Llovía
como si todas las nubes gordas y negras del mundo hubieran acordado
hacer una quedada en Cuenca, ciudad donde pasaba la tarde del
domingo, ya que a primera hora del lunes tenía cita con un cliente.
Sin embargo, el mal tiempo alteró mis planes y las horas encerrada
en la habitación empezaban a pasarme factura. Bajé a la cafetería
desganada y me senté en la barra, dejando una distancia prudencial
entre un fornido guapetón y yo, los únicos clientes en ese momento
y durante toda la tarde. La cara del camarero era una mezcla de
cansancio y aburrimiento y así me sirvió un vino, como si estuviera
atendiendo una gasolinera. La copa se derrumbó sobre la barra
haciéndose mil pedazos y salpicándome la cara. Por suerte no me
alcanzó ningún cristal. El otro cliente, solícito, se acercó a mí
corriendo y, tras cerciorarse de que no tenía ningún daño, se
dedicó a limpiarme la cara. Usó varias servilletas y lo hizo con
delicadeza como si mi rostro fuera un cuadro muy caro en proceso de
restauración. Yo, aunque es algo impropio de mi carácter, me dejé
hacer. El camarero no sabía dónde meterse y se deshacía en
disculpas, pero sus palabras no llegaban a mis oídos. Lo único que
escuchaba eran la voz suave y melódica del hombre de la barra. Era
inglés, no sabía nada de español, y se alegró tremendamente de
que yo pudiera entablar una conversación con él, pues según me
dijo estaba, como yo, aburrido y hastiado de esa tarde de lluvia Nos
trasladamos a una de las mesas y estuvimos charlando durante más de
una hora. Era el hombre más encantador que había conocido en mucho
tiempo. Supe que quería acostarse conmigo. No tuvo que emplear
palabras para ello. Sus ojos lo decían todo. Yo le seguía el juego,
dudando en si darme un homenaje o no. Por un lado me apetecía mucho
aprovechar la tarde de una manera placentera. Por otro lado, siempre
me costó ir a la cama con desconocidos. Estaba en esas cavilaciones
cuando sonó su teléfono. Se retiró para hablar, para que nadie
escuchara su conversación, aunque no pudo evitar que llegaran a mis
atentos oídos unas cuantas frases de mal gusto dichas en tono
agresivo y desafiante. Estaba claro que hablaba con su mujer o con su
novia y que distaba mucho de ser el hombre que aparentaba ser.
Cuando terminó su conversación volvió a la mesa, pero mi actitud
hacía él había cambiado . Se dio cuenta, musitó una disculpa y se
perdió en el ascensor. Quedé de nuevo sola, sentada junto al
ventanal, mirando como la calle desierta era atacada por una horda
rabiosa de agua. Tan rabiosa como yo. Para una vez que estaba casi
decidida a ir a la cama con un extraño...Pero es superior a mí, no
soporto a los hombres que les gritan a sus mujeres. Volví a la
habitación dispuesta a entretenerme un rato viendo cualquier cosa en
la televisión. Al salir de la cafetería vi depositados en una mesa
los programas de los distintos partidos políticos. Me extrañó que
un hotel diera esa clase de información a sus clientes, pero cogí
uno de cada partido para distraer la tarde. De todas formas no me
iría mal, pues la elecciones eran a la semana siguiente y aún no
tenía idea de a quién votar. Entré en la habitación. La
calefacción había cumplido su función y el ambiente era cálido y
confortable. Tiré los programas sobre la cama y me puse un pijama
cómodo. Después empecé a leerlos y analizarlos. Mis ojos se
deslizaban de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, de arriba
abajo y de abajo a arriba, tratando de encontrar las similitudes y
las contradicciones. Todos ellos prometían cosas buenas para la
ciudadanía. Todos ellos eran demócratas y sus listas estaban
plagadas de buenas gentes de sonrisa de dientes caros y manos
amistosas. Fui tachando las coincidencias y apuntando las
diferencias. Pasé así un tiempo, no sé cuánto, quizás una hora,
quizás más. La cabeza me daba vueltas pero aquello me estaba
sirviendo de evasión, así que decidí continuar hasta que comencé
a ver doble y borroso. Me asusté. Cerré los ojos. Les di un pequeño
masaje. Volví a abrirlos. Seguía viendo doble y borroso. Me acerqué
al espejo del baño. Mi ojo derecho miraba para la izquierda y el
izquierdo para la derecha. O eso me pareció, aunque no podría
asegurarlo. Me vestí apresuradamente y pedí un taxi. El chico de
recepción que era también el camarero me miró sorprendido. Le
pregunté qué por qué me miraba. Él respondió que nunca había
visto a nadie volverse bizco de repente. Le metí una torta. Llamarme
bizca a mí. Era lo que me faltaba. Subí al taxi para ir al hospital
Le pedí al taxista que me mirara y me dijera qué veía. Que es
bizca, me respondió. Creí que me daba un ataque allí mismo. A ver
si me estaba quedando ciega. Llegué al hospital llorando, diciendo
que me había vuelto bizca de repente y también turulata analizando
los programas electorales. No me extraña, dijo la señora del
mostrador entre dientes. A continuación llamó a un compañero. Aquí
tienes otra, le dijo. ¿De lo mismo?, preguntó él un tanto
incrédulo. Sí, hijo, sí, de lo mismo. Pero si ya van diecisiete,
contestó él, esto no es normal. Tampoco es normal que llueva en
Cuenca de esta manera y ya ves, respondió ella con indiferencia. Yo
no sabía de qué hablaban. Lo descubrí cuando llegué a la sala.
Todas las personas que estaban allí habían quedado bizcas
analizando los programas electorales y su visión era doble y
borrosa, como la mía. Pasaban las horas y nadie nos atendía, así
que empezamos a hablar unos con otros, a contar qué nos había
pasado y a pensar en poner una denuncia común al hospital. Armamos
un buen follón y acabaron metiéndonos a todos en un cuarto con un
psiquiatra de prácticas que estaba de guardia. El pobre lo pasó mal
pero unas horas más tarde, como cuatro o cinco, ya era uno más
entre nosotros. Nos habló de hacer una terapia de grupo y como no
teníamos otra cosa qué hacer aceptamos. Poco a poco los ojos fueron
volviendo a la normalidad. El chico, el psiquiatra, estaba la mar de
contento y nosotros también. Al parecer el mal era solo psicológico
y reversible. Yo iba sintiendo como mi visión se volvía normal,
pero disimulé, aunque trabajo me costó pues no es nada fácil
torcer los ojos queriendo. Al final agaché la cabeza como si tuviera
mucho sueño y puse una mano sobre la frente mientras observaba de
reojo al psiquiatra. Estaba tremendo. Conseguí quedar a solas con
él. Había decidido no dejar escapar otra oportunidad. Si lo hubiera
hecho en el hotel no hubiera pasada ese mal trago. Aunque, en el
fondo, mereció la pena, porque viví una experiencia nueva y
extraordinaria. Nunca lo había hecho sobre una camilla, ni en un
quirófano, ni en el cuarto de la lavandería, ni en una planta
cerrada, ni en una silla de ruedas ni en...bueno, tampoco es tan
importante. Lo único importante es que salí del hospital como
nueva, con los ojos vivos y brillantes, cada uno en su sitio y con la
firme determinación de no volver nunca jamás en mi vida a leer un
programa electoral.
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