Ocho manos unidas - Cristina Muñiz Martín

                                         

Leonor buscaba desesperadamente un hombre con posibles. Sin embargo, debido a su aspecto, no le iba a resultar nada fácil la elección, pues sus pretendientes llegaron a triplicar el número de los dedos de sus manos. La noticia de la ruina de su padre, unida a la fama de su belleza, había surcado valles y montañas llegando a oídos de las familias recientemente enriquecidas con el comercio que vieron en ello la ocasión de que sus futuros descendientes adornaran su nombre con uno de los más antiguos y prestigiosos apellidos de la región. Así pues, no pasaba semana sin que varios de esos acaudalados herederos acudieran a pedir la mano de la joven. Leonor, consciente de que solo un buen matrimonio lograría salvar la hacienda y el honor familiar, había conseguido arrancar a su padre una promesa: sería ella quien eligiese a su futuro marido.
Los candidatos, obedientes en principio al mandato de sus padres, nada más conocer a la joven, quedaban prendados de ella. Era como si al aparecer en el amplio salón donde los recibían, el sol entrara a raudales por los ventanales, nublándoles la vista y la razón. Y después, cuando sus ojos verdes se posaban sobre ellos, sus destellos los hacía enloquecer de pasión. Pero Leonor, uno a uno, iba rechazando a todos los aspirantes, pues su corazón ya estaba ocupado por Adrián, amigo de la infancia, que a su vez había declarado su amor a su mejor amiga, Elizabet, locamente enamorada de Pedro.
Leonor sabía que el tiempo se agotaba, que en menos de tres meses debería estar desposada con un hombre rico que saldara las deudas de su padre, pero se resistía a casarse sin amor. Apuraría el tiempo al máximo, esperando con impaciencia la llegada de un hombre cuya sola presencia la hiciera sentir algo más que el rechazo que le producían todos esos jóvenes, llegados desde muy lejos, atraídos por el campanilleo de su apellido. Si esto no llegara a suceder, si tenía que acabar cediendo a una boda de intereses, lo haría con Alberto, perteneciente a una buena, conocida y potentada familia, que ya le había confesado su deseo de convertirse en su esposo. Si no lo había aceptado aún era por Lucía, su prima, a la que quería y adoraba. Lucía bebía los vientos por Alberto y se lo había confesado. No podía traicionarla. Al menos mientras pudiera evitarlo. Quien sí quería a Lucía era Juan, el amor de Beatriz, adorada por Pedro.
Leonor veía pasar los días sin que ninguno de los pretendientes lograran interesarle lo más mínimo. Su padre la apremiaba mientras ella trataba de tomar la mejor decisión para su futuro, resignándose a que Adrián no formara parte de él. Mientras tanto, había llegado la temporada de fiestas donde se relacionaban las mejores familias de la región y algunos de sus invitados. De esas fiestas habían salido, durante varias generaciones, los mejores contratos matrimoniales.
Alberto, temeroso de perder para siempre a Leonor, le volvió a proponer matrimonio. Ella le respondió con franqueza, abriéndole su corazón, pues no quería hacerle daño. Lo conocía desde siempre y le tenía cariño, pero no la clase de cariño que debe haber entre un hombre y una mujer. Alberto, sin decir palabra y sin que Leonor viera desilusión en sus ojos, la cogió de la mano y la llevó en volandas hasta una esquina del jardín, donde a salvo de oídos indiscretos le contó un plan largamente elaborado. Leonor, atónita ante lo que oía, no supo qué decir ni tan siquiera qué pensar. Le pidió unos días para meditarlo y lo despidió con un suave beso en la mejilla.
La fiesta prosiguió con todas las miradas prendidas en Leonor. Clarisa, su tía, rebosaba de satisfacción viendo como su sobrina conseguía deslumbrar con un vestido de otras temporadas, aunque hábilmente retocado por la criada. Lástima que su querida hermana no hubiera vivido lo suficiente para ver a su hija convertida en mujer y para atar en corto al insensato de su cuñado, un bebedor, jugador y mujeriego empedernido.
Esa noche Leonor no consiguió dormir, pensando en el plan de Alberto. Al amanecer, maravillada por la inteligencia y la generosidad del joven, ya estaba convencida de haber encontrado la mejor solución, no solo para ella, sino para su prima, sus amigas y sus enamorados. Si todos ellos aceptaban, los grandes apellidos y sus haciendas permanecerían unidos durante al menos la próxima generación. Se levantó, escribió unas notas y ordenó su envío.
Las respuestas no se hicieron esperar. Dos días más tarde, los ocho jóvenes salieron a cabalgar para encontrarse en un lugar secreto, teniendo la precaución de no dejar ver hacía dónde se dirigían sus monturas.
Leonor y Alberto llegaron los primeros. Esperaron a los demás y hablaron abiertamente, sin tapujos, dejando claras sus intenciones. Lucía, la más joven, comenzó a llorar asustada. Elizabeth y Beatriz miraban a su amiga Leonor con los ojos muy abiertos, sin querer creer lo que estaban oyendo. Por su parte los chicos permanecían callados, meditabundos, cavilando la proposición.
Leonor les pidió que se sentaran en la hierba a degustar los bocadillos que había llevado. Alberto aportó unas botellas de vino. Poco a poco el ambiente se fue distendiendo y en apenas una hora llegaron a un acuerdo. Las mujeres, porque sabían que tendrían que casarse con el hombre que eligieran sus padres. Los hombres, porque siendo los primogénitos y por lo tanto herederos de nombre y hacienda no encontrarían en ningún otro lugar mujeres más adecuadas que las que tenían ante ellos. Solo quedaba por dilucidar cómo lo harían, teniendo en cuenta dos posibles soluciones: Enamorado con su amada o enamorada con su amado. Y eso lo decidirían las chicas.
Leonor, durante su noche de insomnio, había pensando también en esa cuestión. Pidió hablar a solas con su prima y amigas para convencerlas de lo que ella creía lo mejor. Si elegían vivir con su enamorado, tendrían un marido que no las querría, que yacería con ellas pensando en otra y que, llevado por la naturaleza salvaje propia de su sexo no tardaría en buscar amantes. Por el contrario, si se casaban con el hombre que las quería, asegurarían su amor y su fidelidad. Además, al ser ellas las sacrificadas, no se podrían negar a otorgarles un pequeño deseo como compensación.
Las chicas escuchaban a Leonor profundamente turbadas. Y cuando supieron en qué consistía el pequeño deseo del que hablaba su amiga, sus rostros se volvieron tan rojos como una cesta rebosante de cerezas maduras. Los chicos, por su parte, tras prestar oídos a las palabras de Alberto, quedaron aún más aturdidos que ellas. Los sintieron hablar acaloradamente, haciendo grandes aspavientos con los brazos, como si no estuvieran dispuestos a aceptar ese pacto. Luego, lentamente, las voces se fueron atenuando y recuperaron la calma. Unas horas después, antes de separarse, ocho manos unidas juraron no desvelar jamás su secreto.
Se celebraron las bodas y en menos de un año nacieron todos los primogénitos, afortunadamente varones. Había llegado el momento de cumplir el deseo de las mujeres. Desde entonces, todos los meses, los cuatro matrimonios se desplazaban al hotel más lujoso de la ciudad, donde cada mujer pasaba una noche de amor con el hombre de sus sueños, mientras su marido, en otra habitación, daba placer a la mujer que más lo quería, que no era la suya.
Las cosas siguieron así durante muchos años en los que su amistad se volvía cada vez más estrecha, unida por el hilo de un secreto inconfesable y por aquellos hijos que no habían heredado ningún rasgo físico de los que figuraban como sus padres legítimos.







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