Para
Pepín el mejor momento del día era cuando su madre se tumbaba a su
lado y le leía un cuento antes de dormir. Las letras, esas bonitas
incógnitas que dándose la mano llegaban a formar historias
fascinantes, pronto se convirtieron en las mejores amigas del niño
que, sin que nadie lo enseñara, aprendió solo a leer, devorando
cuantos libros caían en sus manos. En su décimo cumpleaños le
regalaron “La isla del tesoro” de Robert Louis Stevenson. A Pepín
le encantó y desde entonces, los libros de piratas pasaron a ser sus
únicas lecturas. Así conoció a Barbarroja, a Barbanegra, a Francis
Drake o al Capitán Diablo. Con ellos surcó mares y océanos, viajó
a islas exóticas y misteriosas, buscó cofres repletos de doblones
de oro y vivió aventuras trepidantes, luchas a muerte, abordajes
violentos y motines a bordo. Y un día, cumplidos ya los quince años,
decidió que de mayor quería ser pirata. Pero un pirata feo, con
cara de malo, un parche en el ojo y pata de palo. También tendría
un loro y un barco bien aprovisionado y armas y...lo más importante:
necesitaba un nombre fuerte, con garra, un nombre que infundiera
terror. Comenzó a garabatear nombres y más nombres en una hoja de
papel pero no acababa de gustarle ninguno, hasta que se dio cuenta de
que su nombre era perfecto. Se llamaría Pepón. Pepón, el pirata.
Decidido
su nombre y su futuro solo quedaba estudiar la manera de hacerse con
un barco, algo que debería dejar para un poco más adelante, para su
mayoría de edad. Mientras tanto, se dedicaría a buscar información
en los libros. El barco debía ser veloz, con una quilla baja para
acercarse a la orilla sin embarrancar. Lo dotaría con cuatro cañones
ligeros y un par de botes de remos. Necesitaba también una
tripulación y provisiones. Y armas, muchas armas. Lo planificaría
todo muy bien, con sumo cuidado, para cuando llegara el momento.
Cinco
años después, la herencia del abuelo, solucionó el problema del
barco. Lo compró a un módico precio, dadas las circunstancias, pues
no estaba en condiciones de navegar. Era un barco de los usados para
pasear turistas, pero la estética era de pirata, como él lo había
imaginado, con sus velas al viento y su bandera negra con una
calavera blanca. Lo dejó atracado en la ría de Avilés, mientras
hacía las reparaciones necesarias para poder botarlo a la mar.
Durante tres años, ante la consternación de sus padres, Pepón usó
su tiempo y su dinero en poner el barco a punto. Y para ganar algo lo
abrió al público los fines de semana y los meses de verano,
recibiendo a los visitantes vestido de pirata.
El
primer día fue exitoso, teniendo en cuenta la recaudación, pero un
niño de siete años le abrió los ojos a la cruda realidad. “Es un
pirata de mentira, mamá, dijo el niño. Los piratas son feos,
tienen una pata de palo y un parche en el ojo. Además ¿dónde está
el loro?”.
Al
llegar a casa Pepón se miró detenidamente al espejo. El niño tenía
razón. Su cara era agradable, el pelo corto y arreglado, y lo peor
de todo: tenía dos piernas y dos ojos. ¿Y el loro? ¿Cómo no había
pensando en el loro? ¿Qué clase de pirata sería sin él? Lo añadió
a su lista de provisiones.
Pepón
dejó crecer su pelo hasta lograr una melena oscura y dresgreñada.
Los atracones de chocolate poblaron su cara de granos repugnantes. Y
tras mucho ensayar ante el espejo, su boca comenzó a lucir una
sonrisa diabólica. Estaba muy satisfecho de sí mismo. Ya casi
parecía un pirata. Debía dar el siguiente paso.
Pepón
recorrió varias consultas de cirujanos, pidiéndoles que le cortaran
una pierna y le sacaran un ojo. Los médicos, atónitos, lo miraban
fijamente, como quien mira a un loco, aunque él nunca se había
sentido tan cuerdo. Después le recetaban un montón de pastillas y
le recomendaban visitar a un psiquiatra. También era mala pata que
los médicos fueran tan cuadriculados, tan poco respetuosos con los
deseos de los demás. Si muchas veces cortaban piernas y sacaban ojos
sin que nadie se lo pidiera, porqué a él no se lo quitaban
pidiéndolo. No le dejaban más salida que visitar los bajos fondo.
Habló con asesinos y gente de la peor calaña que, tras soltar unos
cuantos billetes, lo llevaron hasta un sádico famoso. Cuando le
habló de su deseo, al sádico se le iluminaron los ojos, mientras le
caía babilla por la boca, pero acabó declinando la invitación. Una
cosa era pegarle con un látigo, clavarle puntas, quemarlo con
cigarrillos o molerlo a palos. Otra muy diferente cortarle una pierna
o sacarle un ojo. Podía tener problemas con la justicia.
Pepón
no entendía nada. ¿Porqué no encontraba a nadie dispuesto a
ayudarlo?
La
ayuda llegó un día, en contra de su voluntad, cuando un par de
energúmenos lo sacaron de casa, lo metieron en una furgoneta y lo
descargaron en un centro psiquiátrico.
Al
principio le costó trabajo habituarse al lugar, pero pronto pensó
en aprovechar el tiempo. Pasó horas delante de un espejo, ensayando
para cambiar su sonrisa diabólica por una mueca atroz. Y tuvo la
brillante idea de poner un parche en el ojo, al fin y al cabo no
creía que a nadie le diera por mirar debajo. Con el parche en el ojo
y la cara de malo ya casi parecía un pirata.
Por
suerte, Leocadio, su compañero de habitación, era especialista en
cortar cosas: los manteles del comedor, los pelos de las enfermeras,
las batas de los médicos, las patas de las sillas...y accedió a
prestarle ayuda. Necesitaban entrar en el cobertizo del jardín, para
coger un serrucho de los utilizados para podar árboles. Otros
compañeros, bajo la promesa de hacerlos miembros de su tripulación
cooperaron en el robo. Tito fingió un ataque epiléptico, Genaro,
armó una de sus habituales broncas y Dámaso corrió desnudo por los
pasillos, mientras Eusebio y Julián vigilaban silbando para
disimular. En apenas diez minutos, la sierra estaba bajo el colchón
de Leocadio, sin que nadie se diera cuenta. Pepón se sentía tan
feliz como cuando su madre le leía cuentos en la cama. Su barco lo
estaba esperando. Había que planificar la fuga al detalle, buscando
el momento adecuado.
Preparar
un plan perfecto llevó su tiempo. En cuanto zarparan, Leocadio sería
nombrado cirujano de a bordo. Con Pepón practicaría las técnicas
de amputación. En cuanto a extraer balas o curar heridas de fuego o
de machete no revestía mucha dificultad, como bien se veía en las
películas. Carpenter, un artista inglés que pasaba el día tallando
en trozos de madera, le haría la pata de palo y un bastón con
empuñadura de calavera, para usarlo al principio, hasta que se
acostumbrara a la pierna nueva. De cocinero llevarían al del
hospital porque les gustaba mucho su comida. Lo drogarían con las
pastillas que iban guardando entre todos y lo meterían en la
furgoneta del frutero que tenía a su madre allí y no ser perdía
ninguna fiesta. Lo mismo harían con uno de los celadores, pues era
fuerte y se le daba bien castigar a los desobedientes. Y la
obediencia era la regla número uno de un barco. Para artilleros ya
había un buen número de voluntarios y para eso no hacía falta
experiencia, siendo la bala tan grande seguro que acertaban siempre.
Hechos
todos los preparativos, analizada punto por punto la situación,
elaborada la lista de tripulantes, ya solo quedaba esperar el momento
propicio: la fiesta del hospital, cuando acudían los familiares en
masa. Mientras, Pepón seguía ensayando su cara de malo y vigilaba
la botella de ron escondida en el interior de su armario. La
necesitaría como anestesia. Sería una tragedia perderla.
El
día de la fiesta Pepón colocó el parche en el ojo, dejó su melena
sin peinar, puso cara de malo y escondió la botella de ron en su
chaqueta. Después se dirigió al jardín. Vigiló la entrada y en un
descuido subió a la furgoneta. No tardaron en llegar los demás.
Arrancaron y se dirigieron a la Ría de Avilés. Allí, estaba
esperándolos el barco. Subieron con cautela, saliendo de la
furgoneta uno a uno para no despertar sospechas y cuanto ya
estuvieron todos a bordo se echaron a la mar.
El
corazón de Pepón parecía a punto de estallar en mil pedazos. El
viento le acariciaba la cara llena de granos y se enredaba en su pelo
grasiento. El parche no le dejaba verlo todo como le gustaría, pero
en la vida si se quiere algo hay que sacrificarse. Había salido todo
perfecto. Sacó la botella de ron y tomó unos tragos, mientras
Leocadio limpiaba la sierra con esmero para cortarle la pierna.
De
repente, Carpenter preguntó: ¿Dónde está el loro?
Pepón
se echó las manos a la cabeza. Cómo se le podía haber olvidado
algo tan sumamente importante. Qué porquería de pirata iba a ser él
sin un loro en el hombro. No, no, no podía ser. Leocadio y
Carpenter, sus dos más fieles amigos coincidieron con él; sin un
loro eso no era un barco pirata ni era nada. Decepcionados por su
mala cabeza, decidieron dar la vuelta. Ya los estaban esperando en el
puerto para llevarlos de vuelta al psiquiátrico. Mucho mejor, porque
estaban todos bastante mareados para poder conducir. Pepón, ya en la
cama, pensaba en su mala pata. Pero no siempre tienen por qué salir
mal las cosas, se acabó diciendo a sí mismo. La próxima saldrá
perfecta. Lo primero que hizo al levantarse al día siguiente fue ir
a ver al director para pedirle permiso para tener un loro. El
director sorprendido dijo que lo pensaría y, tras hablarlo con el
consejo, decidieron que un loro no haría mal a nadie en ese lugar,
les serviría de entretenimiento. Ahora ya lo tenían todo a punto,
sonrió Pepón con su mueca atroz en la cara... Solo debían esperar
a la próxima fiesta.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario