El niño fue encajando las piezas del juego de construcción hasta formar una torre. Después, colocó un muñeco en su interior y sonrió con malicia. “Mira, mamá, mira, te he encarcelado” La madre levantó la vista del libro y sonrió divertida. "¿A sí?", dijo en tono despreocupado. “Si”, respondió el niño “Y no podrás salir, porque no tiene puerta, solo una ventana muy pequeña”. El niño acercó la torre a la madre. Ella cogió una lupa para poder ver a través de la minúscula ventana. En el interior de la torre se vio a sí misma, agitando las manos, gritando, sollozando. Desconcertada, se levantó del sofá para acercarse al juguete que ya había alejado el niño. Algo se lo impidió, como si ante ella se levantara una pared impenetrable e invisible. “Ya te lo dije, mamá, te he encarcelado y no podrás salir nunca jamás”. La madre quedó helada. La mirada de su hijo era siniestra. Su sonrisa diabólica. Agitó las manos. Gritó. Sollozó. Intentó escapar. Fue inútil. En el salón resonó con fuerza una carcajada espeluznante.
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