Allá
por los tiempos de Maricastaña, cuando casi ni existían carreteras
asfaltadas, en aquella comarca marinera se asentaron unos ricos
comerciantes procedentes de tierra adentro. A su llegada les esperaba
su mansión, recién construida; varias plantas en piedra sólida, de
color vivo y llamativo, rodeadas por un jardín que casi parecía un
bosque les daban la bienvenida. A la casona se accedía a través de
un camino señalado por altos álamos blancos, que formaban un arco
de bienvenida y daban sombra para proteger a sus señores y a sus
invitados.
Un
mal día, la Fortuna se escapó de aquella casona en busca de un
nuevo destino, los comerciantes y sus familiares fueron muriendo y,
pasado el tiempo, la memoria se olvidó de sus habitantes y de todos
sus grandes logros.
Las
malas hierbas
son ahora las dueñas y señoras de paredes, techos e interiores,
dejando en ruinas el legado de aquellos exitosos comerciantes.
Después
de tanto tiempo, un excursionista despistado de su rumbo, intrigado
por el descubrimiento de una gran casa en mitad de un bosque, se
atreve a traspasar sus umbrales en ruinas.
Con
sorpresa
se topa con los restos de un jardín, ahora una pequeña selva,
abundante en árboles frutales, aromáticos eucaliptos y robustos
castaños y mucho matorral verde por todas partes.
En
una esquina, entre tanta maleza, descubre un estanque artificial
lleno de hojas muertas. En uno de sus lados más estrechos, teñidas
de verde por el musgo húmedo, aparecen unas rudimentarias escaleras
de piedra, acompañadas de unos oxidados pasamanos.
‘Aparte
de peces y patos, aquí nadaron humanos’, piensa asombrado.
Una
piscina en aquellos tiempos era un lujo, casi una extravagancia. Toda
una rareza, capricho de ricos muy ricos.
‘Qué
pena le daría a esa gente morirse...’
Siempre
que visita un edificio histórico, se acuerda de aquella frase que
dijo su madre, cuando era niño en unas vacaciones durante las que
visitaron un palacio, un castillo... Hace tanto tiempo de eso que ya
no recuerda el sitio.
En
la esquina opuesta al estanque da con la entrada a lo que fue un
laberinto de tejo, cubierto de todo tipo de vegetación. Está
impracticable y decide no aventurarse más allá de la primera
esquina. Con su sentido de la orientación no saldría de allí en
una semana.
Desandando
el camino del jardín llega de nuevo a la casa. Al entrar por una de
las puertas entreabiertas descubre maravillado que la sala dedicada a
biblioteca está casi intacta. Libros
de todos los tamaños y materias forran las paredes de la estancia.
Una fabulosa escalera móvil, fabricada en alguna madera noble, se
apoya en las estanterías invitando a subir. Algunos libros abiertos,
roídos por algún bicho, y muchas telarañas en las esquinas adornan
el lugar.
Como
si el tiempo le hubiera invitado a recordar, cierra los ojos e
imagina al señor de la casa, sentado en su sillón de lectura
fumando en pipa, mientras su esposa contesta cartas de invitación
para asistir a lujosos bailes en los que altas pelucas
empolvadas danzan en una ostentosa competición
con los brocados de recargados trajes.
‘Esto
es un tesoro que debería ser conocido y visitado por todos. Un
legado que deberíamos recuperar’, piensa, con una mezcla de
alegría, melancolía y algo de pena ante tanto abandono.
‘Ay,
si me tocara la Primitiva... la de cosas que se podrían hacer
aquí...’
Saliendo
de la biblioteca, el pasillo le conduce a otras salas en igual estado
de abandono, que en su tiempo fueron magníficas. Son tantas que
pierde la cuenta y, despistado con tanto pasillo y tanta escalera,
acaba dentro de lo que parece ser la antigua despensa. Una estancia
amplia, fresca y pintada de blanco en sus tiempos.
Encastradas
en la pared, baldas de mármol blanco cubiertas del peso que el polvo
y los años han depositado en ellas. En una esquina, aparte de polvo,
se ven los restos de varios sacos de arpillera, en los que imagina
que se guardaban algún tipo de alimento; patatas,
cebollas, maíz, ajos, o sabe dios qué.
En
su mente cobran vida los habitantes de una bulliciosa cocina a pleno
rendimiento. Grandes ollas hirviendo, lustrosas cocineras dando
órdenes y una tropa de ayudantes cortando, pelando, amasando,
fregando las vajillas y los cacharros de cobre.
Como
un ejército bien coordinado todos cumpliendo su función, combinados
con camareros y sirvientes, subiendo y bajando por la escalera de
servicio hacia los aposentos de los señores. Un mundo desconocido, y
casi prohibido, para los habitantes de la cocina.
Siente,
o quizá se lo imagina, un olor dulce que se cuela por sus fosas
nasales. Se dirige al lugar de donde cree que procede el delicioso
aroma y se topa con un viejo y robusto horno. Restos de harina a su
alrededor indican que por aquellas puertas han entrado y salido los
manjares más diversos. Se le hace la boca agua, imaginando aquellos
tiernos pasteles, aquellas jugosas carnes, los pescados más
delicados, el pan casero, amasado y horneado con su tiempo y todo el
mimo. Y de repente se le antoja una lubina
a la espalda y empieza a salivar. Siente hambre.
Mira
el reloj. ¡Las cuatro de la tarde! Ya hace rato que tenía que haber
vuelto a casa. La excursión en bicicleta
se ha alargado más kilómetros y más horas de lo que pensaba. Ahora
le queda lo más duro. La vuelta, casi a pleno sol.
Pero
ha merecido la pena llegar hasta allí y descubrir ese tesoro
olvidado.
Mañana
volverá con compañía, provisiones, mucha agua y una cámara de
fotos. Para inmortalizar ese rincón, antes de que el peso de los
años lo haga desaparecer por completo de la memoria de todos.
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