Las
palabras y las caricias de Enrique fueron un bálsamo para Carmen. Él
se ocupó de todo. Él lo decidió todo. Y por fin, pudieron comenzar
el duelo. Un trayecto
tortuoso e irregular que
realizaron
los dos juntos, con tramos suaves y llevaderos unas veces, duros
y agotadores otras,
ayudándose uno al otro para no decaer, para continuar caminando.
Debían hacerlo por Mateo. Era su obligación.
El
estado de shock, la negación, el seguir sintiendo la llave en la
puerta a la hora de volver del instituto, la apatía, el insomnio, la
bola de fuego en la
garganta...todo ello se fue
aliviando poco a poco, con
una lentitud pasmosa,
mientras Carmen dejando atrás su postración de un año entero --el
año que tardó en aparecer el cuerpo de su hija-- volvía a ser la
madre del pequeño Mateo que, a sus cinco
años, apenas era capaz de comprender la tragedia.
Seis
años después de todo aquello murió Enrique
en un accidente de tráfico y dos
años más tarde, cuando ya habían transcurrido nueve
desde la muerte de su hija, Carmen recibió una llamada. Los restos
habían aparecido en un paraje aislado, gracias al perro de un
pastor.
Carmen
no entendía nada. Las
cenizas de su hija reposaban en una tumba del cementerio del pueblo,
junto a su padre y abuelos.
Un mes después de su desaparición, las investigaciones policiales
dieron fruto, deteniendo al asesino, que confesó su crimen, aunque
se negó a decir dónde había depositado el cuerpo. Y tras un año
de pesadilla, Enrique
le había dicho que Carla había aparecido, que al fin la habían
encontrado. Después, el mundo se movió como dentro de una nube
densa y negra. La urna que le entregó su marido. La procesión al
cementerio. La lápida con el nombre ante el que iba a llorar todos
los días al principio,
ahora todos los sábados,
con un ramo de flores entre las manos. Flores
para Carla.
Y
todo había sido mentira. Su niña no estaba allí. Durante
todo ese tiempo continuó desaparecida, sola, perdida...
¿Por qué le había mentido
Enrique a ella y a toda la
familia? No lo entendía.
La
respuesta llegó en un sobre. Un sobre entregado
por el notario del pueblo.
Amor mío:
Si
estás leyendo esta carta es que yo ya he muerto y el cuerpo de Carla
ha aparecido. Sé que sentirás dentro de ti un cúmulo
de sentimientos encontrados. Me odiarás, sin duda. Me matarías si
pudieras. Pero antes de que el amor que me tuviste toda la vida se
convierta en odio, déjame decirte por qué lo hice. Espero que mis
palabras lleguen al fondo de tu corazón y puedas perdonarme.
Carmen,
cuando desapareció Carla y tras un mes de angustia supimos de su
muerte, creí que el mundo desaparecía bajo mis pies. Pero no me dio
tiempo a derrumbarme, porque tú ya lo habías
hecho. Un año entero pasaste perdida
en las tinieblas, sin apenas
levantarte de la cama, casi sin comer, sin dormir más que a base de
pastillas. El médico, al principio, dijo que era normal, pero que
esa situación no dudaría mucho tiempo porque Mateo, tu otro hijo,
te reclamaría.
Pero no fue así, y nuestro pequeño languidecía sin
entender nada. Sabía de la muerte de su hermana, pero a los cinco
años esas cosas no se entienden del todo bien. Lo único que
entendía era que ya no tenía madre, que la persona que yacía en la
cama como una sombra no se parecía en nada a la madre que el
recordaba y necesitaba. El tiempo pasaba y tú lejos de mejorar
parecías empeorar. Ante tu
negativa a levantarte, fue a
casa un psiquiatra,
no se si te acuerdas, y su pronóstico fue muy severo: si no aparecía
pronto el
cuerpo de Carla tu no tardarías en ir a hacerle compañía. Quizás
eso era lo que querías. Yo lo entendía, porque yo también quería
meterme bajo la oscuridad de las sábanas y no despertar jamás. Pero
teníamos un hijo, Carmen. Un hijo que merecía tener una infancia y
una madre. Los tratamientos, pese a probar varios, no daban ningún
resultado y yo ya no podía
aguantar más. Yo
también había perdido a
una hija, pero apenas tuve tiempo de llorarla, tenía que cuidarte a
ti y a Mateo. Llegó un momento que creí que debía hacer algo más
o la muerte de Carla sería la muerte de toda la familia. Hablé con
Faustino, mi primo, el jefe de policía, y él me aconsejó. No
quiero contarte
qué tuve que hacer ni cómo conseguí los certificados falsos que me
permitieron llenar de cenizas una bonita urna y hacer creer a todo
el mundo que allí dentro estaba mi niña. No quiero contarte
el dolor que sentí al tener que mentirte de esa manera. Sentir
tus sollozos cuando creías
estar dando el último adiós a tu pequeña, con
tu cara escondida entre mis brazos.
Solo sé que cuando creíste que estaba allí dentro, en
compañía de los suyos, no
tardaste en empezar a mejorar. El hecho de ir al cementerio todos los
días te obligaba a salir de la cama, a ducharte, arreglarte.
Comenzaste el duelo mientras yo seguía preguntándome dónde estaría
mi princesa.
Comenzaste tu duelo y abriste los ojos y viste frente a ti a Mateo,
tu hijo de cinco años, reclamando
a su madre. Comenzaste a
darle los besos y los abrazos que le negaste durante un largo año.
Y, entre los dos, conseguimos darle un hogar que, si bien nunca
volvió a ser tan alegre como al principio, fue un hogar adecuado
para un niño.
Y en nuestra casa resurgieron los juegos, las risas y la esperanza.
Carmen,
si acabas de leer estas líneas es que estoy muerto y Carla ha
aparecido. Deposité
esta carta en el notario por si eso sucedía algún día. Llévala
conmigo, Carmen. Llévala junto al padre que no vivió lo suficiente
para encontrarla. En la otra
urna están las cenizas de una hoguera que hice con varias de sus
cosas; quería que de alguna manera, allí dentro hubiera algo de
ella.
Perdóname,
Carmen. Perdóname si puedes, aunque tengo que decirte que no me
arrepiento de nada, que volvería a hacerlo una y mil veces por
Mateo. Entre los dos, pese a todo, le hemos regalado una infancia
feliz.
Te quiero y te seguiré queriendo siempre.
Enrique
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