Leonor
buscaba desesperadamente un hombre con posibles. Sin embargo, debido
a su aspecto, no le iba a resultar nada fácil.
Había heredado lo que nadie quería: un físico difícil, en el cual
despuntaba una enorme nariz en forma de patata.
Por
más remedios y curas que buscó, ninguno le dio la solución para
reducir esa saliente parte de su anatomía. Tal vez, si encontrara un
sapo y lo besara su desgracia se traspasaría de un cuerpo a otro...
Harta
de duras realidades y de fantásticos cuentos de hadas se dejó
vencer. Estaba claro: con esa nariz no iría a ninguna parte en los
senderos del amor. Así que se olvidó del tema y siguió trabajando
en el archivo de su oficina, lejos del público, rodeada de legajos y
carpetas. No fuera a ser que si la ponían de cara visible espantara
al personal...
Ella
ya no se lo tomaba a mal. Había pasado por tantas fases que ya hasta
le resultaba simpático el mote con el que se la conocía en el
trabajo.
–
¿Cómo te va, Patata?
–Patata,
¿Probaste el licor de guindas que me trajeron del pueblo?
–
¿Qué tal el gimnasio, Patata?
Y
así todos los días.
En
las fotos de las cenas de empresa en lugar de ‘Di patata’ decían
‘Di Leonor’ y todos salían tocándose las narices y mirando a
cámara.
En
casa procuraba no mirarse demasiado al espejo. Si salía de compras
intentaba embozarse bajo grandes fulares de colores, que después se
quitaba en los probadores. Cuando se olvidaba colocárselos al ir a
pagar, notaba las miradas descaradas de las dependientas.
En
verano lo llevaba peor. Había que ir con menos ropa y una bufanda o
un echarpe ya no pegaban. Así que salía lo menos posible.
En
una de esas temporadas de auto-reclusión encontró, mientras
zapeaba, un reality show sobre operaciones de cirugía estética. Se
quedó embobada ante los cambios radicales que experimentaban los
participantes. De ser horrorosos pasaban a convertirse en bellos y
bellas casi de película.
Era
un proceso cuidado y medido que duraba tres meses, en el que cada
persona elegida pasaba por un duro entrenamiento, varias cirugías,
un severo cambio de dieta y otro de estilismo.
–Si
me decidiera a llamar, tal vez podrían cambiar mi patata...- pensaba
Leonor acariciando la idea de poder mirarse de frente sin complejos.
Lo
que más la desanimaba era el estar lejos del trabajo durante tanto
tiempo seguido. Pero, por otro lado, nadie bajaba a los archivos. Si
se desorganizaban una temporada no se hundiría el mundo.
Grabó
los dos programas siguientes. Y los vio con detenimiento. Entre los
títulos de crédito del final encontró los datos que necesitaba:
una dirección a la que escribir y enviar sus datos y su situación
personal. Con cierto disgusto se hizo unas cuantas fotos, de frente y
de perfil, requisito indispensable. Y envió la carta con su
historial médico a los responsables del programa.
Una
semana después recibió una llamada telefónica: Estaba admitida.
Ellos se encargarían del viaje, del alojamiento y de todas sus
necesidades mientras durara el tratamiento. Ella tan sólo debería
avisar en el trabajo, y hablar con su médico de cabecera para pedir
una excedencia temporal.
El
vuelo fue un lujo. Azafatas preguntándole si deseaba tal o cual
bebida, ofreciéndole cojines y mantas para dormir, bombones y
caramelos para entretener el tiempo...
Y
el hotel-spa-hospital en el que se alojó fue la octava maravilla. Ni
la Reina de Saba habría vivido así: piscina, masajes relajantes de
todo tipo, restaurantes que ofrecían comida gourmet, habitaciones
que parecían apartamentos de veraneo, acompañantes guapísimos,
casi modelos, para cada ocasión que se le presentara,... Como una
reina, vaya.
Lo
peor fue el entrenamiento personal. Hacía tiempo que no practicaba
deporte ni nada parecido, como mucho caminar un rato por un circuito
urbano. Y eso, y los madrugones fue lo que más le costó. También
tenía miedo al dentista; le ofrecieron una renovación total de
dentadura, lo que ella al principio acogió con cierto rechazo. Pero
luego, gracias a la anestesia, agradeció casi más que el cambio de
su patata.
Su
patata dio bastante lata a los cirujanos. Convertida en casi una top
model
gracias a los ejercicios, a la dieta y al cambio de look solo quedaba
ese pequeño fleco por cortar.
Y
cortaron y martillearon de lo lindo. Y pasó unos cuantos días con
la cara llena de vendas y sorbiendo sopa a través de una pajita.
Cuando
llegó el momento de retirarlas ella cerró los ojos y pensó ‘Dí
patata’ y se miró al espejo.
Varias
lágrimas corrieron por sus sonrosadas mejillas. La patata ya no
estaba. Ahora su nariz era recta. Tan perfecta como la de una estatua
griega.
Que
baje otra al archivo. –Dijo al espejo- Yo me quedo atendiendo al
personal, a ver si ahora se me acerca algún príncipe. O sapo, que
me da lo mismo.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
La patata no existe, se llama papa.
ResponderEliminar