Una de piratas - Esperanza Tirado

                                      


 La última vez que nos vimos con vida fue en la Taberna del Ojo Cojo, en Isla Tortuga, compartiendo unas pintas a la memoria del almirante Wilson; a quien habíamos capturado tras asaltar su nave, la ‘Gloriosa’.
El rescate exigido a Su Graciosa Majestad no llegamos a cobrarlo, pues el pobre hombre se nos murió a consecuencia de una septicemia, producida por un balazo en la pierna izquierda. Así que el botín repartido, descontando el rescate, fue una miseria.
Menos es nada, decíamos. El próximo será el triple. Ya nos ocuparemos de que el siguiente permanezca con vida. Cobraremos una fortuna y nos retiraremos a una islita perdida del Caribe, a disfrutar de la sabrosura de las isleñas, a pescar cangrejos y a beber ron.
Nuestro sueño hubo de posponerse un tiempo. La milicia inglesa había sido avisada de nuestro delito. Y cientos de casacas rojas, mosquete en mano, pululaban por todas las tabernas de la zona tras nuestros pasos.
Allí separamos nuestros destinos.
¡Arrr, Dave El Largo! Cómo te echo de menos...
Surcar los mares ya no fue lo mismo sin su compañía.
Dave El Largo y El Tuerto Rick. Éramos el terror de los mares. Uníamos nuestros barcos y nuestras tripulaciones y no había enemigo que se resistiera.
Aprendimos mucho del Gran Jack Sparrow. Su ingenio y bravura eran célebres en todos los mares. Todos le admirábamos. Y ellas caían rendidas en sus brazos.
¿Cómo lo conseguiría el muy bastardo? Ya estoy viejo para preguntar y comprobarlo por mí mismo. Maldita próstata...
¡Rayos! Esta vida de pirata es complicada. Más que la de tierra firme.
Me escapé del penal donde me cayeron veinte años por robar una oveja. No tuve paciencia para esperar tanto tiempo allí encerrado. Así que me fui a ver mundo y a hacerme rico.
Y ¡maldición! No lo he conseguido.
He perdido un ojo, tres barcos, muchos y muy buenos hombres, cientos de apuestas y alguna mala mujer que no quiso venirse conmigo.
He abordado y hundido más barcos de los que puedo contar con los dedos de mis manos. Una lástima. Algunos eran verdaderas joyas flotantes.
Pero en el mar imperaba el código pirata. Y así era la vida.
Aunque me costó hacerme a ella. Al principio se reían de mí llamándome dulce marinerito. La primera vez que embarqué vomité hasta la papilla, no sabía cómo coger una brújula y el timón era más grande que yo.
Pero espabilé. Vaya si lo hice. Al finalizar mi segunda travesía ya nadie se atrevía a reírse de mí ni a mirarme de reojo.
Al desembarcar en Port Royal le conocí. Dave El Largo ya tenía un nombre hecho en puertos, tabernas y despachos de almirantes y altos consejeros de navegación. De él aprendí como se aprende de un maestro. Gracias a él conseguí desenvolverme como pez en el agua, nunca mejor dicho, en todas las cubiertas que pisé.
Me enseñó a manejar cuchillos. Los volteaba y los lanzaba como si hubiera nacido ya con ellos entre las manos. Pero no me conseguí acostumbrar a las pistolas y arcabuces. Perdía un tiempo precioso cargándolas. Y el olor a pólvora me mareaba.
Las peleas en distancias cortas eran lo mío. Ver la expresión de mi enemigo poco antes de morir es algo que no se olvida. Sinceramente, no me arrepiento. Era matar o morir. Y yo siempre le tuve mucho aprecio a mi vida.
Como se lo tenía a Dave. Ningún filibustero que se precie merece acabar así. Si hubiera sido colgando de una horca, bien alto sobre nuestras cabezas, hubiera sido algo más digno.
Pero... aplastado por una piara de cerdos mientras se escondía de los soldados franceses... ¡Malditos sean esos gabachos!
Vergonzoso final para tan insigne luchador.
¡Que el Dios de los Mares y la Libertad de los Piratas le tengan en su Gloria!
Esta ronda va a tu Salud, compañero.






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