Un día para recordar - Gloria Losada



 
El reloj dio la hora puntualmente. Entonces me di cuenta de que llegaba tarde. Fuera estaba cayendo una lluvia torrencial. Era mi primer día de prácticas en el hospital y como siempre, iba a hacer gala de mi recalcitrante impuntualidad. No me había acordado de poner el despertador anoche, cosa que no es de extrañar, porque después de la juerga que corrí y a la hora que llegué a casa, no estaba yo para esos pequeños detalles.
Me senté en la cama y pensé que la cabeza me estallaba. Tenía la boca rasposa y reseca, vestigios indudables del alcohol de garrafón que había puesto mi amigo Enrique en la fiesta de inauguración de su piso. Me dirigí a la cocina, me tomé una pastillas de esas milagrosas que lo curan todo, incluida la resaca, y me bebí litro y medio de agua, sin exagerar. Me duché rápidamente y en menos de quince minutos estaba saliendo por el portal. Por fortuna había parado de llover, pero daba igual, mi mala suerte no había hecho más que empezar.
Eché a correr hacia la parada del bus. Cuando estaba llegando, apareció el bus. No podía perderlo por nada del mundo, de lo contrario llegaría al hospital todavía más tarde de lo que ya iba a llegar, así que aunque el semáforo estaba en rojo, crucé por el paso de peatones a todo meter. Desgraciado de mí, no me di cuenta de que una pareja de la policía local me observaba desde primera fila. Hice como que no los había visto, lástima que ellos no tomaran la misma actitud conmigo, pues se acercaron muy amablemente y el más viejo de ellos, con cara de perro y voz de ultratumba, me impidió subir al bus, al tiempo que me informaba de la infracción cometida.
-¿No sabe usted que cruzar la calle con el semáforo en rojo constituye una infracción sancionada por el código de la circulación? – me preguntó.
-Ya, pues no, no sé, es que no tengo el carnet de conducir ¿sabe usted? Buenos días, que tengo prisa.
No me sirvió de nada hacerme el loco, ni poner cara de inocente. El búfalo aquel siguió en su empeño de enseñarme las reglas de conducción.
-Ehhhh, no se pase de listo amigo. Me refiero a los peatones incívicos como usted, después los atropella un coche y la culpa siempre es del coche. Ha cruzado usted la calle cuando no debía y eso constituye una infracción penada con cien euros de multa.
Ya estaba el desgraciado aquel, bloc y bolígrafo en mano dispuesto a endosarme la multa de las narices.
-Carnet de identidad, por favor – me pidió.
Quiso la divina providencia que en ese momento pasara por allí mi amigo Ricardo, que al verme, paró el coche a mi lado con la intención de saludarme y yo no lo dudé un instante, abrí la puerta y me metí dentro. Le pedí que arrancara y arrancó, con una cara de desconcierto que era todo un poema. Miré para atrás y vi al policía como una estatua, mirando el coche como un idiota. A punto estuve de hacerle un corte de manga pero me contuve. Afortunadamente debía de ser corto de cerebro y no supo reaccionar, aunque es posible que se quedara con la matrícula del coche. Bueno, ya pensaría en esa posibilidad, de momento debía centrarme en llegar a tiempo al hospital.
Mi amigo me dejó relativamente cerca, él tenía que ir a su trabajo y no podía llevarme, así que me puse a caminar a paso ligero para salvar los escasos quinientos o seiscientos metros que me separaban del edificio. De pronto me entraron unas imperiosas ganas de mear. Claro, me había bebido tanta agua. Intenté hacer caso omiso a las mismas, pero cuanto más intentaba no pensar en ellas, más ganas de entraban. Pasé al lado de un callejón estrecho, oscuro y solitario y lo más disimuladamente que pude me acerqué a un muro dispuesto a aliviarme. Cuando estaba a punto de guardar mi instrumento se me cayó el móvil del bolsillo, me agaché a recogerlo con aquello todavía colgando, con tan mala suerte, que pasó por allí una mujer y al verme de aquella guisa se pensó lo que no era y comenzó a dar gritos.
-¡Qué me quieren violar! ¡Qué me quieren violar! – chillaba como una loca.
Menos mal que no pasaba casi nadie, así que eché a correr y le di esquinazo a aquella loca. Era la segunda vez en apenas media hora que tenía que salir por patas. Decididamente no era mi día, pero lo mejor estaba por llegar.
En el hospital me miraron de forma atravesada, por supuesto llegué tardísimo, cuando ya todos mis compañeros estaban allí. Murmuré una excusa estúpida y me puse manos a la obra. Me llevaron a consultas externas de ginecología. Vi con el doctor a dos pacientes y cuando entró la tercera solo deseé que el suelo se abriera y me engullera sin contemplaciones. Era la mujer a la que supuestamente había querido violar, vamos, la que me vio mis partes nobles. En cuanto se dio cuenta de quién era comenzó a gritar y a proferirme insultos. Despotricaba contra mí ante el estupor de todos los presentes, mientras yo, tartamudeando, intentaba defenderme sin éxito. Lo peor fue cuando llamó a su marido.
-¡Remigio, Remigio! – gritaba como una loca – Ven a salvarme, por favor, que aquí hay un médico depravado.
Yo estaba flipando. Pero si pensaba que las cosas no podían estar peor, me equivocaba, porque el marido de la señora, que entró en la consulta como un energúmeno, era el policía local que había intentado multarme apenas una hora antes.
¿Se imaginan cómo acabó la cosa? Pues yo en comisaría y con una denuncia en el juzgado. Menos mal que cuando se fueron calmando los ánimos las cosas se aclararon y me pude librar del juicio, y hasta de la multa de tráfico, que con tanto revuelo al policía se le olvidó. Pero vaya día, para recordar, vamos.


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