Relato inspirado en la fotografía
Al joven Amador,
el panadero, lo fusilaron los nacionales poco después de terminar la
guerra civil, cuando ya se habían hecho con la victoria. Lo acusaron
de rojo, pero todo el mundo sabía que jamás se había metido en
política y que era una buena persona. También hoy sabemos que no
hacía falta ser rojo ni de ningún otro color para que mataran a
uno, bastaba una simple denuncia, por muy falsa que fuera, que tocara
los hilos necesarios y convenientes, para que se comenzara a mover
todo el engranaje que llevara hasta el paredón de fusilamiento a
aquel que molestaba.
Amador era el único
hijo de José y Celina, los panaderos de un pueblo de Castilla en el
que la guerra apenas se dejó sentir, si no fuera por la escasez y la
miseria. Aún así, viviendo en un núcleo rural en el que casi todos
sus habitantes se dedicaban a la economía de subsistencia, siempre
había algo que llevarse a la boca, unas verduras, un poco de pan, o
la carne de cerdo salada.
En aquel pueblo,
sin embargo había una familia especialmente desfavorecida. El marido
era un haragán que se dedicaba a emborracharse y a gastarse el
escaso dinero que su mujer ganaba trabajando en lo que podía. A
veces andaba al jornal, otras hacía pequeños trabajos de costura.
Tenían siete hijos muy pequeños, uno de los cuales Juanito, de la
edad de Amador, se hizo amigo del hijo de los panaderos desde que
comenzaron a ir al colegio. Tenía Juanito interés por el estudio y
era el único de los hermanos que se afanaba por aprender y a raíz
de ello le vino la amistad con Amador. Al salir de la escuela de don
Raimundo iban a hacer las tareas a la panadería, donde los
panaderos ya se afanaban por preparar la hornada, de la que siempre
apartaban una ración para que Juanito y su familia, tuvieran todos
los días un trozo de pan que llevarse a la boca. Siempre apreciaron
al pequeño como si fuera su propio hijo y nunca hicieron distinción
entre ambos, hasta el punto de que, cuando decidieron traspasar las
tareas de la panadería pensaron en los dos muchachos para ello.
Amador y Juanito
comenzaron a trabajar en la panadería apenas estalló la guerra.
Fueron años duros, difíciles y tristes, pero con tesón y mucho
esfuerzo iban saliendo adelante. Apenas comenzó la contienda
apareció por el pueblo Adelina, a la que sus padres enviaron a
vivir con su abuela, la señora Andresa, para protegerla de la guerra
en la medida de lo posible. Adelina tenía diecinueve años y era
bonita. Pequeña, menuda, con su melena rubia recogida siempre en una
alta coleta, de ojos muy azules y con una bella sonrisa que hacía en
sus mejillas se dibujaran unos graciosos hoyuelos. Amador se enamoró
en cuanto la vio, al salir de la iglesia un domingo cualquiera, y
ella, que también se había fijado en aquel mozo apuesto y galante
que la miraba sin reparos, no dudó en darle el sí cuando el
muchacho le propuso relaciones formales, luego de pedirle permiso a
la abuela. Así comenzaron su noviazgo, ajenos a las miradas cargadas
de envidia, a los pensamientos envenenados que Juanito proyectaba
sobre su amigo. Porque Juanito también se había enamorado de
Adelina, y celoso de Amador, no podía evitar imaginar su venganza,
una venganza cruel, inhumana, mezquina, como todas las venganzas, que
materializó cuando, recién terminada la guerra, denunció a su
amigo por rojo, por comunista, por subversivo, aún a sabiendas de
que era mentira, y a pesar de todo lo que moralmente le debía. No le
tembló la voz al denunciarlo falsamente, ni tampoco la mirada cuando
vio como la guardia civil lo sacaba de su casa y lo fusilaba junto a
la tapia del cementerio.
Todo el mundo supo
que la muerte de Amador la habían provocado los celos de su amigo.
Sus padres no lo pudieron resistir y murieron de pena con poco tiempo
de diferencia y Juanito no dudó en cortejar a Adelina. La moza le
dijo que no, que no lo querría nunca, que un hombre capaz de hacer
a un amigo lo que él había hecho con Amador no se merecía ni su
confianza ni mucho menos su amor. Entonces Juanito se marchó del
pueblo, un pueblo que había mantenido la boca cerrada aun siendo
conocedor de la afrenta cometida.
Adelina también
se marchó del pueblo. Con el tiempo se casó con un hombre que le
hizo olvidar a su primer amor. También Juanito encontró otra mujer
a la que amar. Y tuvieron hijos, y sus hijos también tuvieron hijos.
Me llamo Raquel y
soy nieta de Adelina. La historia de mi abuela se la he escuchado
relatar cientos de veces. La contaba hablando despacio, haciendo a
veces pausas para esconder la emoción que todavía sentía al hablar
de Amador, a pesar del tiempo transcurrido. Miraba hacia la nada y
sus ojos se velaban por unas lágrimas que a pesar de todo quedaban
allí en su mirada azul.
Un día dejó de
contarla, el día en que le presenté al que hoy es mi marido, Pablo,
nieto de aquel Juanito que muchos años atrás truncó su vida. A
Pablo lo conocí en el pueblo. La casualidad quiso que una tarde nos
encontráramos en el único bar que había. A ambos se nos había
dado por acudir allí sin motivo alguno. Yo buscaba un poco de
distracción, él jamás había estado allí y deseaba conocer de
primera mano la historia de su abuelo y de una mujer que por su causa
quedó viuda antes de casarse. Sí, fue una casualidad que nos
hubiéramos encontrado y que termináramos enamorándonos.
Cuando mi abuela
supo quién era Pablo se le quedó mirando un rato.
-Te pareces a tu
abuelo – le dijo – Solo espero que seas mejor persona que él y
que trates a mi nieta como se merece. Seguro que la vida te ha
enviado para compensar en ella todo el mal que a mi me hizo Juanito.
Nunca más mi
abuela volvió a contar su historia con el panadero. El odio que un
día envolvió a Juanito, la vida lo convirtió en el amor que su
nieto me regaló.
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