Sala de partos - Clara Conde

                                              


Imagino que los sentimientos de mi padre cuando yo nací debieron ser muy parecidos. Esa sensación de que algo milagroso está a punto de ocurrir y tu papel es poco más que el de un espectador.
En su caso, tendría los bolsillos repletos de puros, como mandaba la tradición, esperando que nada se complicara, que la naturaleza fuera benévola y poder al fin celebrar el alumbramiento.
Mi hermana, con experiencia en estas batallas, me aconsejó que no la dejara comer nada pesado, y yo le ofrecí fruta, unos trozos de manzana que sé que le gusta, pero no quiso comer nada. Yo nunca sabré lo que son los dolores de parto, pero no me extrañó que no tuviese hambre.
Fueron unas horas angustiosas en las que yo sólo podía ofrecerle comodidad y un entorno tranquilo, como había aprendido en todos los libros que leí. Y confiar en que todo fuera bien, tanto para la futura madre como para los que luchaban por salir, que ya sabíamos que eran dos.
Y el alivio y la alegría que sentí cuando ví aquellos morritos, aquellos dos pares de ojos ciegos, sólo la puede entender alguien que quiera a su perrita tanto como yo a la mía.






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