Los domingos después de misa iba al
cementerio a charlar un rato con su Fabián. Después de haber
sobrevivido a la mina, se lo había llevado un tonto accidente de
coche hacía poco más de un año, dejándola sin problemas de dinero
pero sí con problemas de tiempo. Le sobraba.
Así que los lunes iba a yoga y los
martes a parchís. Estaba preparándose para un campeonato.
Los miércoles ejercía de abuela.
Atravesaba la ciudad, cambiando dos veces de línea de autobús, y
recogía a su nieto del colegio.
Los jueves tocaba ir a bailes de salón y
los viernes hacía punto con un grupo de señoras en el centro de
jubilados.
El sábado solía ser un día triste, sin
nada qué hacer, y lo pasaba amusgada delante de la televisión.
“Internet para mayores”. Era un curso
que ofrecía el ayuntamiento, y lo cambió por el baile de los jueves
al que, después de todo, sólo iban viejas.
Y aunque al principio le costó aprender,
descubrió un universo nuevo que le emocionó. Tenía a su alcance
todas las recetas de cocina del mundo, lecciones online de dibujo y
pintura, foros y blogs de labores donde podía incluso compartir
fotos de sus propios trabajos… Cualquier cosa que se le ocurriera.
No tardó mucho en comprarse un ordenador
y hacer que le instalaran lo necesario para tener acceso a todo ello
desde casa. Hasta podía hacer la compra sin salir.
Empezó dejando de ir a yoga y al grupo
de punto.
Hasta abandonó el campeonato de parchís,
después de todo lo que había entrenado.
Un día su hija la acusó de haberse
vuelto egoísta, y ella le contestó: “no lo entiendes, es que
tengo internet”.
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