Ser cajero
no es la ilusión de mi vida, pero me ayuda a pagar el alquiler, los
gastos y las clases de música.
A menudo, cuando no hay
aglomeración de clientes, me evado imaginando sus vidas. Esa chica
tan mona que levanta miradas, siempre con una sonrisa triste en los
labios. La anciana dicharachera que viene tres o cuatro veces al día,
intentando aliviar su soledad. Ese hombre alto, fuerte y atractivo,
que parece llevar la carga del mundo sobre sus hombros. La madre
joven con tres niños pequeños, siempre tirando de alguna sillita y
cargada de paquetes. ¿Cómo
serán sus vidas? ¿Por qué esa mirada triste en una chica a la que
estoy seguro tantas envidian? ¿Y ese hombre, qué le hace sentirse
tan abrumado? ¿Será feliz esa madre dedicando todos los minutos de
su vida a criar a unos hijos que volarán del nido dejándola sola?
Y cuando llego a casa, escribo
canciones sobre sus supuestas vidas. Quién sabe si un día me hago
famoso y al oír mis letras se acuerden del cajero de supermercado
del que no saben nada, ni siquiera su nombre, por mucho que nos
obliguen a llevarlo sobre el pecho.
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