Ocurrió cuando
era adolescente. Ciertamente la adolescencia es esa época extraña y
convulsa, que nos lleva a hacer de todo, a cometer locuras, a sufrir
por amor, a pensar que nada tiene sentido y que el mundo está en
nuestra contra. Cuando yo tenía catorce o quince años me sentía
exactamente así, fuera de lugar. Encima no era precisamente muy
agraciada, o al menos eso era lo que me parecía a mí, y si me
comparaba con mis dos mejores amigas entonces ya me consideraba poco
menos que un patito feo, pero feo de verdad, vamos, que nunca
llegaría a ser cisne ni nada.
Mercedes y Olga
tenían su encanto. Mercedes era mona. Mi madre la admiraba porque
decía que cualquier ropa que se embutiera le quedaba bien, eso que
las tetas que tenía eran un poco grandes de más, lo cual hacía las
delicias del personal masculino, con las hormonas totalmente
revolucionadas por la edad. Olga era todavía más mona, no le
faltaba ni le sobraba nada, alta, delgada, con proporciones
perfectas... no era de extrañar que a sus quince años tuviera ya
novio casi formal, un muchacho muy guapo, un poco bobo, pero guapo,
que al fin y al cabo por aquel entonces era lo que más nos
importaba.
Y luego estaba yo,
Carmen, Carmencita, que no tenía ninguna de las cualidades de mis
dos amigas, no era alta ni baja, me sobraba algún kilo, mis tetas
eran normales y encima tenía la cara llena de granos. No se puede
decir que los chicos se fijaran en mí, más bien me ignoraban.
Confieso que nunca me importó demasiado, hasta que me di cuenta de
que o me apuraba o me quedaba sola y triste, porque todas tenían sus
pretendientes menos yo. Así que el día que me hablaron de Roberto
casi no me lo podía creer.
Una tarde, como
tantas otras, mis dos amigas y yo fuimos a dar una vuelta por el
pueblo. Era un día lluvioso y a mi no me apetecía recorrer bajo la
lluvia la escasa distancia que había desde el instituto hasta el
centro, pero ellas insistieron y no me quedó más remedio que
acompañarlas. Desde el primer momento supe que se traían algo entre
manos, se miraban de manera cómplice y cuchicheaban cuando creían
que yo no me daba cuenta. Me llevaron frente al escaparate de una
pastelería. Dentro estaba Mario, el pastelero e hijo de los dueños,
un muchacho muy guapo, un poco mayor y con el que, desde luego,
ninguna de nosotras tenía la más mínima posibilidad, ni siquiera
pensábamos en ello, así que no comprendía nada.
-Mira Mario. Es
guapo ¿verdad? – me dijo una de ellas.
-Pues sí, todo el
mundo sabe que es guapo ¿y?
-Pues que tiene un
hermano gemelo, que se llama Roberto y que está loco por ti – me
dijo la otra.
Aquello me olió a
chamusquina. Nunca había oído yo que Mario tuviera un hermano
gemelo, aunque también es cierto que apenas hacía un años que se
habían asentado en el pueblo procedentes de Suiza, dónde sus padres
habían estado trabajando, y que a lo mejor el hermano gemelo se
dedicaba a otros menesteres fuera de la pastelería.
-No os creo –
dije después de pensar un rato.
-Allá tú –
dijo Olga muy segura de sí misma, tanto que hasta sembró la duda
dentro de mí.
-¿Y quién os lo
dijo? ¿Y dónde está? ¿No trabaja en la pastelería? – pregunté.
-Me lo dijo mi
novio, que es muy amigo de él, de Roberto. Y nunca está porque
estudia en La Coruña.
-Y si estudia en
La Coruña y nunca está ¿cómo sabe que existo?
-Jolín, tía,
mira que eres desconfiada, viene los fines de semana y qué se yo, te
vería por ahí.
No es que ellas
tuvieran mucho poder de convicción, es que yo era una estúpida y me
tragué la patraña sin poner más objeciones. ¡Yo le gustaba! ¡Le
gustaba a un chico! Lo peor de todo era que no le conocía, que
también era mala suerte, para uno que se fijaba en mí, que
estuviera en el anonimato. Tenía que conocerlo como fuera, así que
a partir de aquella tarde mis paseos por los alrededores de la
pastelería fueron más habituales de lo normal. En algún momento
tendría que andar por allí, seguramente algún viernes, cuando
regresara al pueblo después de pasar la semana en la universidad.
Así que me acerqué por allí un viernes, y otro, y otro más y
así... Un día Mario salió a la puerta y me dijo.
-¿Que? ¿Te
gustan mucho los pasteles? Es que como vienes tanto por aquí...
Fumaba un
cigarro y me miraba con una media sonrisa burlona. Yo no le contesté,
sentí como el calor me subía al rostro y desaparecí sin decir
nada. Pocas veces más me atreví a rondar la pastelería, porque a
partir de aquel día Mario siempre se daba cuenta de que yo estaba
allí y me miraba a través del cristal sonriendo burlonamente.
Desistí de mi
idea de conocer a mi admirador y poco a poco me fui olvidando de que
ni siquiera pudiera existir.
Muchos años más
tarde, abandonada ya mi adolescencia y con ella parte de mis
complejos, coincidí con el pastelero en un evento cultural al que
fui invitada en el pueblo por mi condición de escritora en ciernes:
la presentación de mi primera novela. Al final del mismo se acercó
a saludarme. Traía puesta su media sonrisa burlona que de manera
incomprensible me puso un poco nerviosa. Me dio la mano muy
educadamente, me felicitó y me recordó muy sutilmente la época en
que todos los viernes me paseaba por el escaparate de la pastelería.
-Ahora que ya han
pasado muchos años y ya no tengo vergüenza te voy a confesar la
verdad: buscaba a tu hermano – le dije.
-¿Mi hermano?
Yo no tengo ningún hermano.
No sé por qué
no me sorprendió su respuesta y en un arrebato de extraña
complicidad le conté la absurda historia de su hermano gemelo con la
que me habían engañado mis amigas. Se rió con ganas y me dijo:
-Bueno, no se lo
tengas en cuenta, no fue más que una mentira piadosa. Y puesto que
mi hermano no existe ¿te valgo yo para tomar un café? Después de
que me firmes un ejemplar de tu novela, claro.
Le firmé el
libro y acepté su invitación, que fue no solo al café, sino a
compartir toda la vida, como acabaríamos haciendo. Por cierto,
aquella primera novela se titulaba “Mentiras Piadosas”, una
carambola más del destino, supongo.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario