El reloj dio la hora puntualmente. Entonces me di cuenta de que llegaba tarde. Fuera, estaba cayendo una lluvia torrencial.
–Qué
tarde es, no voy a llegar...
Miré
a un lado y a otro, pero me quedé en mitad de la acera, con mi
paraguas cerrado, mientras la lluvia empapaba todo mi cuerpo.
Y
así me vieron pasar los pocos que se atrevieron a batirse contra la
climatología: riéndome sola mientras me acordaba del conejo del
cuento de Alicia en el País de las Maravillas.
Pero
ni yo era Alicia ni mi risa de felicidad, ni mi situación personal
una maravilla.
De
hecho, todo a mi alrededor era un desastre mayúsculo.
Había
tenido un accidente; mi coche había quedado casi en siniestro total;
mi hombro derecho también había quedado bastante siniestrado. Para
colmo de males me estaba divorciando y había estado a punto de
perder la custodia de mis hijos por algún malentendido entre mi
abogado y el abogado de mi ex.
Una
cosa era que se nos hubiera acabado el amor, no de tanto usarlo, como
decía la más grande. Más bien al contrario. Y otra cosa bien
distinta era que mi ex fuera un mal padre o yo una mala madre.
Teníamos
bien claro que lo primero serían los niños, que a ninguno de los
dos les faltaría nada. Lo malo es que hasta que cumplieran los
dieciocho deberían ir de comando itinerante cada fin de semana, de
mi casa a la casa nueva de su padre. Males menores, visto lo visto en
los juzgados. Casos de ponerse los pelos de punta, de película de
terror casi.
En
fin, que con esta situación llena de baches a veces se me suelen
olvidar las cosas, me despisto y se me va el tiempo a no sé dónde.
En
busca del tiempo perdido debería titular a esta segunda parte de mi
biografía. Si no fuera porque ese libro ya existe y seguramente
alguien me pediría derechos de autor y me empapelaría bien
empapelada.
Mejor
dejo la literatura para quien de verdad sepa y tenga la cabeza en su
sitio. Que yo con mi trabajo de administrativa en mi empresa de
mudanzas ya tengo bastante. Que tal y como están las cosas me puedo
considerar afortunada. Y a mi edad un ERE hubiera significado una
sentencia de muerte laboral fulminante.
¿En
qué estaba pensando cuándo salí de casa con este tiempo de perros
si hoy no me tocaba trabajar de tarde?
¡Mis
niños!
¡El
abogado!
¡El
coche en el taller!
Lo
que yo digo. Que hay etapas en tu vida en las que necesitas un
cerebro de repuesto porque el de diario tiene la batería a punto de
agotarse.
Debería
llamar a mi ex, a ver si pudiera hacerme el favor de recoger a los
niños de judo estos días hasta que mi cerebro vuelva a funcionar.
Rebuscando
en mi bolso de Mary Poppins saqué el móvil, que se me escurrió de
las manos, mojadas por la lluvia.
Y
allí me quedé yo, en el suelo, recogiendo pedazos de móvil, de mi
cerebro y de mis ilusiones de aquella vida perfecta que, ilusa de mí,
creía había construido.
Pero
después de la lluvia, a veces sale un arco iris que te abre un
camino de color que conecta tu cuerpo con tu mente y hace que todo
fluya.
O
eso me han contado en clase de yoga, entre meditaciones y posturas de
loto.
Y
no para de llover.
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