Recuerdo
las sabias palabras que mi abuela, mujer de pueblo y de campo, me
repetía siempre.
Yo,
como buen aprendiz,
copiaba sus recetas y remedios en mis cuadernos,
con
mi esmerada e infantil caligrafía.
En
tinta
roja
los títulos, y los ingredientes y el modo de elaboración en
azul.
Aún
conservo varios de ellos, con sus útiles consejos. Que siempre he
puesto en práctica. Y que después me he ido encontrando en revistas
y suplementos dominicales diversos, como consejos de nutricionistas
para llevar un estilo de vida saludable.
Y
es que la ciencia de las abuelas nunca ha tenido un competidor a su
altura. Por menudas y encorvadas que se quedaran, las abuelas del
mundo siempre han sido muy grandes.
Ella,
ya digo, Mujer Sabia, detectó en mí ciertas habilidades que debían
pasar de madres a hijas. Pero mi madre no heredó la nariz
de
mi abuela. Esos genes me llegaron a mí, saltándose una generación
y cambiando de género. Sus nietas, mis hermanas, tampoco estaban
interesadas en aquellos temas, supuestamente femeninos. Y se
dedicaban a jugar, imaginando ser fieros guerreros samuráis,
luchando con sus espadas y escudos de madera.
Así
que era yo quien acompañaba a mi abuela en sus incursiones por el
bosque buscando tal o cual hierba aromática o medicinal. Aprendí a
diferenciar cada hierba a veinte pasos y a identificar las setas
comestibles
de las venenosas. Hasta era capaz de encontrar trufas sin necesidad
de llevar un perro o un cerdo entrenado. Mi olfato era insuperable.
Mi abuela me miraba orgullosa. Su Don no se perdería.
Aparte
de buscar hierbas y setas salvajes cultivábamos un pequeño huerto
que tenía casi de todo; era como una pequeña herboristería. Como
heredero de su Don, fui nombrado cuidador
oficial.
Para proteger los brotes del frío y del exceso de sol extendía
sobre ellos los posos del té, que también servían como abono
nutritivo. Así todos nuestros cultivos crecían fuertes y sanos.
Además,
mi abuela era una excelente cocinera. Así que las grandes comilonas
en mi casa iban seguidas de alguna que otra indigestión. Y yo sabía
que después de verla una mañana afanándose en la cocina, me tocaba
a mi recolectar hojas de salvia de nuestro huerto para hacer una
infusión con la que la comida nos sentaría a todos mucho mejor. Con
el jengibre, amén de mejorar digestiones, elaborábamos tónicos que
mejoraban el organismo y nos protegían de enfermedades respiratorias
durante el frío invierno.
Y
en verano, con los calores, tocaba hacer tazas
y tazas con tisanas de corteza de sauce para mejorar la circulación
de las piernas de media familia. Y como por esa época solían
visitarnos bastantes moscas y hormigas, hacíamos saquitos con
espliego, lavanda o perifollo frescos que colocábamos en lugares
estratégicos de la casa.
Cuando
cumplí diez años me enseñó a hacer jabón, que después usábamos
para todo. Compraba la sosa caústica a un vendedor ambulante que
venía al pueblo, al mercado de los domingos. Después, en un pequeño
cobertizo hacíamos la magia juntos. Como si fuéramos dos oscuros
alquimistas, ataviados con dos viejos delantales hechos de tela de
saco, mezclábamos la sosa con aceite usado y removíamos la mezcla
hasta conseguir que aquello uniera. A veces también añadíamos aloe
vera. Como un pequeño lujo, para darle mejor olor y color, decía
ella.
Colocábamos
la mezcla dentro de un molde, bajo un paño blanco y limpio y
esperábamos a que se secase.
Al
día siguiente las pastillas ya se podían manejar y almacenar.
Disfrutaba ordenando aquellas pastillas rectangulares en la mesa de
madera en la que trabajábamos. El olor del aloe se mezclaba con el
de la madera vieja de la mesa y sentía que se me impregnaba la piel
de aquel aroma. Mi abuela presumía con que todo olía más limpio y
fresco después de lavar con nuestro jabón. No patentamos la receta
pero nos hubiéramos hecho de oro.
Y
yo no me hice de oro, pero una de sus fórmulas sí me sirvió como
medio de vida cuando dejé mi casa y a los míos.
Me
fui a la ciudad a estudiar Química. Y entre clase y clase
experimentaba los trucos de mi abuela con mis compañeras.
Uno
de mis mayores éxitos, aplicando la receta que mi abuela me enseñó,
fue el champú
de agua de arroz
con el que el cabello crecía largo y sedoso. Con mi técnica
delicada les aplicaba suaves masajes relajantes. Gracias a ella tuve
más novias que si hubiera ido en un coche de gama alta. Y di por
bueno el mal olor que producía el arroz al fermentar.
Lo
que me mandaban para tabaco desde casa lo gastaba en arroz para
fabricar mi champú. No sé cuántos saquitos de arroz llegué a
comprar con todo ese dinero, pero menuda fortuna se debieron gastar
mis padres.
Y
patenté mi champú y monté un negocio alrededor de mi primer
producto, que pronto fueron diez y después veinte y después...
Y
me pude comprar un coche, una buena casa, y muchas otras cosas más
para mi familia, devolviéndoles lo que invirtieron en mi educación
y, sin saberlo, en mi negocio.
Gracias
a mi abuela y a su legado de centenarias recetas.
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