Treinta años - Gloria Losada



Sentado en el viejo sillón, cerca de la ventana desde la que podía contemplar el cielo azul y las copas de los árboles ondeando, oscilantes, empujadas por la ligera brisa otoñal, Mateo jugueteaba con aquel viejo teléfono que hacía tiempo había dejado de sonar. No sabía bien por qué lo guardaba, o tal vez sí lo sabía, sabía que aquel anticuado aparato guardaba dentro de sí demasiados recuerdos. No Mateo, los recuerdos no están en el teléfono, están dentro de tu cerebro, de tu cabeza y no podrán escapar jamás de ahí, ni aunque te empeñaras en ello, se decía muchas veces.
Treinta años habían pasado ya, y todavía en sus oídos resonaba aquella voz jovial, pero enfadada, que lo había rescatado de su letargo. El teléfono había sonado y reflejado en la pantalla un número desconocido. Lo descolgó.
-¿Se puede saber dónde te has metido? Llevo esperando por ti toda la tarde. Te he llamado no sé cuántas veces y no te has dignado a contestarme. Ya está bien.
-¿Perdón?
-¿Qué perdón ni qué narices? Haz el favor de volver a casa ya, que mis padres y el resto de la familia nos están esperando para cenar.
-Pero es que....
-Ni pero es que, ni nada. ¿Qué me vas a contar esta vez? ¿Que has tenido mucho trabajo en la oficina? ¿O tal vez que estaba el tráfico imposible? Ya estoy harta de tus monsergas, Mateo. No todo es trabajo en esta vida. ¿Cuánto tiempo hace que no salimos al cine, o a bailar? Y para una noche que tenemos la oportunidad de distraernos un poco, aunque sea con mis padres, vas y llegas tarde, como siempre. De verdad, Mateo, estoy comenzando a estar harta de que tu vida solo sea trabajo, trabajo y trabajo y nosotros quedemos en un segundo plano. Pero no creo que esta sea cuestión para discutir por teléfono, ya hablaremos seriamente. Ahora vuelve ya.
-Señorita, créame que estaría encantado de poder llevarla al cine o a bailar, pero me temo que yo no soy el Mateo que usted cree.
Al otro lado de la línea se hizo el silencio.
-¿No.... no eres Mateo?
-Sí, soy Mateo, pero creo que no el Mateo que usted piensa.
-Oh.... vaya.... lo siento mucho yo....
-No se preocupe, no pasa nada. Aunque, por su manera de hablar me parece española ¿Sabe usted que está llamando al Perú?
-¿Al Perú? Pero... ¿qué coño he hecho yo?
La línea se cortó y Mateo posó el teléfono sobre la cama, a su lado. Una leve sonrisa asomó a sus labios y por unos segundos pensó que le hubiera gustado ser el Mateo que buscaba aquella chica, aquel al que reclamaba su compañía, en lugar de ser el que era, un pobre enfermo postrado en una cama, arruinado, sin acabar de recuperarse y con pocas posibilidades de alcanzar todos los proyectos que le rondaban por la cabeza.
Tuvieron que pasar muchos meses para que aquel muchacho de ojos color avellana, y pelo negro como el carbón, de sonrisa franca y mirada limpia, volviera a ser el de siempre, ahuyentado el fantasma de la enfermedad y de la muerte. Durante aquel tiempo de recuperación ni un día dejó de pensar en la chica que se había equivocado al llamar. Muchas veces miraba su número de teléfono, que había quedado gravado, reflejado en la pantalla, con el dedo suavemente posado sobre la tecla que le permitiría de nuevo comunicarse con ella. Un día la pulsó.
-¿Diga?
El corazón de Mateo comenzó a galopar como un caballo loco. No sabía su nombre, no sabía qué le iba a decir, ni siquiera sabía para qué la llamaba.
-Buenos días, señorita....
-Querrá usted decir buenas tardes.
Sí, era ella, la misma voz dulce pero decidida de la otra vez.
-Sí, claro, buenas tardes, aunque aquí es por la mañana todavía. Usted no me recuerda pero yo soy.... soy Mateo, un día se equivocó, buscaba a otro Mateo...
Durante unos instantes solo escuchó una respiración en calma. Fueron unos segundos que parecieron horas y que hicieron al chico pensar en cortar la comunicación.
-Sí, es verdad. Te recuerdo, aunque... no entiendo por qué me llamas.
-En realidad.... no lo sé. Tal vez para saber si su Mateo regresó pronto a casa – respondió él sintiéndose un poco estúpido.
-Mi Mateo ya no es mi Mateo. Sí, aquel día llegó a casa, pero llegó para marcharse de nuevo. Me dijo eso de que tenemos que hablar y me explicó que se le había acabado el amor. Luego supe que en realidad se había liado con una compañera de trabajo. Y no sé por qué te cuento estas cosas. No te conozco de nada
-Tal vez me las cuentas porque lo necesitas. Encantado de conocerte....
-María, yo soy María.
Seguramente no hay en el mundo manera más absurda de comenzar una amistad. Las conversaciones telefónicas se hicieron más frecuentes y pronto dieron paso a la comunicación por redes sociales, era mucho más barato y se podían mantener con más frecuencia.
Con el tiempo Mateo sintió que deseaba conocer a María, pero también se dio cuenta de que la muchacha sentía por él algo que iba más allá de la simple amistad y aunque lo atraía mucho, él era un espíritu libre que no podía atarse a nada ni a nadie. Aún así decidió viajar a España para encontrarse con ella.
Fueron unos días bellos, intensos, cargados de emociones, de fantasía, de pasión. Y cuando tuvo que regresar lo hizo cargado de recuerdos, sin pena, sin melancolía, a pesar de ser consciente de que tras él dejaba un corazón roto.
Treinta años, han pasado, treinta años en los Mateo se dedicó a vivir, a realizar planes, proyectos, a cumplir sueños. Ni un día dejó pensar en María. Pensaba en ella cuando actuaba en sus películas, cuando presentó su primera novela o cuando daba algún discurso político. Pensaba en ella cuando sonaba su teléfono, cuando la lluvia caía fuerte como durante aquellos días en que habían estado juntos, o cuando paseaba por la playa viendo el sol teñir de rojo el horizonte. Nunca había creído en el amor, ni en los compromisos, ni en las ataduras y sin embargo ahora....
Guiado por un impulso superior a su propia voluntad, comprobó si aquel viejo teléfono funcionaba y al ver que sí, marcó el único número que había quedado grabado.
Muchos kilómetros de océano y recuerdos más allá, María escuchó su móvil sonar y descolgó a pesar de ver en la pantalla un número desconocido.
-¿Diga?
-María...
Treinta años de ausencia y recuerdos paralizaron su voluntad y su cuerpo. Jamás había podido olvidar aquella voz, su voz, la del hombre que siempre amó en secreto, la del hombre a quien siempre negó amar, haciéndole creer que ella tampoco creía en el amor, la del hombre que había dejado partir fingiendo una alegría inexistente, mientra se quedaba intentando recomponer su desmantelado corazón.
-Mateo – dijo en un susurro.
-¿Quieres venir a mi lado?
Y María surcó el aire en un pájaro de hierro. Treinta años le había recordado en silencio, pero todavía quedaba mucho futuro por vivir.






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