Harto
de pasar frío y de repetir año tras año los mismos brindis en la
cena con cuñados sabihondos y familiares trasnochados, mi novio
decidió que este año nos iríamos de vacaciones lejos. De ellos y
del frío.
Quería
sol, calor, playa y relax. Yo quería también, pero no tan lejos
como nos acabamos yendo. La arena dorada, el agua turquesa, las
palmeras, los mojitos, los masajes,... todo estaba muy bien en
Tailandia. Demasiado bien.
Pero
yo sentía nostalgia de la Navidad tradicional. Allí no había
nieve, ni abetos decorados, ni cantaban villancicos, ni habían visto
un Niño Jesús dentro de un pesebre. Mi cara me delataba, como
siempre que algo no me gustaba.
Esta
vez mi novio se dio cuenta, aunque solía ser poco detallista; sería
la distancia o el cambio de presión...
Una
mañana, al volver de la playa, me encontré en la habitación una
cueva de orquídeas llena de frutas tropicales, recortadas y talladas
con las formas de las figuritas de un Belén. Tuve mi Navidad, nada
tradicional, pero continué con mi tradición, a pesar de la
distancia.
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