Mi prima Katia
vivía todo el año en casa de los abuelos, cerca de la playa, y yo
la envidiaba por ello. Sus padres trabajaban en el extranjero y solo
regresaban a España en verano y en Navidad, como yo, que vivía en
la capital, y que sólo iba a visitar a los abuelos en verano y en
Navidad. La casa en cuestión era antigua y enorme, tan enorme que
tenía pasillos por los que Katia y yo nos perdíamos cuando no nos
quedaba más remedio que jugar dentro obligadas por el mal tiempo del
norte, demasiado grande para los abuelos solos. Pero en las fechas
indicadas se juntaban allí sus hijos con sus familias y los niños
de tres o cuatro casas de los alrededores que venían a jugar con mi
prima y conmigo. La abuela gruñía y se quejaba por el barullo que
armábamos, y en cuanto salía un rayo de sol nos largaba para fuera,
alegando que el aire puro era muy sano y que para estar dentro de
casa ya nos llegaba estar durante todo el invierno. En el fondo no
nos importaba, al revés, lo que más nos gustaba era permanecer al
aire libre el mayor tiempo posible y recorrer los alrededores.
La casa de los
abuelos estaba cerca del acantilado, rodeada por un amplio campo que
se separaba de las rocas por unos espesos matorrales. Entre éstos
había un estrecho y peligroso sendero que conducía hasta la Cueva
de la Sirena Azul, un amplio hueco que se adentraba en la roca y que
probablemente hubiera sido excavado por el mar cuando se agitaba
embravecido. Hasta allí bajábamos mi prima Katia, Luisito,
Fernando, Martina, Cruz, y yo. Ellos eran los hijos de los vecinos.
En la cueva nos sentábamos en círculo y planeábamos aventuras que
jamás llegábamos a realizar, mientras Luisito y Fernando encendían
unos cigarrillos que previamente le habían robado a sus padres, y se
los fumaban entre toses y poses estúpidas con las que intentaban
hacerse los interesantes. Cuando mi abuela se enteró de nuestras
excursiones a la cueva puso el grito en el cielo y sacudiéndome los
hombros como una posesa me dijo que si se nos ocurría bajar de nuevo
a ese sitio horrendo me largaría con mis padres y se acabarían los
veranos allí. Jamás la había visto así, mirándome con aquellos
ojos casi fuera de sus órbitas. Tampoco veía yo que fuera para
tanto, aun así, no me quedó más remedio que hacerle caso y durante
un tiempo se suspendieron las reuniones en la cueva.
Con la
suspensión de nuestras visitas a la cueva inventamos jugar al
escondite, pero a un escondite especial, porque a los que le tocaba
ocultarse lo hacían a veces durante horas, y el que tenía que
buscar en ocasiones se recorría medio pueblo intentando encontrar a
los demás. Algunos días jugaba con nosotros la hermana pequeña de
Luisito, Carmen. Carmen tenía la misma edad que mi prima y yo, mas
cuando la veíamos aparecer nos molestaba sobremanera, porque
considerábamos que era demasiado infantil y que no estaba a la
altura de nuestros especiales entretenimientos, sobre todo de nuestro
escondite, puesto que siempre terminaba escondiéndose en lugares
demasiado cercanos y demasiado fáciles de descubrir.
Una tarde en la
que todos se preparaban para esconderse y en la que me tocaba pandar
a mí, apareció Carmen pidiendo jugar y yo le dije que no, que ya
estaba harta de que no supiera encontrar un lugar adecuado para
ocultarse y que si era tonta yo no tenía la culpa. Comenzó a llorar
desconsoladamente, rogándome que la dejara participar, prometiéndome
que esta vez sí, se escondería a conciencia. Ante su llanto y sus
ruegos la abuela salió de la casa hecha una furia, y después de
echarme una regañina me dijo que o dejaba jugar a la pequeña, o no
había juego para nadie. No me quedó más remedio que transigir,
pero le dije a Carmencita que o aguantaba escondida o era la última
vez que jugaba con nosotros, dijera mi abuela lo que dijera. Así
pues dimos inicio a nuestro escondite. Cuando me tocó comenzar a
buscar a los demás, me dispuse a fisgar por todos los rincones.
Fueron apareciendo en los lugares más variopintos: uno en el establo
del señor Juan, otro en el maizal de la señora Socorro, otra dentro
del arcón de madera que mi abuela tenía en el desván.... Y al
final quien no aparecía era Carmen. Habían pasado más de tres
horas desde que había comenzado el juego y ella no solía aguantar
escondida mucho más de media hora. La alarma cundió y se organizó
una batida de vecinos para buscarla. Afortunadamente la encontraron
pronto, aunque malherida, tirada sobre las rocas, cerca del mar, en
el fondo del acantilado.
Carmen permaneció
en el hospital muchas semanas. Al principio se temía por su vida,
luego, poco a poco se fue recuperando, mas quedó para siempre atada
a una silla de ruedas. Yo me sentí un poco culpable, porque la había
obligado a buscar un escondite muy escondido, valga la redundancia y
a pesar de ser solo unas niñas cuando todo ocurrió, durante mucho
tiempo aquella sensación me oprimía el pecho cuando estaba cerca de
ella y en una acto de crueldad inusitada la evitaba.
Pero la vida, en
una de sus inevitables carambolas, hizo que cuando comenzamos
nuestros estudios universitarios coincidiéramos en la misma facultad
y en la misma clase. Yo hacía tiempo que no iba por el pueblo, pues
mis abuelos habían muerto y la casa se había vendido, y cuando la
vi allí frente a mí, me sentí mal, nerviosa y también un poco
estúpida. Al fin y al cabo habían pasado muchos años desde el
accidente y no tenía mucho sentido mantener una situación que jamás
había tenido razón de ser. Ella me saludó con cariño y yo hice lo
mismo, y poco a poco nos fuimos haciendo amigas.
Cierto día salió
a colación el accidente y yo no pude hacer menos que pedirle perdón
y así vaciar mi pecho de aquel sentimiento de culpabilidad que me
había atormentado durante aquellos años.
-¿Perdón por
qué? – me preguntó – Tú no tuviste culpa de nada, fue ella.
Ella me empujó al fondo del acantilado.
-¿Ella? ¿Ella
quién? – pregunté a mi vez.
-¿No lo sabes?
Pero si en el pueblo es de dominio público. La cueva... es la
guarida de la sirena azul... y no le gusta que nadie la moleste.
Permanecí demasiado tiempo en su cueva...
La miré con
asombro. No sabía si hablaba en serio o en broma y ella leyó la
duda en mis ojos, porque enseguida me la aclaró.
-No estoy loca, y
no es una leyenda. Ella me empujó y vive allí.
Recordé entonces
la regañina exagerada de mi abuela cuando supo que mis amigos y yo
nos reuníamos en la cueva. ¿Sería por la sirena azul? Me negué a
creerlo. Consideré que eran supersticiones de pueblerinos sin mucho
seso y me olvidé del asunto.
Hace dos días he
vuelto a la cueva. Mi regreso no ha tenido nada que ver con la
leyenda de la sirena. Un desengaño amoroso y las ganas de estar sola
me han arrastrado hasta aquí. Sólo quería mirar el mar y escuchar
el sonido del agua batiendo contra las rocas. Ahora estoy en el fondo
del acantilado, no puedo moverme y la sirena azul me mira burlona
desde la entrada de su cueva.
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