A
pesar del bullicio pude pasar lista a las compañeras del taller de
lectura apuntadas para visitar el Castillo de Gauzón. Tras una
semana soleada, el día elegido prometía viento y lluvia, algo poco
recomendado para visitar los restos de tan insigne reducto.
Tras
contactar con las guías y comprobar que todas estábamos presentes,
procedimos a seguir en animada charla a dos licenciadas, que con mimo
y devoción nos narraban la historia de dicho cerro.
Subimos
una pronunciada pendiente, desde la que se divisaba por completo las
localidades vecinas de Salinas y Raíces Nuevo, nuestras cicerones
nos explicaron las excavaciones que allí veíamos, y estudiantes de
rodillas o sentados, con la ayuda de pinceles o escobillas,
intentaban descubrir la ancestral historia que el paso del tiempo
había borrado.
Las
separaciones de muros de piedra y mortero de cal, permitían
reconocer las dimensiones de los alojamientos, comedores o capilla,
que en tan insigne lugar habían existido unos siglos antes.
Los
fosos y la muralla daban indicios de ser un importante fortín, desde
donde creaban, vigilaban y custodiaban la que siglos más tarde fue
el símbolo del Principado, la Cruz de la Victoria.
En
el terreno excavado se apreciaban diferentes niveles, según las
jerarquías de los habitantes del castillo. Nos estaban mostrando la
torre real, donde suponían que se alojaban los reyes, y abstraída
visionando en mi imaginación a un rey y una reina, con sus pesados y
lustrosos trajes, moviéndose por aquella estancia, no me percaté
que una espesa niebla comenzó a rodearnos. Cuando salí de mi
ensoñación, apenas podía vislumbrar a la compañera que tenía más
cerca, sólo era una silueta que poco a poco se fue difuminando.
Reconozco
que soy miedosa, y en aquel momento el corazón se me encogió.
Temía moverme dentro de aquella oscuridad, porque si daba un
traspié, acabar montículo abajo podía ser peligroso, por lo que
decidí quedarme muy quieta, a pesar de la angustia que padecía.
Poco
duró el silencio total, enseguida se oyeron truenos y poco después
pude ver relámpagos. Angustiada por si un rayo me alcanzaba, no
sabía qué hacer. La congoja me había paralizado, no podía
gritar, ni siquiera llamar a mis compañeras, un miedo irracional me
hacía sentir como si estuviera en una cárcel sin barrotes y sin ver
nada más allá de la punta de mi nariz.
Poco
tiempo después la niebla pareció disiparse en la zona de donde
procedían los resplandores y los sonidos tan fuertes. Aquella
escena se acercaba lentamente y fue entonces cuando comencé a oír
gritos y gemidos humanos. Asustada como estaba y sin atrever a mover
ni un solo musculo para no ser vista, contemplé con estupor que los
relámpagos y truenos no eran más que el sonido de cañones atacando
a un barco. Cuando al fin se despejó por completo la niebla, pude
apreciar un bajel pirata, pues en su mástil central ondeaba una
bandera blanca con la famosa calavera, y una carabela alumbrada por
el fogonazo de los cañones. Esta ultima parecía comandada por un
muchacho, quien daba órdenes a hombres vestidos de uniforme.
¡Era
una batalla contra piratas! ¡La ría estaba a los pies del montículo
en el que yo estaba! No podía ser, estaba soñando, me pellizqué
para comprobarlo, y ¡ay, me hice daño!
No
podía dejar de mirar aquella escena, a cañonazo limpio en lo que
parecía la entrada a la ría de Avilés. Agucé el oído para ver
si entendía lo que allá abajo gritaban, y reconocí a los piratas
hablando un lenguaje parecido al francés y a los militares un
castellano en desuso. Sin pestañear para no perderme ni un ápice,
veía como los proyectiles impactaban en el barco pirata, como
corrían aquellos desventurados de un lado a otro apagando fuegos,
tapando agujeros y prendiendo mechas de sus propios cañones. Se
veía claro que intentaban el acercamiento para abordar el barco
militar, pero aquel muchacho no muy alto, y de complexión fuerte,
era un buen estratega y evitaba la cercanía porque sabría que no le
convenía el cuerpo a cuerpo.
No
sé cuanto duró aquel episodio, estaba tan absorta viendo la escena,
que aseguraría que el tiempo se había detenido. El crujir de las
maderas de ambos barcos en cada agresión, el aullido de los hombres
al ser alcanzados por las explosiones, el griterío de unos y otros,
se apagó de repente al caer el palo central del barco pirata sobre
el otro. Parecía no tener remedio el abordaje, hasta que sin previo
aviso los militares con aquel muchacho al frente, hicieron
equilibrios sobre la dañada madera del mástil y atacaron ferozmente
a los piratas, peleando con sus sables o espadas, no sé, y
tirándolos al agua o matándolos impunemente.
Cuando
al fin hubo un ganador en la dura batalla, la bandera pirata fue
quemada a la par que su nave, pude contemplar como poco a poco se
hundía, arrastrada mar adentro por el barco militar.
Una
vez desaparecido el bajel pirata bajo el agua, el otro barco se
acercó a la falda del montículo en el que estaba el castillo de
Gauzón. Salió a recibirlo un hombre vestido con elegantes y
antiguos ropajes, gritando como consigna ¡Viva Pedro Menéndez de
Avilés!, saliendo a hombros el valiente muchacho.
Repentinamente
desperté, comprobé que estaba en mi cama febrilmente sudorosa, tras
haberme calado hasta el tuétano con el chaparrón que nos cayó
visitando el castillo de Gauzón, había pillado un buen resfriado, y
para entretenerme mientras sanaba, leía la vida y aventuras del
Adelantado de la Florida, quien a los catorce años embarcó como
grumete en una escuadra española para perseguir corsarios franceses.
El emperador Carlos V le autorizó personalmente perseguir piratas y
limpió de éstos las costas cantábricas y gallegas. Aburrido de no
tener más que hacer, comenzó a realizar viajes al Nuevo Mundo
comandando diversos buques, hasta que el 28 de agosto de 1565 llegó
a las costas de Florida y exploró un puerto natural, que bautizó
con el nombre de San Agustín.
Y
yo que pensaba que:
La
vida pirata es la vida mejor
Sin
trabajar, sin estudiar, sólo trincar de……. La botella de ron.
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