A finales de los
años ochenta mi padre tenía un almacén de piensos al que
venían a comprar todos los granjeros del pueblo y los alrededores.
Bueno, los granjeros y todos aquellos paisanos que tenían animales,
que no eran pocos, pues en casi todas las casas había una vaca, un
par de cerdos, o unas gallinas que ayudaban a abastecer la economía
familiar. Uno de los compradores de papá era Eladio Gómez, un
tratante de ganado de aspecto repulsivo y mirada lasciva, que en
cuanto me veía se ponía a contar chascarrillos de contenido
picante que mi padre le reía como un idiota. Una tarde que estaba yo
sola en el almacén intentó pasar a mayores, pero yo era más lista
que él y lo vi venir. Fingí que me dejaba seducir y en cuanto se
descuidó le corté sus partes con unas tijeras de podar. No me
molesté en llamar una ambulancia, lo dejé morir. Cuando papá llegó
el hombre estaba muerto en medio de un gran charco de sangre.
-Estas loca,
hija mía ¿Y ahora qué hacemos? - preguntó.
-Con la sangre
puedes hacer morcillas – le respondí encogiéndome de hombros con
toda la frialdad del mundo.
Supongo que mi
padre se asustó, porque al mes estaba internada en un psiquiátrico.
Pero yo estoy perfectamente. Lo único que quiero es que los hombres
me dejen de mirar como lo hacía Eladio, pero no hay forma; yo por si
acaso siempre tengo algún objeto cortante cerca de mí.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario