Tarde de playa - Gloria Losada





Estoy hasta las narices de este verano de mierda, aunque tengo que reconocer que es el cuento de todos los veranos. Estamos casi a mitad de Julio y hemos visto el sol tres o cuatro días. En menos que canta un gallo estaremos en Navidad, con el invierno encima y sin haber podido disfrutar del calor, del sol y de la playa. Y es que aquí hay que vivir al día. Si te levantas por la mañana y ves el cielo azul, ponte el bikini y a la playa, porque es probable que esa misma tarde las nubes hagan acto de presencia y se fastidie el asunto. Hoy por suerte no ha sido así, esta tarde el día sigue conservando su luz y su color, así que nada, aquí estoy, encima de la toalla, dejando que mi piel se broncee y chorreando  sudor por los cuatro costados, como a mí me gusta, qué carajo, que ya estoy más que harta de pasar frío.
Durante más o menos una hora me siento como en el paraíso, estoy con los cascos puestos escuchando mi música y abstraída de todo lo que me rodea. Me gustaría que el mundo se parara en estos instantes, pero evidentemente no lo hace, sigue rodando, tanto para mí como para el resto de sus habitantes, muchos de los cuales han tenido la misma idea que yo y comienzan a rodearme y a extender toallas a mi alrededor cual si fueran alfombras colocadas a mi paso, o al de cualquiera. Al principio no me importa. Soy consciente de que la playa es de todos, hasta que comienzan a llegar los pesaditos de turno. Primero es el grupo de adolescentes que se ha colocado un poco más arriba de mi cabeza. No saben hablar más que a gritos, tan a gritos que tengo que darle todo volumen a la música para no escuchar las tontadas que dicen. En un momento dado levanto la cabeza y los miro. Menudo grupito. Todos, absolutamente todos, están con las hormonas revolucionadas, ellas los miran a ellos entre la vergüenza y la provocación; ellos se hacen los fuertes y los valientes con peleas tontas y demostraciones de... qué se yo de qué, de la tontería que tienen encima.
Me vuelvo a recostar en la toalla y al poco rato un balón de plástico lanzado con una fuerza media aterriza directamente en mi cara. Me levanto con un cabreo del quince y veo a uno de los adolescentes del grupito de arriba acercarse a mí para recogerlo. Le digo que tenga más cuidado, que hay mucha playa y no es necesario ponerse a jugar al fútbol en medio de la gente. No me pide disculpas, es más, ni siquiera me contesta, me lanza una mirada que no sé interpretar, aunque me parece que lo que piensa es que estoy loca o algo así, y sigue jugando al fútbol en el mismo sitio en en el que estaba antes. Como me vuelvan a dar con la pelota, juro que se la hago tragar directamente.
Me recuesto nuevamente con la esperanza de poder pasar el resto de tarde tranquila, y cuando ya estoy medio adormilada me despierta una considerable cantidad de arena que alguien está dejando caer adrede sobre mi cuerpo. Abro los ojos y me encuentro con un mocoso de apenas tres o cuatro años con una paleta en una mano y en la otra un cubo lleno de arena la cual derrama sobre mí sin el menor pudor. Le pongo cara de ogro y le digo que se largue y me deje en paz. No me hace ni puto caso, menos mal que al rato aparece una mujer, aparentemente su madre, que después de decirle algo así como “Gustavo no empieces a darme la lata que nos vamos para casa”, lo coge bruscamente del brazo y se lo lleva de allí. Tampoco me pide disculpas, para qué. Me está dando la impresión de que soy invisible para el resto del género humano.
Esta vez ya no me echo en la toalla, me quedo sentada y al cabo de un rato, agobiada por los calores, me voy a dar un baño. El agua está un poco fría pero da lo mismo, me meto poco a poco, o al menos eso pretendo. Claro que una cosa es lo que pretendo y otra lo que pretenden los que están a mi alrededor, concretamente una parejita de enamorados absolutamente empalagosos que entran en el agua a todo correr, él persiguiéndola a ella, y salpican todo lo que encuentran a su alrededor, incluida yo, sin importarles lo más mínimo. Los miro con la misma cara de ogro con la que miré al niño, pero estos no se dan ni cuenta, demasiado ocupados en hacerse arrumacos con gesto de felicidad, después de haber jodido al personal.
Consigo finalmente zambullirme en el agua . Disfruto unos minutos de una paz relajante y me vuelvo a la toalla. Allí me encuentro de nuevo a Gustavo, niño encantador donde los haya, que de nuevo con su paleta y su cubo se dedica a ponerme la toalla perdida de arena y no contento con eso, en cuando lo echo con cajas destempladas el muy descarado me tira una palada de arena a la cara. Vamos, un angelito encantador. Le regaño, le digo que eso no se hace y que se lo voy a decir a su madre. No me hace falta, ya me ha oído ella y viene hacia mí hecha una fiera, que a ver quién soy yo para decirle nada a su niño, el angelito, con lo bueno y santo que es. Intento explicarle lo que ha pasado pero no me escucha, sigue dando gritos, haciendo que la mitad del personal que se encuentra a nuestro alrededor fije su atención en el espectáculo que está dando. Como yo siempre he sido muy discreta opto por no contestarle, ni siquiera la mando a la mierda, como me está diciendo mi cabeza. Miro el reloj y veo que son las siete de la tarde. Recojo mis cosas y me largo de la casa de locos en que se ha convertido la playa, tan tranquila hasta entonces. Es que desde que viene tanto turista, ya nada es lo mismo.
Me siento en una terraza, al borde del paseo, me pido una caña bien fria y en la más absoluta soledad me pongo a ver la vida pasar, sin adolescentes, sin niños malcriados, sin salpicaduras.... No se puede ir a la playa en domingo. A ver si el sol vuelve a salir mañana.








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