Pepón, el pirata - Cristina Muñiz Martín

                                       

Para Pepín el mejor momento del día era cuando su madre se tumbaba a su lado y le leía un cuento antes de dormir. Las letras, esas bonitas incógnitas que dándose la mano llegaban a formar historias fascinantes, pronto se convirtieron en las mejores amigas del niño que, sin que nadie lo enseñara, aprendió solo a leer, devorando cuantos libros caían en sus manos. En su décimo cumpleaños le regalaron “La isla del tesoro” de Robert Louis Stevenson. A Pepín le encantó y desde entonces, los libros de piratas pasaron a ser sus únicas lecturas. Así conoció a Barbarroja, a Barbanegra, a Francis Drake o al Capitán Diablo. Con ellos surcó mares y océanos, viajó a islas exóticas y misteriosas, buscó cofres repletos de doblones de oro y vivió aventuras trepidantes, luchas a muerte, abordajes violentos y motines a bordo. Y un día, cumplidos ya los quince años, decidió que de mayor quería ser pirata. Pero un pirata feo, con cara de malo, un parche en el ojo y pata de palo. También tendría un loro y un barco bien aprovisionado y armas y...lo más importante: necesitaba un nombre fuerte, con garra, un nombre que infundiera terror. Comenzó a garabatear nombres y más nombres en una hoja de papel pero no acababa de gustarle ninguno, hasta que se dio cuenta de que su nombre era perfecto. Se llamaría Pepón. Pepón, el pirata.
Decidido su nombre y su futuro solo quedaba estudiar la manera de hacerse con un barco, algo que debería dejar para un poco más adelante, para su mayoría de edad. Mientras tanto, se dedicaría a buscar información en los libros. El barco debía ser veloz, con una quilla baja para acercarse a la orilla sin embarrancar. Lo dotaría con cuatro cañones ligeros y un par de botes de remos. Necesitaba también una tripulación y provisiones. Y armas, muchas armas. Lo planificaría todo muy bien, con sumo cuidado, para cuando llegara el momento.
Cinco años después, la herencia del abuelo, solucionó el problema del barco. Lo compró a un módico precio, dadas las circunstancias, pues no estaba en condiciones de navegar. Era un barco de los usados para pasear turistas, pero la estética era de pirata, como él lo había imaginado, con sus velas al viento y su bandera negra con una calavera blanca. Lo dejó atracado en la ría de Avilés, mientras hacía las reparaciones necesarias para poder botarlo a la mar. Durante tres años, ante la consternación de sus padres, Pepón usó su tiempo y su dinero en poner el barco a punto. Y para ganar algo lo abrió al público los fines de semana y los meses de verano, recibiendo a los visitantes vestido de pirata.
El primer día fue exitoso, teniendo en cuenta la recaudación, pero un niño de siete años le abrió los ojos a la cruda realidad. “Es un pirata de mentira, mamá, dijo el niño. Los piratas son feos, tienen una pata de palo y un parche en el ojo. Además ¿dónde está el loro?”.
Al llegar a casa Pepón se miró detenidamente al espejo. El niño tenía razón. Su cara era agradable, el pelo corto y arreglado, y lo peor de todo: tenía dos piernas y dos ojos. ¿Y el loro? ¿Cómo no había pensando en el loro? ¿Qué clase de pirata sería sin él? Lo añadió a su lista de provisiones.
Pepón dejó crecer su pelo hasta lograr una melena oscura y dresgreñada. Los atracones de chocolate poblaron su cara de granos repugnantes. Y tras mucho ensayar ante el espejo, su boca comenzó a lucir una sonrisa diabólica. Estaba muy satisfecho de sí mismo. Ya casi parecía un pirata. Debía dar el siguiente paso.
Pepón recorrió varias consultas de cirujanos, pidiéndoles que le cortaran una pierna y le sacaran un ojo. Los médicos, atónitos, lo miraban fijamente, como quien mira a un loco, aunque él nunca se había sentido tan cuerdo. Después le recetaban un montón de pastillas y le recomendaban visitar a un psiquiatra. También era mala pata que los médicos fueran tan cuadriculados, tan poco respetuosos con los deseos de los demás. Si muchas veces cortaban piernas y sacaban ojos sin que nadie se lo pidiera, porqué a él no se lo quitaban pidiéndolo. No le dejaban más salida que visitar los bajos fondo. Habló con asesinos y gente de la peor calaña que, tras soltar unos cuantos billetes, lo llevaron hasta un sádico famoso. Cuando le habló de su deseo, al sádico se le iluminaron los ojos, mientras le caía babilla por la boca, pero acabó declinando la invitación. Una cosa era pegarle con un látigo, clavarle puntas, quemarlo con cigarrillos o molerlo a palos. Otra muy diferente cortarle una pierna o sacarle un ojo. Podía tener problemas con la justicia.
Pepón no entendía nada. ¿Porqué no encontraba a nadie dispuesto a ayudarlo?
La ayuda llegó un día, en contra de su voluntad, cuando un par de energúmenos lo sacaron de casa, lo metieron en una furgoneta y lo descargaron en un centro psiquiátrico.
Al principio le costó trabajo habituarse al lugar, pero pronto pensó en aprovechar el tiempo. Pasó horas delante de un espejo, ensayando para cambiar su sonrisa diabólica por una mueca atroz. Y tuvo la brillante idea de poner un parche en el ojo, al fin y al cabo no creía que a nadie le diera por mirar debajo. Con el parche en el ojo y la cara de malo ya casi parecía un pirata.
Por suerte, Leocadio, su compañero de habitación, era especialista en cortar cosas: los manteles del comedor, los pelos de las enfermeras, las batas de los médicos, las patas de las sillas...y accedió a prestarle ayuda. Necesitaban entrar en el cobertizo del jardín, para coger un serrucho de los utilizados para podar árboles. Otros compañeros, bajo la promesa de hacerlos miembros de su tripulación cooperaron en el robo. Tito fingió un ataque epiléptico, Genaro, armó una de sus habituales broncas y Dámaso corrió desnudo por los pasillos, mientras Eusebio y Julián vigilaban silbando para disimular. En apenas diez minutos, la sierra estaba bajo el colchón de Leocadio, sin que nadie se diera cuenta. Pepón se sentía tan feliz como cuando su madre le leía cuentos en la cama. Su barco lo estaba esperando. Había que planificar la fuga al detalle, buscando el momento adecuado.
Preparar un plan perfecto llevó su tiempo. En cuanto zarparan, Leocadio sería nombrado cirujano de a bordo. Con Pepón practicaría las técnicas de amputación. En cuanto a extraer balas o curar heridas de fuego o de machete no revestía mucha dificultad, como bien se veía en las películas. Carpenter, un artista inglés que pasaba el día tallando en trozos de madera, le haría la pata de palo y un bastón con empuñadura de calavera, para usarlo al principio, hasta que se acostumbrara a la pierna nueva. De cocinero llevarían al del hospital porque les gustaba mucho su comida. Lo drogarían con las pastillas que iban guardando entre todos y lo meterían en la furgoneta del frutero que tenía a su madre allí y no ser perdía ninguna fiesta. Lo mismo harían con uno de los celadores, pues era fuerte y se le daba bien castigar a los desobedientes. Y la obediencia era la regla número uno de un barco. Para artilleros ya había un buen número de voluntarios y para eso no hacía falta experiencia, siendo la bala tan grande seguro que acertaban siempre.
Hechos todos los preparativos, analizada punto por punto la situación, elaborada la lista de tripulantes, ya solo quedaba esperar el momento propicio: la fiesta del hospital, cuando acudían los familiares en masa. Mientras, Pepón seguía ensayando su cara de malo y vigilaba la botella de ron escondida en el interior de su armario. La necesitaría como anestesia. Sería una tragedia perderla.
El día de la fiesta Pepón colocó el parche en el ojo, dejó su melena sin peinar, puso cara de malo y escondió la botella de ron en su chaqueta. Después se dirigió al jardín. Vigiló la entrada y en un descuido subió a la furgoneta. No tardaron en llegar los demás. Arrancaron y se dirigieron a la Ría de Avilés. Allí, estaba esperándolos el barco. Subieron con cautela, saliendo de la furgoneta uno a uno para no despertar sospechas y cuanto ya estuvieron todos a bordo se echaron a la mar.
El corazón de Pepón parecía a punto de estallar en mil pedazos. El viento le acariciaba la cara llena de granos y se enredaba en su pelo grasiento. El parche no le dejaba verlo todo como le gustaría, pero en la vida si se quiere algo hay que sacrificarse. Había salido todo perfecto. Sacó la botella de ron y tomó unos tragos, mientras Leocadio limpiaba la sierra con esmero para cortarle la pierna.
De repente, Carpenter preguntó: ¿Dónde está el loro?
Pepón se echó las manos a la cabeza. Cómo se le podía haber olvidado algo tan sumamente importante. Qué porquería de pirata iba a ser él sin un loro en el hombro. No, no, no podía ser. Leocadio y Carpenter, sus dos más fieles amigos coincidieron con él; sin un loro eso no era un barco pirata ni era nada. Decepcionados por su mala cabeza, decidieron dar la vuelta. Ya los estaban esperando en el puerto para llevarlos de vuelta al psiquiátrico. Mucho mejor, porque estaban todos bastante mareados para poder conducir. Pepón, ya en la cama, pensaba en su mala pata. Pero no siempre tienen por qué salir mal las cosas, se acabó diciendo a sí mismo. La próxima saldrá perfecta. Lo primero que hizo al levantarse al día siguiente fue ir a ver al director para pedirle permiso para tener un loro. El director sorprendido dijo que lo pensaría y, tras hablarlo con el consejo, decidieron que un loro no haría mal a nadie en ese lugar, les serviría de entretenimiento. Ahora ya lo tenían todo a punto, sonrió Pepón con su mueca atroz en la cara... Solo debían esperar a la próxima fiesta.





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