Trauma electoral - Cristina Muñiz Martín


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Llovía como si todas las nubes gordas y negras del mundo hubieran acordado hacer una quedada en Cuenca, ciudad donde pasaba la tarde del domingo, ya que a primera hora del lunes tenía cita con un cliente. Sin embargo, el mal tiempo alteró mis planes y las horas encerrada en la habitación empezaban a pasarme factura. Bajé a la cafetería desganada y me senté en la barra, dejando una distancia prudencial entre un fornido guapetón y yo, los únicos clientes en ese momento y durante toda la tarde. La cara del camarero era una mezcla de cansancio y aburrimiento y así me sirvió un vino, como si estuviera atendiendo una gasolinera. La copa se derrumbó sobre la barra haciéndose mil pedazos y salpicándome la cara. Por suerte no me alcanzó ningún cristal. El otro cliente, solícito, se acercó a mí corriendo y, tras cerciorarse de que no tenía ningún daño, se dedicó a limpiarme la cara. Usó varias servilletas y lo hizo con delicadeza como si mi rostro fuera un cuadro muy caro en proceso de restauración. Yo, aunque es algo impropio de mi carácter, me dejé hacer. El camarero no sabía dónde meterse y se deshacía en disculpas, pero sus palabras no llegaban a mis oídos. Lo único que escuchaba eran la voz suave y melódica del hombre de la barra. Era inglés, no sabía nada de español, y se alegró tremendamente de que yo pudiera entablar una conversación con él, pues según me dijo estaba, como yo, aburrido y hastiado de esa tarde de lluvia Nos trasladamos a una de las mesas y estuvimos charlando durante más de una hora. Era el hombre más encantador que había conocido en mucho tiempo. Supe que quería acostarse conmigo. No tuvo que emplear palabras para ello. Sus ojos lo decían todo. Yo le seguía el juego, dudando en si darme un homenaje o no. Por un lado me apetecía mucho aprovechar la tarde de una manera placentera. Por otro lado, siempre me costó ir a la cama con desconocidos. Estaba en esas cavilaciones cuando sonó su teléfono. Se retiró para hablar, para que nadie escuchara su conversación, aunque no pudo evitar que llegaran a mis atentos oídos unas cuantas frases de mal gusto dichas en tono agresivo y desafiante. Estaba claro que hablaba con su mujer o con su novia y que distaba mucho de ser el hombre que aparentaba ser. Cuando terminó su conversación volvió a la mesa, pero mi actitud hacía él había cambiado . Se dio cuenta, musitó una disculpa y se perdió en el ascensor. Quedé de nuevo sola, sentada junto al ventanal, mirando como la calle desierta era atacada por una horda rabiosa de agua. Tan rabiosa como yo. Para una vez que estaba casi decidida a ir a la cama con un extraño...Pero es superior a mí, no soporto a los hombres que les gritan a sus mujeres. Volví a la habitación dispuesta a entretenerme un rato viendo cualquier cosa en la televisión. Al salir de la cafetería vi depositados en una mesa los programas de los distintos partidos políticos. Me extrañó que un hotel diera esa clase de información a sus clientes, pero cogí uno de cada partido para distraer la tarde. De todas formas no me iría mal, pues la elecciones eran a la semana siguiente y aún no tenía idea de a quién votar. Entré en la habitación. La calefacción había cumplido su función y el ambiente era cálido y confortable. Tiré los programas sobre la cama y me puse un pijama cómodo. Después empecé a leerlos y analizarlos. Mis ojos se deslizaban de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, de arriba abajo y de abajo a arriba, tratando de encontrar las similitudes y las contradicciones. Todos ellos prometían cosas buenas para la ciudadanía. Todos ellos eran demócratas y sus listas estaban plagadas de buenas gentes de sonrisa de dientes caros y manos amistosas. Fui tachando las coincidencias y apuntando las diferencias. Pasé así un tiempo, no sé cuánto, quizás una hora, quizás más. La cabeza me daba vueltas pero aquello me estaba sirviendo de evasión, así que decidí continuar hasta que comencé a ver doble y borroso. Me asusté. Cerré los ojos. Les di un pequeño masaje. Volví a abrirlos. Seguía viendo doble y borroso. Me acerqué al espejo del baño. Mi ojo derecho miraba para la izquierda y el izquierdo para la derecha. O eso me pareció, aunque no podría asegurarlo. Me vestí apresuradamente y pedí un taxi. El chico de recepción que era también el camarero me miró sorprendido. Le pregunté qué por qué me miraba. Él respondió que nunca había visto a nadie volverse bizco de repente. Le metí una torta. Llamarme bizca a mí. Era lo que me faltaba. Subí al taxi para ir al hospital Le pedí al taxista que me mirara y me dijera qué veía. Que es bizca, me respondió. Creí que me daba un ataque allí mismo. A ver si me estaba quedando ciega. Llegué al hospital llorando, diciendo que me había vuelto bizca de repente y también turulata analizando los programas electorales. No me extraña, dijo la señora del mostrador entre dientes. A continuación llamó a un compañero. Aquí tienes otra, le dijo. ¿De lo mismo?, preguntó él un tanto incrédulo. Sí, hijo, sí, de lo mismo. Pero si ya van diecisiete, contestó él, esto no es normal. Tampoco es normal que llueva en Cuenca de esta manera y ya ves, respondió ella con indiferencia. Yo no sabía de qué hablaban. Lo descubrí cuando llegué a la sala. Todas las personas que estaban allí habían quedado bizcas analizando los programas electorales y su visión era doble y borrosa, como la mía. Pasaban las horas y nadie nos atendía, así que empezamos a hablar unos con otros, a contar qué nos había pasado y a pensar en poner una denuncia común al hospital. Armamos un buen follón y acabaron metiéndonos a todos en un cuarto con un psiquiatra de prácticas que estaba de guardia. El pobre lo pasó mal pero unas horas más tarde, como cuatro o cinco, ya era uno más entre nosotros. Nos habló de hacer una terapia de grupo y como no teníamos otra cosa qué hacer aceptamos. Poco a poco los ojos fueron volviendo a la normalidad. El chico, el psiquiatra, estaba la mar de contento y nosotros también. Al parecer el mal era solo psicológico y reversible. Yo iba sintiendo como mi visión se volvía normal, pero disimulé, aunque trabajo me costó pues no es nada fácil torcer los ojos queriendo. Al final agaché la cabeza como si tuviera mucho sueño y puse una mano sobre la frente mientras observaba de reojo al psiquiatra. Estaba tremendo. Conseguí quedar a solas con él. Había decidido no dejar escapar otra oportunidad. Si lo hubiera hecho en el hotel no hubiera pasada ese mal trago. Aunque, en el fondo, mereció la pena, porque viví una experiencia nueva y extraordinaria. Nunca lo había hecho sobre una camilla, ni en un quirófano, ni en el cuarto de la lavandería, ni en una planta cerrada, ni en una silla de ruedas ni en...bueno, tampoco es tan importante. Lo único importante es que salí del hospital como nueva, con los ojos vivos y brillantes, cada uno en su sitio y con la firme determinación de no volver nunca jamás en mi vida a leer un programa electoral.





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