¡Viva Pedro! - Marian Muñoz

                                           

A pesar del bullicio pude pasar lista a las compañeras del taller de lectura apuntadas para visitar el Castillo de Gauzón. Tras una semana soleada, el día elegido prometía viento y lluvia, algo poco recomendado para visitar los restos de tan insigne reducto.
Tras contactar con las guías y comprobar que todas estábamos presentes, procedimos a seguir en animada charla a dos licenciadas, que con mimo y devoción nos narraban la historia de dicho cerro.
Subimos una pronunciada pendiente, desde la que se divisaba por completo las localidades vecinas de Salinas y Raíces Nuevo, nuestras cicerones nos explicaron las excavaciones que allí veíamos, y estudiantes de rodillas o sentados, con la ayuda de pinceles o escobillas, intentaban descubrir la ancestral historia que el paso del tiempo había borrado.
Las separaciones de muros de piedra y mortero de cal, permitían reconocer las dimensiones de los alojamientos, comedores o capilla, que en tan insigne lugar habían existido unos siglos antes.
Los fosos y la muralla daban indicios de ser un importante fortín, desde donde creaban, vigilaban y custodiaban la que siglos más tarde fue el símbolo del Principado, la Cruz de la Victoria.
En el terreno excavado se apreciaban diferentes niveles, según las jerarquías de los habitantes del castillo. Nos estaban mostrando la torre real, donde suponían que se alojaban los reyes, y abstraída visionando en mi imaginación a un rey y una reina, con sus pesados y lustrosos trajes, moviéndose por aquella estancia, no me percaté que una espesa niebla comenzó a rodearnos. Cuando salí de mi ensoñación, apenas podía vislumbrar a la compañera que tenía más cerca, sólo era una silueta que poco a poco se fue difuminando.
Reconozco que soy miedosa, y en aquel momento el corazón se me encogió. Temía moverme dentro de aquella oscuridad, porque si daba un traspié, acabar montículo abajo podía ser peligroso, por lo que decidí quedarme muy quieta, a pesar de la angustia que padecía.
Poco duró el silencio total, enseguida se oyeron truenos y poco después pude ver relámpagos. Angustiada por si un rayo me alcanzaba, no sabía qué hacer. La congoja me había paralizado, no podía gritar, ni siquiera llamar a mis compañeras, un miedo irracional me hacía sentir como si estuviera en una cárcel sin barrotes y sin ver nada más allá de la punta de mi nariz.
Poco tiempo después la niebla pareció disiparse en la zona de donde procedían los resplandores y los sonidos tan fuertes. Aquella escena se acercaba lentamente y fue entonces cuando comencé a oír gritos y gemidos humanos. Asustada como estaba y sin atrever a mover ni un solo musculo para no ser vista, contemplé con estupor que los relámpagos y truenos no eran más que el sonido de cañones atacando a un barco. Cuando al fin se despejó por completo la niebla, pude apreciar un bajel pirata, pues en su mástil central ondeaba una bandera blanca con la famosa calavera, y una carabela alumbrada por el fogonazo de los cañones. Esta ultima parecía comandada por un muchacho, quien daba órdenes a hombres vestidos de uniforme.
¡Era una batalla contra piratas! ¡La ría estaba a los pies del montículo en el que yo estaba! No podía ser, estaba soñando, me pellizqué para comprobarlo, y ¡ay, me hice daño!
No podía dejar de mirar aquella escena, a cañonazo limpio en lo que parecía la entrada a la ría de Avilés. Agucé el oído para ver si entendía lo que allá abajo gritaban, y reconocí a los piratas hablando un lenguaje parecido al francés y a los militares un castellano en desuso. Sin pestañear para no perderme ni un ápice, veía como los proyectiles impactaban en el barco pirata, como corrían aquellos desventurados de un lado a otro apagando fuegos, tapando agujeros y prendiendo mechas de sus propios cañones. Se veía claro que intentaban el acercamiento para abordar el barco militar, pero aquel muchacho no muy alto, y de complexión fuerte, era un buen estratega y evitaba la cercanía porque sabría que no le convenía el cuerpo a cuerpo.
No sé cuanto duró aquel episodio, estaba tan absorta viendo la escena, que aseguraría que el tiempo se había detenido. El crujir de las maderas de ambos barcos en cada agresión, el aullido de los hombres al ser alcanzados por las explosiones, el griterío de unos y otros, se apagó de repente al caer el palo central del barco pirata sobre el otro. Parecía no tener remedio el abordaje, hasta que sin previo aviso los militares con aquel muchacho al frente, hicieron equilibrios sobre la dañada madera del mástil y atacaron ferozmente a los piratas, peleando con sus sables o espadas, no sé, y tirándolos al agua o matándolos impunemente.
Cuando al fin hubo un ganador en la dura batalla, la bandera pirata fue quemada a la par que su nave, pude contemplar como poco a poco se hundía, arrastrada mar adentro por el barco militar.
Una vez desaparecido el bajel pirata bajo el agua, el otro barco se acercó a la falda del montículo en el que estaba el castillo de Gauzón. Salió a recibirlo un hombre vestido con elegantes y antiguos ropajes, gritando como consigna ¡Viva Pedro Menéndez de Avilés!, saliendo a hombros el valiente muchacho.
Repentinamente desperté, comprobé que estaba en mi cama febrilmente sudorosa, tras haberme calado hasta el tuétano con el chaparrón que nos cayó visitando el castillo de Gauzón, había pillado un buen resfriado, y para entretenerme mientras sanaba, leía la vida y aventuras del Adelantado de la Florida, quien a los catorce años embarcó como grumete en una escuadra española para perseguir corsarios franceses. El emperador Carlos V le autorizó personalmente perseguir piratas y limpió de éstos las costas cantábricas y gallegas. Aburrido de no tener más que hacer, comenzó a realizar viajes al Nuevo Mundo comandando diversos buques, hasta que el 28 de agosto de 1565 llegó a las costas de Florida y exploró un puerto natural, que bautizó con el nombre de San Agustín.
Y yo que pensaba que:
La vida pirata es la vida mejor
Sin trabajar, sin estudiar, sólo trincar de……. La botella de ron.





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