Imagino que los sentimientos de mi padre
cuando yo nací debieron ser muy parecidos. Esa sensación de que
algo milagroso está a punto de ocurrir y tu papel es poco más que
el de un espectador.
En su caso, tendría los bolsillos
repletos de puros, como mandaba la tradición, esperando que nada se
complicara, que la naturaleza fuera benévola y poder al fin celebrar
el alumbramiento.
Mi hermana, con experiencia en estas
batallas, me aconsejó que no la dejara comer nada pesado, y yo le
ofrecí fruta, unos trozos de manzana que sé que le gusta, pero no
quiso comer nada. Yo nunca sabré lo que son los dolores de parto,
pero no me extrañó que no tuviese hambre.
Fueron unas horas angustiosas en las que
yo sólo podía ofrecerle comodidad y un entorno tranquilo, como
había aprendido en todos los libros que leí. Y confiar en que todo
fuera bien, tanto para la futura madre como para los que luchaban por
salir, que ya sabíamos que eran dos.
Y el alivio y la alegría que sentí
cuando ví aquellos morritos, aquellos dos pares de ojos ciegos, sólo
la puede entender alguien que quiera a su perrita tanto como yo a la
mía.
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