Leonor
buscaba desesperadamente un hombre con posibles. Sin embargo, debido
a su aspecto, no le iba
a resultar nada fácil la
elección, pues sus pretendientes llegaron a triplicar el número de
los
dedos de sus manos.
La noticia de la ruina de su padre, unida
a la fama de su belleza,
había surcado valles y
montañas llegando
a oídos de las familias recientemente enriquecidas con el comercio
que vieron en ello la ocasión de que sus futuros descendientes
adornaran su nombre con uno de los más antiguos
y prestigiosos apellidos de la región. Así pues, no pasaba semana
sin
que varios
de esos acaudalados
herederos acudieran
a pedir la mano de la
joven. Leonor,
consciente de que solo un buen matrimonio lograría salvar la
hacienda y el honor familiar, había conseguido arrancar a su padre
una promesa: sería ella quien eligiese a su futuro marido.
Los
candidatos,
obedientes en principio al mandato de sus padres, nada más conocer a
la joven, quedaban prendados de ella. Era como si al aparecer
en el amplio salón donde los
recibían, el sol entrara a
raudales por los ventanales, nublándoles la vista y la razón. Y
después, cuando sus ojos verdes se posaban sobre ellos, sus
destellos los hacía enloquecer de pasión. Pero
Leonor, uno a uno, iba
rechazando a todos los aspirantes,
pues su corazón ya estaba ocupado por Adrián, amigo de la infancia,
que a su vez había declarado su amor a su mejor amiga, Elizabet,
locamente
enamorada de Pedro.
Leonor
sabía que el tiempo se agotaba, que en menos
de tres meses debería estar
desposada
con un hombre rico que saldara las deudas de su padre, pero se
resistía a casarse sin amor. Apuraría el tiempo al
máximo, esperando con impaciencia la llegada de un hombre cuya
sola presencia la hiciera sentir algo más que el rechazo que le
producían todos esos jóvenes,
llegados desde muy lejos,
atraídos
por el campanilleo de su apellido.
Si esto no llegara a suceder, si tenía que acabar cediendo
a una boda de intereses, lo
haría con Alberto, perteneciente
a una buena, conocida y
potentada
familia, que ya le había
confesado su deseo de convertirse
en su esposo.
Si no lo había aceptado aún
era por Lucía, su prima, a la que quería y adoraba. Lucía bebía
los vientos por Alberto y se lo había confesado. No podía
traicionarla. Al menos mientras pudiera evitarlo. Quien sí quería a
Lucía era Juan, el amor de Beatriz, adorada por Pedro.
Leonor
veía pasar los días sin que ninguno de los pretendientes lograran
interesarle lo más mínimo. Su padre la apremiaba mientras
ella trataba de tomar la mejor decisión para su futuro,
resignándose a que Adrián no formara parte de él. Mientras tanto,
había llegado la temporada de fiestas donde se relacionaban las
mejores familias de la región y algunos de sus invitados. De esas
fiestas habían salido, durante varias generaciones, los mejores
contratos matrimoniales.
Alberto,
temeroso de perder para siempre a Leonor, le
volvió a proponer matrimonio.
Ella
le respondió con franqueza, abriéndole su corazón, pues no quería
hacerle daño. Lo conocía desde siempre y le tenía cariño, pero no
la clase de cariño que debe haber
entre un hombre y una mujer. Alberto, sin decir palabra y sin que
Leonor viera desilusión en sus ojos, la cogió de la mano y la llevó
en volandas hasta una esquina del jardín, donde a
salvo de
oídos indiscretos le contó un plan largamente elaborado. Leonor,
atónita ante lo que oía, no supo qué decir ni tan siquiera qué
pensar. Le pidió unos días para meditarlo
y lo despidió con un suave
beso en la mejilla.
La
fiesta prosiguió con todas las miradas prendidas en Leonor. Clarisa,
su tía, rebosaba de satisfacción viendo como su sobrina conseguía
deslumbrar con un vestido de otras temporadas, aunque hábilmente
retocado por la criada.
Lástima que su querida hermana no hubiera vivido lo suficiente para
ver a su hija convertida en mujer y para atar en corto al insensato
de su cuñado, un
bebedor, jugador y
mujeriego empedernido.
Esa noche Leonor no consiguió dormir, pensando en el plan de
Alberto. Al amanecer, maravillada por la inteligencia y la
generosidad del joven, ya estaba convencida de haber encontrado la
mejor solución, no solo para ella, sino para su prima, sus amigas y
sus enamorados. Si todos ellos aceptaban, los grandes apellidos y sus
haciendas permanecerían unidos durante al menos la próxima
generación. Se levantó, escribió unas notas y ordenó su envío.
Las
respuestas no se hicieron esperar. Dos días más tarde, los ocho
jóvenes salieron a cabalgar
para encontrarse en un lugar secreto, teniendo
la precaución de no dejar ver hacía dónde se dirigían sus
monturas.
Leonor y Alberto llegaron los primeros. Esperaron a los demás y
hablaron abiertamente, sin tapujos, dejando claras sus intenciones.
Lucía, la más joven, comenzó a llorar asustada. Elizabeth y
Beatriz miraban a su amiga Leonor con los ojos muy abiertos, sin
querer creer lo que estaban oyendo. Por su parte los chicos
permanecían callados, meditabundos, cavilando la proposición.
Leonor
les pidió que se sentaran en la hierba a degustar los
bocadillos que había llevado.
Alberto aportó unas botellas de vino. Poco a poco el ambiente se fue
distendiendo y en apenas una
hora llegaron a un acuerdo. Las
mujeres, porque sabían que tendrían que casarse con el hombre que
eligieran sus padres. Los hombres,
porque siendo los primogénitos y por lo tanto herederos de nombre y
hacienda no encontrarían en ningún otro lugar mujeres más
adecuadas que las que tenían ante ellos. Solo quedaba por dilucidar
cómo lo harían, teniendo
en cuenta dos posibles soluciones: Enamorado con su amada o enamorada
con su amado. Y eso lo decidirían las chicas.
Leonor,
durante su noche de insomnio, había pensando también en esa
cuestión. Pidió hablar a solas con su prima y amigas para
convencerlas de lo que ella creía lo mejor. Si elegían vivir con su
enamorado, tendrían un marido que no las querría, que yacería con
ellas pensando en otra y que, llevado por la
naturaleza salvaje propia de
su sexo no tardaría en
buscar amantes. Por el contrario, si se casaban con el
hombre que las quería,
asegurarían
su amor y su fidelidad.
Además, al ser ellas las sacrificadas, no
se podrían negar a otorgarles
un pequeño deseo como
compensación.
Las
chicas escuchaban a Leonor profundamente turbadas. Y cuando supieron
en qué consistía el pequeño deseo del que hablaba su amiga, sus
rostros se volvieron tan rojos como una cesta rebosante de cerezas
maduras. Los chicos, por su parte, tras prestar oídos a las palabras
de Alberto, quedaron aún más aturdidos que ellas. Los sintieron
hablar acaloradamente, haciendo grandes aspavientos con los brazos,
como si no estuvieran dispuestos a aceptar ese pacto. Luego,
lentamente, las voces se fueron atenuando y recuperaron la calma.
Unas horas después, antes de separarse, ocho manos unidas juraron no
desvelar jamás su secreto.
Se
celebraron las bodas y en
menos de un año nacieron
todos los primogénitos,
afortunadamente varones.
Había llegado el momento de cumplir el deseo de las mujeres. Desde
entonces, todos los meses, los cuatro matrimonios se desplazaban al
hotel más lujoso de la ciudad,
donde cada mujer pasaba una
noche de amor con el hombre de sus sueños, mientras su marido, en
otra habitación,
daba placer a la mujer que más lo quería, que no era la suya.
Las cosas siguieron así durante muchos años en los que su amistad
se volvía cada vez más estrecha, unida por el hilo de un secreto
inconfesable y por aquellos hijos que no habían heredado ningún
rasgo físico de los que figuraban como sus padres legítimos.
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