo tipo de rumores y comentarios sobre la
manera en que había de terminar todo aquello, escuché que papá le
hablaba a mamá de Gonzalo, el padre de mi pequeño amigo. Al parecer
el muchacho pertenecía a la CNT, un sindicato de corte anarquista
que estaba preparando una huelga en la fábrica para protestar por
las precarias condiciones de seguridad en las que los trabajadores
tenían que realizar sus tareas. Gonzalo era el cabecilla, el
revolucionario, y mi padre comentaba preocupado que aquel muchacho
que tanto valía se estaba poniendo en serio peligro.
-Tal y como están las cosas debería de tener un poco de
precaución y pensar en su familia- decía mi padre.
-No te preocupes -le contestaba mamá – Gonzalo es un chico
listo y sabrá cuidarse. Además, él no hace otra cosa que luchar
por sus ideales y eso es algo que tú siempre has defendido.
-Pero las cosas se están poniendo feas y debería andarse con
cuidado. Puede pasar cualquier cosa.
Y pasó, ya lo creo que pasó. El diecisiete de julio los
militares más conservadores se levantaron contra la República en
Melilla, y al día siguiente el levantamiento se extendió a la
península. Había comenzado la guerra.
Es de todos sabido que Galicia fue ganada pronto por los
militares para el alzamiento, con lo cual, y tal como había previsto
mi padre, Gonzalo se encontró con serios problemas, tanto él, como
la mayoría de sus compañeros anarquistas; mas, fieles a sus ideas,
huyeron hacia Asturias con la intención de, desde allí, defender el
régimen legalmente instaurado por votación popular.
Podría decir, sin lugar a dudas, que en mi pequeño pueblo
apenas se dejó sentir el rigor de la batalla. Sabíamos que
estábamos en guerra por las noticias que la gente comentaba en la
calle, que no eran demasiadas; por las rondas que hacía la Civil con
relativa frecuencia para garantizar que todo estuviera en orden y por
las “reuniones clandestinas” que mamá, papá y Paquita
organizaban cada noche alrededor de la vieja radio escuchando no sé
qué emisora extranjera que era la única que, según ellos, decía
toda la verdad. Y la verdad cada vez era más desalentadora. Con el
paso del tiempo todos se fueron dando cuenta de que el sueño
republicano, la quimera de derechos y libertades que el pueblo llano
había idealizado, se iba a quedar sólo en eso, en un simple sueño
cuyo final traería de la mano un derramamiento de sangre tan ilógico
como absurdo.
Paquita lloraba mucho, lloraba casi todos los días, pues todos
los días venía a casa con los ojos enrojecidos por el llanto. No
sabía nada de Gonzalo, nadie había traído noticias, y aunque el
frente en Asturias iba resistiendo, se decía que la táctica militar
que allí se desarrollaba no ofrecía una línea homogénea de
actuación, lo que iba en perjuicio de su defensa.
Así pues, los tres largos años que duró la contienda los pasó
la pobre muchacha sin tener noticias de su marido. Nosotros nos
convertimos en su familia, pues con su Gonzalo desaparecido y sin
posibilidades de regresar a su Castilla natal, éramos los únicos
que en tales circunstancias nos comportamos como tales.
El pequeño Rodrigo crecía a pasos agigantados sin haber
conocido a su padre y sin echarlo de menos, pues cierto es que no se
puede añorar lo que nunca se ha tenido, y con el paso del tiempo,
incluso en su madre se fue mitigando la pena por la marcha del
muchacho. Paquita dio por muerto a su marido no sé en qué momento
exacto de su vida, pero lo cierto es que poco a poco sus palabras y
sus hechos fueron clara demostración de lo único que le quedaba por
hacer: resignarse y continuar el camino sola, de la mano de su
pequeño, como tantas y tantas mujeres que perdieron a sus maridos en
la guerra.
Pero las cosas no siempre son como parecen y unas semanas después
del final de la contienda, Paquita llegó a casa muy excitada. Papá
había salido a faenar y mamá se encontraba cosiendo los últimos
encargos del día. Dejó al pequeño Rodrigo en mis manos y se fue
directa al cuarto de la costura. Aunque pegué la oreja a la puerta
todo lo que pude no fui capaz de discernir ni una sola palabra de las
que mi madre y ella se intercambiaron, hablaban bajito y de manera
atonal, así que mi curiosidad no se vería saciada hasta el día
siguiente cuando, estando ya papá en la casa, mamá le contó,
también medio en secreto, que el marido de Paquita había vuelto.
Al parecer hacía tiempo que el muchacho se escondía por el monte
con otros compañeros escapados de las fuerzas nacionales. Con mucha
dificultad habían conseguido llegar a los montes de Lugo y ahora se
planteaban la posibilidad de comprar un barco para viajar a Francia y
continuar la lucha en la clandestinidad, pues estaba claro que no
podían pasar toda la vida ocultos en las montañas. Al principio
papá puso muy mala cara y le dijo a mamá que se alejara de Paquita
y del niño, que incluso les prohibiera la entrada en casa si fuera
necesario. La aparición de Gonzalo y encima en semejantes
circunstancias, para lo único que servía era para poner en peligro
nuestras vidas, cosa que él no iba a permitir de ninguna de las
maneras. Escucharlo pronunciar aquellas palabras provocó en mí una
profunda decepción. De pronto comprendí muchas cosas, el alcance de
una guerra estúpida que al parecer no había terminado ni terminaría
jamás mientras los que en aquellos momentos ostentaban el poder
siguieran ahí arriba, por encima de todos nosotros. Y me atreví a
hablarle a mi padre como nunca lo había hecho.
-Me entristece escucharlo hablar así, padre. Esa gente es de la
familia y no se merecen que les demos de lado. Puede que la vuelta de
Gonzalo sea peligrosa, pero no por ello hemos de echar de esta casa a
su mujer y a su hijo como si fueran apestados. Y perdóneme padre, si
por primera vez en mi vida no voy a acatar sus órdenes, porque no
voy a hacerlo. No pienso prohibirles la entrada en esta casa y créame
que si usted lo hace provocaría en mi la misma decepción que
admiración le he profesado hasta este momento.
Mi padre me miró con ojos llenos de asombro. Supongo que no
esperaba aquellas palabras, pero no rebatió mis argumentos.
Simplemente se levantó del viejo sillón en el que reposaba y se fue
a su cuarto sin decir nada.
Paquita y su hijo continuaron viniendo a casa como si nada
hubiera pasado, y yo me apunté un triunfo que me dio alas para
luchar contra las injusticias.
Durante casi un año Gonzalo bajó intermitentemente al pueblo
para visitar a su familia. Nunca apareció por casa. Después de
aquellas visitas Paquita hablaba en secreto con mi madre y ésta casi
siempre le daba algo de dinero, supongo que para el barco que los
hombres del monte querían construir para escapar a Francia.
Realmente fue una pena que Gonzalo jamás pudiera llegar a hacerlo.
La mañana de aquel 23 de marzo se presentó lluviosa y fría.
Todavía no había amanecido cuando escuché voces procedentes de la
calle. Me acerqué a la ventana y horrorizada pude comprobar como un
montón de civiles sacaban de la casa a Gonzalo, a Paquita y al
pequeño Rodrigo a empellones. Me separé de la ventana y corrí a la
habitación de mis padres.
-¡Padre, madre, despierten! ¡Los civiles se llevan a los
vecinos! ¡Padre, por favor, haga algo!
Ambos se levantaron como flechas y se acercaron a la ventana, a
tiempo de ver como la fatal comitiva se alejaba camino del
cementerio.
-¡Los llevan al cementerio! ¡Los van a matar! - grité
desesperada.
Mi padre echó su brazo sobre los hombros de mi madre y se la
llevó de nuevo a la cama. Ni siquiera se atrevió a mirarme.
-No podemos hacer nada Carmen. Vete de nuevo a la cama, es domingo
y hace un día de perros.
Me quedé tan asombrada que de mi boca no acertaron a salir
palabras de protesta. Simplemente me vestí como pude, me eché un
viejo impermeable sobre los hombros y salí detrás del macabro
cortejo, desoyendo los gritos de mi madre que me suplicaba que
volviera.
En medio de la lluvia torrencial tomé el camino del cementerio.
Pronto, abriéndose paso entre el ruido del agua al caer, pude
escuchar el llanto del pequeño Rodrigo. Me mantuve a una distancia
prudencial para evitar ser descubierta. Sabía que no podía hacer
mucho, pero al mismo tiempo no podía evitar que mis pasos me
llevaran sin remedio en pos de aquellos que tanto apreciaba y cuyas
vida iban a ser segadas por la sinrazón y la prepotencia de quienes
no supieron asumir el final de una guerra.
Paró de llover en cuanto llegaron a la tapia del cementerio. Yo
me escondí detrás de un árbol desde donde podía ver con toda
claridad lo que estaba ocurriendo. Dos civiles vendaron los ojos a
Gonzalo y Paquita y los colocaron arrimados a la tapia, mientras otro
de los guardias se alejaba un poco de la escena llevando al niño de
la mano. Hablaban entre ellos pero apenas podía distinguir lo que
decían pues el llanto de Rodrigo sobresalía por encima de sus
palabras, aquel llanto desesperado que me quemaba el alma. Me hubiera
gustado salir de mi escondite y arrebatar al pequeño de las garras
de aquel hombre, pero mi instinto de supervivencia podía más que mi
voluntad y pegaba mis pies al suelo. De pronto escuché los disparos
y el ruido sordo de los cuerpos al caer al suelo. Rodrigo comenzó a
gritar al ver a sus padres muertos. Juro que quise correr hacia él y
tomarlo en mis brazos, prometo que nada deseé más que rescatar a mi
niño, pero permanecí allí, pegada al árbol que me protegía de
aquellos monstruos mientras sus gritos desesperados taladraban mi
cabeza. Hasta que un nuevo disparo estalló en el aire y acalló
aquel llanto para siempre. Al principio no fui muy consciente de lo
que había ocurrido, sólo cuando escuché sus voces me di cuenta de
la realidad.
-¿Qué has hecho, desgraciado? ¡Has matado al niño! ¿Qué le
digo ahora a la esposa de Don Torcuato? Había quedado en
entregárselo a ella.
-Dile lo que quieras, pero me estaban sacando de quicio sus
lloros. Al fin y al cabo no es más que inmundicia, como sus padres.
Y la mujer de Don Torcuato ya tendrá otra criatura, le van a sobrar.
El mareo se apoderó de mi cuerpo menudo y frágil y vomité.
Luego, sin preocuparme si me veían salir de mi escondite o no,
emprendí el regreso a mi casa como una autómata, sin apenas poder
identificar como real aquello de lo que había sido testigo. Estaba
llegando a mi hogar cuando pasó a mi lado la desvencijada camioneta
que llevaba los cuerpos de mis amigos, seguramente para tirarlos por
cualquier barranco.
Meses después marché a Francia para trabajar desde el exilio.
No podía soportar el peso sobre mi conciencia de aquellas muertes
que, a pesar de no ser su causante, subyugaban mi ánimo día tras
día. El llanto de Rodrigo se gravó en mi cerebro a fuego. Ni un
sólo día dejé de pensar que tal vez hubiera podido hacer algo por
él, una carrera hacia donde el guardia lo tenía retenido y tomarlo
en mis brazos. Pero la realidad era distinta, y si llegara a hacer
tal cosa seguramente yo misma habría ido a hacer compañía a
aquellos pobres desdichados y estoy segura de que ellos mismos me
hubieran deseado viva, luchando contra la dictadura.
En Francia me dediqué a dar primer cobijo a aquellos que huían
de España. Jamás me afilié a ningún partido político, pues
siempre pensé que no había ninguno cuyas ideas constituyeran la
verdad absoluta. Trabajé lo que pude y como pude, animada por el
llanto de mi pequeño amigo que no cesaba de recordarme que su muerte
sin sentido tenía que servir para algo, aunque sólo fuera para eso,
para darme fuerzas para ayudar.
Regresé a mi país hace apenas unos años, arrastrada por la
morriña que nunca dejó de acompañarme, y a pesar de que nada era
igual, al pisar tierra gallega volví a sentirme en mi casa, en el
hogar que abandoné a mi pesar. El mismo día de mi vuelta compré
unas flores y me fui a la tapia del cementerio donde muchos años
atrás había sido testigo de aquel acto horrendo. Allí sí seguía
todo igual. Me acerqué al lugar en el que había visto a Rodrigo con
vida por última vez y allí deposité las rosas amarillas. Sus
pétalos consiguieron secar sus lágrimas de niño que nunca, nunca
más, atormentaron mi memoria.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario