Mi luna - Cristina Muñiz Martín

                                  


La tarde caía sobre el mármol cubriéndolo con su manto púrpura. La cena, dispuesta junto a la ventana, enfrente del mausoleo, inundaba el espacio de color, olor y sabor. Los camareros, ataviados con hermosos trajes de telas brillantes y alegres, permanecían atentos a llenar nuestras copas, a servirnos la comida, a quitar las arrugas del mantel o a colocarnos las servilletas. Mi marido y yo, disfrutábamos extasiados de ese lujo asiático. Comí rápido, sin apenas degustar las delicias dispuestas en los platos, pues en ese momento el espléndido monumento de mármol blanco reclamaba toda mi atención. Por fin, nos dejaron solos. La noche ya comenzaba a caer y el soberbio edificio parecía flotar en un cielo azul oscuro cuajado de estrellas. Nunca en mi vida había visto algo tan hermoso. Tras pasar más de una hora a la ventana, mi marido me llamó desde la cama. Hicimos el amor, pero esa noche yo no estuve con él. Esa noche me sentí nadar entre los brazos de otro hombre; un hombre de rostro oscuro, ojos y pelo negro. Al día siguiente, al amanecer, nos dirigimos a visitar el Taj Mahal. Los dos íbamos radiantes de felicidad, aunque por razones diferentes. A los dos nos unía el placer del viaje, del lujo, de haber hecho el amor al rayar el día. Sin embargo, como la noche anterior, yo no había hecho el amor con mi marido, sino con el extraño del que no lograba alejar su rostro. Sus besos, sus caricias, su cuerpo sobre el mío, el placer, el éxtasis, no tenía nada que ver con lo experimentado anteriormente. Eso me tenía confusa. No era la primera vez que mientras hacía el amor soñaba con estar en los brazos de algún actor o músico famoso, pero en ese hotel todo había sido diferente. No solo lo había soñado. Lo había vivido.
Al ver frente a mí el Taj Mahal, quedé sin palabras Y recordé. Recordé los jardines, los canales símbolo de los cuatro ríos del paraíso, los cipreses, el estanque de nenúfares. Recordé desconcertada, pues nunca había estado allí. Mis pies caminaban solos en la dirección correcta, molesta ante la petición de posar para hacer una fotografía o simplemente ante las palabras de admiración de mi marido. Intenté disimular, ante su extrañeza por mi comportamiento, hasta que logré deshacerme de él, perdiéndome entre la multitud. Una multitud que desapareció al instante, como por arte de magia, dejándome completamente sola. Recorrí con calma dependencias y pasillos, mi corazón repleto de nostalgia, recordando a cada paso antiguas vivencias. Las rosas, tulipanes y narcisos, esculpidos en el mármol blanco, las piedras semipreciosas traídas de diferentes países, las lámparas de cristales de colores, los arcos y bóvedas construidos por los mejores arquitectos y, al fondo de un corredor, una pequeña estancia con motivos florales grabados en el mármol que me resultó tan conocida como el dormitorio de mi casa. Asustada y aturdida, salí de allí corriendo, perseguida por el rostro del hombro de piel oscura, ojos y pelo negro, que me sonreía desde algún lugar lejano. Y en mis ojos, el reflejo de la belleza que otro enamorado, en este caso un emperador, creó para su amada esposa. No sé cuánto tiempo pasó, según mi marido dos largas horas, en las que me estuvo buscando.
Al reencontrarnos no supe qué pensar ni qué decir. Apareció ante mí, preocupado por mi ausencia. Urdí una disculpa: no sé qué pasó, me perdí entre la gente, yo tampoco te encontraba...Regresamos al hotel y días después a casa. El resto del viaje tuve que realizar un gran esfuerzo para no parecer ausente, pues mi mente seguía apresada en el interior del mausoleo, en el interior de la mirada del desconocido de rostro moreno, ojos y pelo oscuro. Los paisajes, la gente, los colores, olores y sabores de la India durante esos días me parecieron mis paisajes, mi gente, mis colores, mis olores y mis sabores. De pronto, nada me resultaba extraño, como al principio del viaje. Era como si estuviera en casa. Necesitaba hablar con alguien. Pero cómo contarlo. Cómo decirle a mi marido que llevaba días sintiéndome en los brazos de otro hombre, sintiendo su cuerpo sobre el mío, sintiendo sus caricias, sus besos, sus delicadas palabras de amor. Deseaba con todo mi corazón escapar de allí, volver a casa, aunque por otra parte, algo muy poderoso parecía atarme a esa tierra. No obstante regresé. Regresé con el deseo de olvidarlo todo, de conservarlo como un bonito recuerdo o quizás como un sueño. Sin embargo, ya en casa, pese a mis esfuerzos, no lograba apartar de mí el rostro del hombre ni el interior del palacio. Mi marido no sospechaba nada, sobre todo al enterarse de mi embarazo. Pensó que mis cambios de humor, mis silencios y mi melancolía estaban motivados por los vómitos y los mareos. Un día, creyendo volverme loca, decidí ir a la Biblioteca Nacional. Pedí todo lo relacionado con el Taj Mahal. Me vi en una mesa rodeada de decenas de volúmenes. Tardé tres días en encontrarlo. Era él. El hombre que veía en mis sueños despiertos. El hombre de rostro oscuro, ojos y pelo negro me miraba fijamente. Mi corazón inició un baile mágico y sentí que lo amaba como a nadie más en el mundo. En ese preciso instante recordé su nombre, su voz, su risa, sus palabras de amor. Recordé la historia que estaba escrita. Los dos, en una barca por el río Yamuna, navegando entre las sombras y el silencio de la noche. La entrada secreta al mausoleo, alejada de la mirada de los guardias. El recorrido por los pasillos menos transitados. La estancia donde gozábamos de nuestro amor. El momento en que nos sorprendieron. La separación. Mi viaje de vuelta a casa. Su ausencia. La noticia de su muerte que llevó a la mía. ¿Qué estaba sucediendo? Aquel rostro y aquellas palabras escritas en el libro eran mi historia, mi vida. ¿Cómo podía ser? Toda la biblioteca comenzó a mirarme, asombrada por mi llanto desconsolado. Salí de allí corriendo, tras arrancar su fotografía del libro, haciéndome mil preguntas sin respuesta. Estuve una semana en la cama, con fiebre, tiritando del dolor insoportable que sufría mi corazón, mi mente, todo mi cuerpo. El médico no logró diagnosticar mi dolencia. Perdí al niño. Acabé en la consulta de un psiquiatra. Ordenó mi internamiento. Solicité libros sobre el Taj Mahal, sobre la India, sobre sus gentes. Me los negaron. Pero nadie podrá arrebatarme nunca los recuerdos que han ido aflorando poco a poco. Los recuerdos de mi otra vida. Los recuerdos de mi gran amor, el hombre de rostro oscuro, ojos y pelo negro, del que ya sé su nombre: Yamir, mi luna.






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