El
reloj dio la hora puntualmente. Entonces me di cuenta de que llegaba
tarde. Fuera, estaba cayendo una lluvia torrencial.
Así que decidí
llamar a un taxi. No tardó demasiado en llegar.
El taxista
guardó la maleta en el maletero, me abrió la puerta de atrás y me
acomodé pero sin relajarme, todo ese momento de mi huida premeditada
me recordaba tanto al personaje “Holly Golightly”... La lluvia,
mi gato, el hecho de estar en Nueva York, pero el hombre del que me
alejaba no era un escritor, si no un artista plástico.
Quería
desaparecer cuanto antes de aquel apartamento, del olor a pintura,
de la amargura de una desilusión.
El romance con
Luciano no comenzó mientras eramos vecinos ni me escuchó nunca
cantar “Moon River”, ni yo vivía sola con mi gato cuando lo
conocí.
Remontándome un
año atrás, en España podía llegar al mismo instante en que lo
conocí. Habíamos coincidido en la inauguración de la exposición
de arte de una buena amiga. Allí entre canapés, vinos y charlas me
lo presentaron.
Ocurrió lo que
nunca imaginé que pasaría, un flechazo. Me pareció un hombre
interesante a la vez que extraño. Coincidimos en otros eventos de
amigos comunes hasta que me pidió mi número de teléfono. Primero
comenzamos a hablar y semanas después quedamos en vernos en un café
habituado a albergar artistas de toda índole.
Un buen día me
llevó a su estudio con la excusa de enseñarme su último trabajo
que meses más tarde formaría parte de una importante exposición en
Nueva York. Allí en su estudio, entre lienzos y pinturas nos amamos
por primera vez. Todo fue perfecto, le miraba a los ojos y sentía su
amor. Quizás muy pronto, lo sé, pero cuando estas cosas del amor
llegan con pasión es mejor aprovechar el momento y no perder el
tren. Así lo hicimos. Y en tan sólo tres meses me propuso irme a
Nueva York con él, en principio solo sería para una estancia de seis
meses. Parecía una locura, aún estando enganchada a ese hombre, a
su olor, a su piel. Me lo pensé diez segundos y abrazándome a él
le dije “sí”, al tiempo que lo cubría de besos por toda su
cara.
Llegó el
momento de nuestro traslado a la ciudad más poblada de Estados
Unidos, La ciudad donde se fusionan las finanzas, la moda y los
distintos estilos de arte.
Nos instalamos
en un apartamento bastante espacioso, con nuestras cosas y su
trabajo.
A los tres días
de estar allí un gatito joven se cruzó en nuestro camino. Nos miró
como diciéndonos “llevadme a vuestra casa”, tenía los ojos
verdes, y el color de su pelaje era como si estuviese provisto de un
smoking, nos llenó de ternura y decidimos darle cobijo.
Luciano estaba
inmerso en su exposición y seguía creando, yo sólo paseaba, miraba
escaparates donde todo lo que se mostraba jamás podría llegarlo a
conseguir.
No sé en qué
momento pero como cada cosa tiene su caducidad. Aquél idílico amor
se empezaba a marchitar.
Él estaba en su
mundo y yo intuía que ya no formaba parte de él.
Decidí dejar de
acompañarlo a fiestas donde a él le encantaba codearse con
periodistas, intelectuales y artistas. Pasé a quedarme en casa,
sola, con la única compañía de mi gato.
Cuando encontré
en una de sus camisas lo típico que no quieres encontrar y lo
encuentras, ya habían pasado otros seis meses. Aquella huella del
carmín de unos labios para mí desconocidos, me mostró cual debía
ser la solución.. No monté ninguna escena, no pregunté nada.
Simplemente estaba aburrida, cansada y harta. Cuando la pasión se
acaba, el amor no importa porque poco a poco desaparece.
El taxi nos
dejó en el aeropuerto a mi gato y a mi. Aún seguía lloviendo. No
tuve ningún problema en llevarme a mi mascota porque desde el
momento que pasó a ser de mi familia, puse todos sus papeles en
regla.
Ahora, alejada,
la verdad me siento decepcionada pero sin rencor. Como dije, todo
tiene principio y fin. No llegué a pensar en ningún momento qué
cara pudo poner al descubrir que me había ido del apartamento. Lo
único que pensaba era en desaparecer cuanto antes de su vida y
volver a encauzar la mía. Claro que puedo imaginarme su sorpresa,
pero él está acostumbrado a obtener todo lo que desea, así que no
tardaría ni diez minutos en llamar a su nueva amante.
Saqué algo
positivo de esa experiencia. Jamás habría ido a Nueva York, de no
ser por él, Jamás habría tenido a mi gato, ni habría desayunado
frente a Tiffany's, y nunca me habría sentido como si fuese Audrey
Hepburn.
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