Esta
vez tiene que salir perfecto. Una obra de arte que dentro de
cincuenta, cien o doscientos años cuelgue en las paredes del Prado.
O del Louvre. O del... Da igual el museo. Y si no es uno de esos
famosos que salen en los documentales ya lo construirán.
Mezcla
los colores de forma casi obsesiva intentando dar con el tono exacto
que ha imaginado en su cabeza. Revisa el boceto a carboncillo y le da
unos toques de sombra. Retoca el moño y ladea la cabeza de ella, su
modelo.
Le
ha costado varios meses encontrar a la modelo perfecta y otros tantos
determinar la postura adecuada. Ni demasiado forzada ni demasiado
estática. Un par de detalles aquí y allá, un mantón de manila con
grandes flores rodeando su esbelto cuerpo, que descansa en un enorme
sofá encontrado en la acera –vintage
que dirían ahora-,
un cubo
metálico con flores recién cortadas a su lado y unos zapatos de
tacón tirados en el suelo, como si descansaran después de un largo
día de caminata.
Ha
tenido que colocar las flores de mil maneras y hacerles varias fotos
hasta que han quedado a su gusto. Después de tanto tiempo en su
estudio ya se habían secado. Por motivos prácticos es mejor
tenerlas en foto, aunque no huelan, a tener que ir a por un ramo a la
floristería cada semana.
Entre
flores, pintura, disolvente y demás le va salir un cuadro carísimo.
Pero no le importa. Es su obra de arte definitiva. Cuando sus alumnos
vuelvan por el invierno ya se recuperará económicamente.
Pero
el dinero es secundario. Se prometió a sí mismo que con su obra
conseguiría ser famoso, recorrería el mundo con ella y todos verían
su nombre en grandes letras impresas.
Y
por cabezonería o por locura, y gracias a los grandes maestros, de
quienes aprendió lo que sabe, su último cuadro será terminado y
expuesto en alguna pared ilustre.
Mezcla
una vez más y lanza otra vez sus pinceles hacia el lienzo.
Ella
suspira, intentando relajar los músculos, sonríe a su pintor,
sabiendo que él se juega mucho, y ella también, y vuelve a su
postura, intentando que el delicado mantón no resbale por su piel
morena.
Gracias
a un azar del destino, al accidente de coche que lo detuvo en aquella
gasolinera perdida en un pueblo de mala muerte, donde estaba ella que
no pudo comprarse el billete de autobús que la llevaría lejos de su
novio y lejos de una vida que no era para ella ni para nadie, sus
vidas se cruzaron una calurosa mañana de agosto.
Ella
le pidió unos euros para comprar agua y un bocadillo. Él le ofreció
llevarla donde quisiera. Ella sonrió, cansada. El se enamoró de esa
sonrisa dentro de esa morena cara triste, que sin hablar ya lo decía
todo. Y quiso pintarla una y mil veces.
Y
ahora ella está ahí, envuelta en un mantón de manila, posando para
él, sonriendo a la vida con algo menos de tristeza, intentando
parecer seductora.
Ya
queda un poco menos para pasar a la historia.
Y
su historia, la de ella, dio un giro, y empezó a ser una vida que sí
quería vivir, gracias a un pintor que mezclaba colores en su paleta
de manera casi obsesiva.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
Preciosa descripción de dos vidas encontradas al azar
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