Lo perdí todo, no me pregunten cómo, no merece la pena explicarlo, simplemente lo perdí; y yo, que tenía una vida normal y corriente, yo diría que casi feliz, como la de cualquier persona, me vi viviendo en la calle, sin casa, sin familia, sin trabajo. Vagaba todas las noches por el asfalto frío y húmedo de la ciudad vieja, hasta que el cansancio me vencía y terminaba en algún portal o quizá en un cajero, y tirada en el suelo me sumía en un sueño inquieto y ligero que me torturaba con los recuerdos involuntarios del subconsciente.
Una noche, durante
mis paseos rutinarios y tristes, me vi frente al escaparate de una
vieja librería. Desde su interior los libros, cuidadosamente
colocados para llamar la atención del público, parecían llamarme a
gritos. Recordé la enorme biblioteca que papá tenía en casa.
Estanterías hasta el techo repletas de libros que me hicieron
compañía en tantos momentos de mi infancia y adolescencia, que me
dieron sosiego en instantes duros y me hicieron disfrutar en mis
noches de insomnio. ¡Cuánto echaba de menos volver a acariciar sus
páginas, el olor de los libros nuevos, la pena de terminar una
historia que había llegado al alma!
Desde esa noche, el
escaparate de aquella librería se convirtió en parada obligada.
Durante unos minutos apoyaba mi frente en el cristal y me dejaba
llevar por aquellos títulos cuyo contenido solo podía imaginar. Y
era feliz fantaseando, porque así me evadía de mi triste realidad.
Una de aquellas
noches vi que la puerta de la librería estaba abierta y que desde el
fondo de su interior, un hombre viejo, extraño, casi fantasmal, me
hacía señas para que entrara. Impulsada por mi deseo de letras,
entré sin dudarlo. Cuando lo hice, el viejo comenzó a subir unas
escaleras situadas el fondo de la estancia y yo le seguí. Llegamos
hasta una habitación enorme en la que había miles de libros por
todos lados, en las paredes, en el suelo, encima de las mesas y de
las sillas; libros abiertos y cerrados, antiguos y modernos; libros
que contaban historias de amor, de humor, de celos, de muertes, de
sentimientos encontrados, de soledades, de inquietudes.
-¿Te haría
feliz tener estos libros? - me preguntó el hombre.
-No – le
contesté – Me haría feliz ser uno de ellos.
A la mañana
siguiente alguien encontró mi cuerpo sin vida, aterido de frío, a
la puerta de la librería. Nadie sabe que no estoy muerta. Nadie sabe
que se cumplió mi deseo y que vivo en cada frase, en cada letra, en
cada signo, de todos los libros del mundo.
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