Un romance inesperado - Gloria Losada




A mister Brooks siempre le había gustado España. De pequeño pasaba con sus padres las vacaciones en Benidorm, una pequeña ciudad en la que se sentía como en su casa, entre otras cosas porque a su alrededor escuchaba hablar todos los idiomas menos el español, y cuando fue mayor y terminó sus estudios de literatura y poesía decidió recorrer aquel país enigmático y dicharachero que le traía recuerdos de su infancia. Corría el año 2013 cuando mister Brooks llegó a Barcelona, su punto de partida en su particular periplo. Allí permaneció dos días recorriendo los rincones más emblemáticos de la ciudad. Le llamó la atención sobremanera el extraño idioma que hablaban aquellas gentes, que no podía identificar, pero desde luego no era español, y que, no sabía bien el motivo, le molestaba en sus órganos auditivos, en los que padecía frecuentes infecciones a consecuencia de las aguas frías de las playas de su Cornualles natal. Por eso y porque no entendía ni jota, decidió visitar lo antes posible su Benidorm querido y allí recaló dos semanas después,tras montar en un autobús equivocado y aparecer en Madrigal de las Altas Torres, pueblo pintoresco donde los haya y en el que, una vez allí, se quedó tres días descansando del pesado viaje en autobús.
La primera sorpresa que se llevó al llegar a su recordada ciudad fue que ya no había muchachas jóvenes y bonitas paseando sus cuerpos en bikini por la playa, sino mujeres y hombres, la mayoría entrados en años y en carnes, que hablaban a voz en grito y paseaban de aquí para allá en extrañas manadas, como si no pudieran o no supieran disfrutar de la soledad. Además eran poco hospitalarios, pues la única vez que él intentó unirse a uno de tan habituales grupos, lo miraron con caras raras y escaparon de él como si fuera un apestado. No lo volvió a intentar, aun así, acuciado por la curiosidad, preguntó a la recepcionista de su hotel, una muchacha de cara hosca que no paraba de mascar chicle, por qué aquella gente caminaba siempre en manadas como los búfalos, o las cebras, o muchas otras especies del reino animal. La chica le contestó, sin levantar la cabeza del comic que estaba leyendo, que eran excursiones del IMSERSO. Mister Brooks no tenía ni idea de qué era aquello del IMSERSO y se figuró que sería alguna institución para enfermos mentales y que sin duda , alguna de las personas que iban en medio de los grupos era su cuidadora.
Eso fue precisamente lo que pensó de Lucita Pelegrín cuando la vio caminando por el paseo de la playa a la cabeza de una veintena de personas que la seguían como corderillos. Una muchacha con aquel porte y aquel atractivo innato no pegaba nada con el resto y no podía ser más que la guía turística sin duda alguna.
Era Lucita Pelegrín alta como una torre y más flaca que el palo de una escoba. Carecía de la más mínima curva en su famélico cuerpo, tenía el pelo en media melena, estropajoso y de un color indefinido, la nariz respingona, casi de cerdo, y los ojos estrábicos, mirando uno para pinto y otro para Valdemoro. Eso sí, lucía en su rostro una permanente sonrisa ratonil, que a pesar de ser tal, suavizaba un poco su repugnante fealdad, que sin embargo pasó desapercibida a Mister Brooks. Éste consideraba que las mujeres inglesas eran en general poco elegantes y él apreciaba mucho la elegancia, de hecho él mismo lo era, y Lucita Pelegrín le pareció la mujer con más estilo del mundo, cosa harto inexplicable si tenemos en cuenta que la buena mujer vestía como si fuera una abuelita de pueblo en lugar de la mujer de treinta años que era.
El caso es que Mister Brooks sintió la flecha de cupido en su corazón en cuanto la vio y se dijo que no podía haber encontrado mejor razón para quedarse definitivamente en España que aquella dama que tenía que convertir en su esposa sí o sí. Sabía que conquistarla sería tarea ardua y difícil, pues jamás había conocido hembra y además estaba su timidez recalcitrante, que le hacía que cada vez que pensaba en el mero hecho de acercarse a una mujer le entrara un sudor frío y los latidos de su corazón de dispararan alcanzando límites insospechados. Tenía que planear una estrategia que pareciera casual, así que día sí y día también, se sentaba en el hall del hotel y le daba vueltas a la cabeza, mientras observaba las actitudes de otras parejas para ver si podía sacar algo en limpio. Un día escuchó a un muchacho que, mientras se dirigía hacia al ascensor de la mano de una joven preciosa, le decía que se preparara, que esa noche la iba a poner mirando para Cuenca, ante lo que la chica dio palmaditas de alegría y puso cara de suprema felicidad. Sin duda mirar para Cuenca era algo agradable. Sabía Mister Brooks, pues se había ocupado de informarse cuando decidió viajar por España, dónde se encontraba situada la ciudad de Cuenca, aunque ignoraba que desde algún punto de Benidorm se pudiera ver. El caso es que antes de dar el paso definitivo, decidió preguntarle a la recepcionista por qué mirar para Cuenca ponía contento a la gente. La recepcionista era parca en palabras pero resolvía casi todas sus dudas y cuando escuchó la pregunta de su huésped sonrió de manera enigmática y le dijo que ya lo descubriría, pero que era muy guay. Esa respuesta un tanto confusa le fue suficiente para decidir proponerle a Lucita mirar para Cuenca durante un rato, ya se enteraría de a dónde debían de ir para hacer tal cosa.
La volvió a ver aquella misma tarde con su grupo de cebras. Se sentaron en una terraza de verano copándolo todo y pidieron sus consumiciones. Él consiguió sentarse cerca con mucho disimulo y con el mismo disimulo intentó escuchar la conversación que mantenían, cosa que no fue especialmente difícil dado los gritos que proferían. Así se enteró de que regresaban a su pueblo dentro de dos días, margen que le quedaba para conquistar a Lucita. Se puso muy nervioso, puesto que todavía no había decidido ninguna táctica de ataque, y no se le ocurrió mejor cosa, mientras la pensaba, que unirse al grupo y seguir a su amada de acá para allá, lo que provocó el temor y el recelo entre los miembros de la excursión, que fueron con la queja a Lucita. Ésta, que era muy echada “palante”, se encaró con Mister Brooks y le preguntó de malas maneras que era lo que coño quería, a lo que él respondió que no quería ningún coño, que lo único que deseaba era mirar Cuenca a su lado. Y Lucita, a la que jamás le habían hecho proposición semejante, le dijo que sí, que en ese mismo momento se iban a ver Cuenca. Se llevó a Mister Brooks a su habitación de hotel y allí miraron Cuenca, Cádiz y hasta Lisboa. A él le satisfizo enormemente no solo conocer de primera mano lo que era ver Cuenca, sino ser correspondido por su enamorada y ésta, que nunca la vio tan gorda, les dijo a sus compañeros que se fueran sin ella, que se casaba con Mister Brooks y que ya vería dónde terminaba, si en Benidorm, si en Inglaterra, o incluso en Cuenca, todo es posible.






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