Tal vez el Apocalipsis - Esperanza Tirado

                                      



Una prenda interior roja y muy hortera desgarrada en el pomo de una puerta. Un cartel desplegado en el balcón mostrando a un bebé desnudito portando una cruz. A su lado, tres muñecos de trapo trepan por una escalera de algodón blanco.

Serpentinas y confetis mojados en la calle taponando las alcantarillas, desbordando las cañerías, ensuciando la calle. Restos de caramelos pisoteados, mezclados con caca de algún animal. Tal vez fuera un camello, un dromedario o tan solo un jamelgo flaco disfrazado.

Un eco sordo dejado por la resaca, con sabor amargo de cerveza rancia, alcohol barato y medicinas contra un catarro que no termina de irse.

Lavadoras repletas de ropa sucia y maloliente. De cigarrillos fumados con desesperación, como si el mundo se fuera a acabar esa noche. Como si esa noche fuera la única que vale en todo el año. Una promesa de ‘el año que viene lo dejo, lo juro’.

Niños que afirman haber visto a los Reyes Magos, los de verdad, comerse las galletas y beberse la leche que les dejaron al lado del árbol. Y que sostienen entre sus manos su carta; con algunos tachones, bastantes faltas de ortografía y muchas, demasiadas peticiones. Como señal de que los Reyes Magos leyeron sus deseos. Y los cumplieron, porque, como siempre, ‘me he portado muy bien este año’.

Madres y abuelas que se despiertan de su duermevela pensando que pusieron demasiados canapés. O demasiados pocos. Quizás se les resecó el pavo o las gambas quedaron demasiado saladas. Y se duermen con una sonrisa en sus arrugadas caras, porque esta vez la piña estaba en su justo punto, ni demasiado ácida ni demasiado dulzona. Para hacer buen estómago después de una cena que habían estado planeando casi desde un mes atrás. Contando platos, contando servilletas, contando cubiertos... Y que después nadie agradece. Pero han conseguido reunirlos a todos alrededor de la mesa estas Pascuas también. Y con eso les basta.

Una cocina abarrotada de platos sin fregar. Copas rotas en el fregadero. Vasos con restos de alcohol y refrescos. Trozos de comida mordisqueados, envueltos por una grasa reseca y espesa, que da asco olerla. Las moscas se pasean entre desperdicios como Pedro por su casa. Ellas sí que están celebrando un festín de festines.

Los estómagos y las gargantas pesan y se ensanchan. Devorar tanta comida en tan poco tiempo tiene sus consecuencias. En breve esos cuerpos fofos y semialcoholizados visitarán gimnasios, tiendas de deportes, herboristerías, nutricionistas,... para no volver a pisarlas hasta el año que viene, por estas mismas fechas.

Los centros de trabajo vuelven a la actividad, pero al ralentí, como si un disco de 33 revoluciones se hubiera insertado en los cerebros de todos que, como zombies, intentan volver a retomar una rutina gris y mecánica.

Tal vez el Apocalipsis ya haya ocurrido en estos días. No con sangre, cuerpos putrefactos y despojos de tela raída. Sino adornado con luces de colorines, LED, para ahorrar y no contaminar demasiado, preciosos papeles de regalo satinados y aroma a perfume dulzón y mareante, envasado en lujosos botes de coleccionista. Todo atado con grandes lazos brillantes. Rojos, azules, verdes, naranjas o morados.

A veces en ese caótico apocalipsis de derroche desmedido te imaginas entre sueños la venida del Fantasma de las Navidades Futuras contándote lo que te espera, como en un deja vù maldito.

O, tal vez, todos esos que brindan, beben, comen y celebran como si no hubiera un mañana, sean tan solo eso: fantasmas en un espejismo lleno de luces de colores.

Quizá Charles Dickens, alguna vez, mientras escribía su Cuento de Navidad imaginó un mundo alumbrado con fantasmagóricas luces LED.








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