Esta
historia sucedió una noche de San Juan, cuando el mundo profano y
sagrado se dan la mano. Cuando los hombres rinden culto al sol con
cánticos y hogueras. Cuando la tierra y el aire y el fuego y el agua
se unen al filo de la medianoche. Cuando los espíritus malignos
pierden poder y la noche se llena de magia, prodigios, conjuros y
presagios. Cuando se cumplen los deseos y ocurren los milagros.
Gonzalo
perdió a sus amigos en el puente que separa el embalse de Trasona
del salto de agua. Apenas puede dar un paso, inmovilizado entre el
gentío. Los busca con la mirada, abajo, en el prado, pero es
imposible reconocer a nadie en ese barullo. El sonido de la música
es atronador y de los tenderetes escapan gritos de tono elevado
anunciado todo tipo de productos. Entre la gente, unos chicos
ataviados con trajes medievales danzan al son de flautas y laúdes.
Un poco más allá, dos saltimbanquis hacen disfrutar a pequeños y
mayores. Uno de ellos traga fuego entre ojos asombrados, bocas
abiertas y aplausos.
A
Gonzalo le encanta esa fiesta y le encanta el pantano. Ya de pequeño
iba con su padre al gimnasio situado en la parte baja del palacio de
Peñalver. Ese entorno fue también su parque de juegos infantiles:
rodar por la hierba, andar en bicicleta, tirar piedras al agua, subir
a los columpios...Ahora, ya mayor, aunque para el otro extremo, para
la zona del Centro de Alto Rendimiento, el pantano sigue haciendo
acto de presencia en su vida. Allí entrena todos los días de la
semana con su piragua. Sí, sin duda el Palacio y el pantano forman
parte de él, piensa Gonzalo con una sonrisa.
A
duras penas, consigue salir del puente. Ha tardado al menos veinte
minutos en recorrer unos pocos metros y se siente agobiado. Se dirige
al Palacio, al fondo a la izquierda, donde piensa pasar un rato, a
gusto, apartado del jaleo de la fiesta, amparado por la soledad y las
sombras de la noche.
Se
sienta en una piedra y fija sus ojos en el emblemático edificio que,
pese a estar declarado monumento cultural, luce un gran abandono. De
pronto, una voz suave y dulce interrumpe sus pensamientos.
–¿Molesto?
Gonzalo
dirige su mirada a la voz. Es una chica muy joven, vestida con un
traje medieval rojo, de seda. Su pelo es del color de la corteza de
las castañas maduras, muy largo, recogido en su parte alta en una
red dorada. El resto se desliza como una cascada hasta alcanzar la
cintura. Los ojos tienen la tonalidad del agua plateada. La piel es
muy blanca, como si no hiciera buenas migas con el sol.
–Hola,
soy Inés –dice la chica extendiendo la mano con la palma hacia
abajo.
Gonzalo
queda desorientado, sin saber qué hacer o qué decir. Inés sigue
con la mano estirada, esperando, mirándolo con una sonrisa tímida.
Entonces, él, casi sin darse cuenta, se levanta, le besa la mano y
le hace una especie de reverencia, como las de las películas
medievales.
–Encantado,
señorita.
–Gracias,
caballero –dice ella alegre, aunque poniendo una mano delante su
boca, como si se avergonzara de su sonrisa.
A
Gonzalo le gusta ese juego. Es diferente. Nunca, a ninguna de sus
amigas, se le hubiera ocurrido. Pero Inés no es como ninguna de las
chicas que conoce, empezando por el olor que desprende. No es olor a
colonia ni a cuerpo recién duchado. Es un olor a tierra mojada,
hojas y frutas maduras. Y a él le gusta ese aroma.
–¿Me
puedo sentar contigo? --pregunta ella.
-
Sí –es lo único que acierta a contestar él.
–Te vi mirar el Palacio con
mucho interés ¿te gusta?
–Es
que estudio Historia del Arte y estoy haciendo un trabajo sobre él.
¿Sabes que es un edifico de la mitad del XVI.
-
¿Y tú, sabes la leyenda? –dice ella sin contestar a su pregunta.
–¿Qué
leyenda?
-
Ya veo que no. ¿Quieres que te la cuente?
Gonzalo
asiente con la cabeza y la chica comienza a contar la leyenda.
–Dice
una leyenda que, hace cientos de años, en este Palacio murió una
chica de diecisiete años que aún no había conocido el amor. Y por
ello se negó a viajar al otro mundo, quedándose en Palacio,
refugiada en la torre izquierda, tocando en su clavicordio canciones
que hablan de pena y dolor. Y que la tarde de San Juan es el único
día en que las notas suenan alegres, pues esa noche, rompe su
encantamiento para salir en busca de su enamorado. Sin embargo, al
día siguiente, vuelve a sentirse la música triste del clavicordio
porque nunca consigue encontrar el amor.
–Qué
raro. No conocía esa historia tan triste ¿cómo la sabes tú?
-
Sé un montón de historias y leyendas ¡Vamos! –dice ella
levantándose de repente, cogiéndolo de la mano.
La
música retumba entre las voces de la gente. La noche refrescó, pero
el frío es amortiguado por el roce de los cuerpos y el alcohol que
alegra las gargantas. Inés y Gonzalo recorren el prado de la fiesta,
ojean los puestos y bailan al son de la música del grupo que toca
sobre un gran escenario.
Inés
no para quieta. Con los ojos cerrados mueve su cuerpo con energía,
ajena al mundo y a las miradas indiscretas. Gonzalo se siente
embrujado por ella. Es como si la
hubiera estado esperando
largo tiempo
y ahora, de repente, sin saber cómo ni porqué, ha
llegado a su vida, y sabe
que es para siempre.
Cuando están a punto de dar
las doce, Inés y Gonzalo se acercan a la hoguera. Las antorchas se
preparan para regalarle a la madera su beso de fuego. Las llamas
prenden y van lamiendo, muy despacio primero, rabiosas después, la
pira preparada para la fiesta, bailando al son de las notas mágicas
del viento. Inés se une a ese baile, acercándose peligrosamente.
Gonzalo quiere apartarla, pero ella, en su danza enloquecida, se
acerca y se aleja del fuego, de Gonzalo, de los responsables de la
hoguera. Inés y la hoguera parecen danzar una única danza: la danza
del fuego. El color de las llamas se confunden con el traje de Inés,
con el color de sus mejillas, con el centelleo de sus ojos. La
hoguera, al igual que la luna, lanza su reflejo sobre las aguas del
pantano que dibujan un sendero de fuego y plata.
El baile hace tiempo que
terminó y los dos enamorados, tras recorrer los caminos solitarios
de la noche que rodean al pantano, vuelven al prado de la fiesta. La
luna anuncia su retirada frente a la llamada del alba. En el prado no
quedan más que cuatro borrachos y las brasas. Inés remanga la falda
de su vestido y se pone a caminar sobre ellas.
Gonzalo mira, encandilado, a
esa chica que tiene la piel más suave que cualquier otra, los ojos
más trasparente que nunca haya visto, el cuerpo casi etéreo, la voz
suave y melodiosa como la de un viento tenue y lejano y sabe que
nunca se podrá separar de ella.
–¡Ven, Gonzalo, ven!
–grita Inés, invitándolo a acompañarla.
- Ni hablar, no pienso
caminar por el fuego ¿qué quieres? ¿qué me queme?
–¡Ven! No tengas miedo
–insiste ella.
Gonzalo se descalza y se
acerca a Inés que le tiende su pequeña mano para conducirlo por la
senda marcada por las cenizas. Gonzalo siente un calor amoroso en los
pies, un placer desconocido hasta entonces y el miedo ya marchó.
- ¿Quién eres? --le
pregunta desconcertado.
–Inés. Ya te lo dije.
–Pero,
no sé, no eres como las otras chicas.
–¿Por
qué lo dices?
–Tienes
algo diferente, especial.
–Ten
cuidado que a eso lo llaman amor.
Gonzalo
siente que ella dice la verdad.
—Vamos
a bañarnos al pantano –dice Inés de repente.
–No
seas loca. Primero el fuego, ahora el agua...además no podemos
bañarnos, está prohibido.
–No
importa –dice ella mientras comienza a quitarse la ropa,
esparciéndola por el prado y las escaleras que conducen al agua.
Gonzalo
está maravillado. Inés, la chica que acaba de conocer esa misma
noche y de la que se sabe ya profundamente enamorado, está
completamente desnuda, invitándolo al baño. Su cuerpo es menudo,
ligero y habla de un tesoro lleno de gozos y risas.
Los
primeros rayos de un nuevo día juegan a pelearse con las últimas
sombras de la noche. Gonzalo pisa la hierba. Está húmeda. Es el
rocío, piensa. Delante de él ve una flor preciosa. La coge. Quita
la ropa y se mete en el agua con la flor en la mano. Se la tiende a
Inés.
–Es
la flor del agua –dice ella. Solo dura un momento y trae amores a
quien la encuentra.
–Amores
–susurra él.
–Amores
eternos –responde ella.
Inés
se acerca a Gonzalo y lo rodea con sus brazos. Los cuerpos desnudos
son mecidos por las diminutas olas producidas por el suave lamento de
las campanas del fondo del embalse. Los labios de los dos amantes se
funden en un beso cálido, húmedo, largo, eterno.
Al
día siguiente nadie sabe nada de Gonzalo. Los amigos le habían
perdido la pista nada más llegar, en la parte del puente, y ya no lo
habían visto en toda la noche. Los padres, asustados, avisan a la
policía. Se inicia la búsqueda que da resultado al poco tiempo. La
ropa de Gonzalo y la de una chica está tirada en el prado y a los
pies del embarcadero. Los buzos buscan los cuerpos y encuentran en lo
más hondo del pantano el cuerpo de Gonzalo. El cuerpo de la chica no
aparece. El grupo de teatro contratado por el ayuntamiento dice no
saber nada de ella. Nadie denuncia su desaparición.
Cuenta
una leyenda que, desde la noche de San Juan de la entrada de siglo,
en el Palacio de Peñalver, se dejó de sentir la música triste del
clavicordio. Y que en el patio central crecen flores azules alrededor
de la estatua del hombre que se mira un pie. Y que todas las noches
de San Juan, cuando los hombres rinden su tributo al fuego, las
flores azules se desprenden de la tierra y un viento tibio las lleva
por el aire hasta depositarlas en el sendero de fuego y plata que
adorna las aguas del pantano.
Y
que el sonido de las gaitas tapa el suave lamento de las campanas que
duermen en lo más hondo del embalse.
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