Un cuento de ciudad - Isabel Marina

                                      



Buenas tardes, amigos:

No tengo palabras para expresar lo feliz que me hace estar hoy aquí, rodeada por todos vosotros, para contaros la historia de mi vida. Os ruego un poco de paciencia, prometo que será sorprendente y, sobre todo, entretenida. Comenzamos.

Empecé a engordar después de un desengaño sentimental. Recuerdo que estaba totalmente enamorada de mi jefe, el director de la asesoría de recursos humanos más importante del país, un gilipollas engominado con la voz más acariciante y profunda que había escuchado a mis veinticinco años. Cada vez que él me decía: “Julia, buen trabajo, mi más sincera enhorabuena”, con su voz de terciopelo, el corazón se me trastornaba y parecía que se iba a salir del pecho. Sé que me ruborizaba y eso hacía que inmediatamente quisiera cumplir todas sus órdenes abnegadamente. Yo era una chica muy obediente y estaba enamorada, y creo que Pablo, pues así se llamaba mi jefe, lo sabía de sobra. Yo era la perfecta secretaria, como la que sale en la canción de Mocedades. Incluso alguna mañana me invitaba a tomar café y con esa voz que me desarmaba me decía: “Cuánto vales, Julia”. Y con eso ya tenía yo para estar en las nubes una semana entera.
Nuestra relación laboral fue sobre ruedas hasta que descubrí la existencia de Marta, su novia formal, una rubia con pinta de modelo que aparecía cada dos por tres en el despacho. No sé lo que me ocurrió, creo que yo no estaba muy equilibrada, pues los celos se me atascaban en la garganta y me formaban una bola de amargura y reproches, hasta el punto que un día no pude más y le di una mala contestación a Pablo. Las personas tienen siempre dos caras, la mala sólo se conoce cuando están de malas. Y Pablo empezó a mostrarme aquella cara. “A partir de ahora, me dijo, cada vez que mi novia venga a la oficina, tienes que servirle un café”. Aquella tarde llegué a casa y, de camino, entré en la tienda de un vecino marroquí y me llevé media docena de pasteles árabes. Me los comí entre lágrimas delante del televisor.
Pero aún me esperaban más sorpresas, la vida siempre da vueltas y vueltas y uno nunca sabe lo que le va a ocurrir. Pablo dejó de ser amable conmigo, dejó de felicitarme por el trabajo que hacía, y un buen día ocurrió lo peor. Marta empezó a trabajar con nosotros. Se instaló en el despacho de Pablo y a mí me trasladaron a otro minúsculo y sin ventilación. A partir de entonces, mi vida laboral fue un calvario. Marta le pasaba todos mis trabajos a Pablo en mal estado, o manchados de café a propósito, o con las cuentas mal a posta. Día sí día no Pablo me hablaba con reproches y palabras agrias y, aunque trataba de defenderme de sus acusaciones, nunca me creía y encima se molestaba más.
Empecé a devorar dulces sin conocimiento. Para no salirme del presupuesto, compraba bollería industrial en el supermercado de la esquina, y en el trabajo, encerrada en el baño, comía tres o cuatro bollicaos por la mañana. Después, en casa, cuatro o cinco palmeras de chocolate, y antes de acostarme aún me cabían una o dos bombas de nata. Como resultado, empecé a engordar, primero poco a poco, después, de tres en tres kilos, y tiro porque me toca. Antes de que llegara la primavera, ya había aumentado cuatro tallas y estaba inmensa. Tuve que cambiar mi ropa de chica joven y delgada por otra de mujer madura entrada en carnes. Una buena mañana, después de comerme tres o cuatro palmeras en el baño y volver con dolor de estómago y soltando eructos a mi despacho, Marta me llamó por teléfono. Dos horas después, me citaban en el despacho de Pablo.
No sabía lo que me esperaba y aún me cuesta dolor recordarlo. Sintiéndolo mucho, dijo el jefe, nos vemos obligados a prescindir de tus servicios. Con un hilo de voz, me atreví a preguntar por las razones. “En este trabajo, como te dije cuando empezaste a formar parte de nuestra empresa, se necesita una buena presencia, y contigo hace mucho tiempo que esto no ocurre”, dijo él. Traté de defenderme como pude, pero todo fue imposible. Aquel mismo día me dieron el finiquito. Recogí mis cosas y me fui a mi casa.
Aquella tarde, después de hincharme a llorar, empecé a mirarme detenidamente en el espejo de mi habitación. Llevaba meses sin hacerlo. Había engordado tanto que mi cuerpo se había deformado. Entonces, como ya he comentado, yo tenía veinticinco años y ni idea sobre mis derechos como trabajadora. Poner una demanda era lo último que se me hubiera ocurrido, yo sólo pensaba en qué haría ahora que me había quedado sin trabajo, en cómo iba a pagar el alquiler, el teléfono, etc.
Me acerqué a la nevera y tiré todos los bollos que había comprado la tarde anterior. Y después decidí acudir a la tienda de dietética que acababan de inaugurar en el barrio, donde me pusieron un régimen draconiano y me vendieron un montón de pastillas que, en teoría, iban a ayudarme a adelgazar. Ahí me gasté un dineral que no me sobraba, desde luego.
Esa noche dormí con pesadillas y envuelta en sudor. Empecé al día siguiente aquella dieta con la que me moría de hambre, y pasé cinco días durmiendo, llorando por el desengaño y por la debilidad.
Pero, como os decía, la vida da millones de vueltas y uno nunca sabe cómo va a acabar. Me presenté una mañana en la oficina del paro a pedir ayuda, con mi currículo recién salido de la impresora. El rostro de Raquel, la empleada que me atendió, se iluminó cuando me vio. Me senté y sonó “rassss”. Era la parte interior de los pantalones, que me habían estallado. No sabía cómo ocultar mi vergüenza, pero ella, con una sonrisa angelical, me dijo: Creo que tengo algo para ti. Pero si no te he dicho cómo me llamo. Es igual, me dijo. Y yo contesté: he trabajado siempre como secretaria, domino el inglés y el alemán. Da igual, me dijo. Pero cómo que da igual, repliqué. Ya estaba empezando a pensar que aquella conversación era un sueño, producto de mi proceso de adaptación a aquella maldita dieta, cuando Raquel me preguntó:

-¿Sabes lo que es la Liga contra la discriminación de los gordos del planeta?

Me quedé flipando. No tenía ni idea. Resulta que era una institución destinada a concienciar a la sociedad sobre los derechos de los gordos y a promover todo tipo de actividades que mejoraran la situación de estas personas. Primero, me sentí un poco incómoda. Joder, me estaban llamando gorda claramente y eso a nadie le gusta. Pero cuando fui conociendo las condiciones del trabajo empecé a sentirme contenta.
Tenía que dar charlas, como la que os estoy dando ahora, por todo el planeta. Tenía que representar a la institución en todos los foros, con la cabeza muy alta, con una ropa maravillosa, que ellos sufragaban, bien peinada y maquillada, por supuesto a sus expensas. Iba a tener un despacho enorme con una terraza maravillosa en la torre más alta de la ciudad. Iba a cobrar una pasta. Y varias secretarias trabajarían para mí.
Lo mejor de todo esto es que era rigurosamente cierto. Además, tendría que encabezar las demandas de todas las personas que hubieran sufrido discriminación por su exceso de kilos.
Yo no sabía lo mucho que me iba a gustar hablar en público, tratar de concienciar a tantas personas, y hablaros como ahora os estoy hablando, pero es verdad. Obviamente he de deciros que abandoné la dieta, aunque no como ya tantos dulces pues ahora estoy tranquila y contenta con mi vida. Todo puede cambiar en un segundo, y vuestra vida también. Esta es mi historia, amigos, gracias por haberla escuchado.

De repente, se oyó una voz entre el público. Una voz masculina, una voz con ese punto de dulce desgarro que a Julia le encantaba:

Era un hombre altísimo, elegantemente vestido. Oh, dios, reconoció Julia. Era Philip Sullivan, el actor, el soltero de oro de la televisión. Las miradas de todos los asistentes se giraron y se clavaron en él, que empezó a hablar melodiosamente en su maravilloso spanglish:
  • Oh, July, July, usted me está volviendo loco, crazy, querida July. Nunca he visto una mujer tan bella. Por favor, July, podría usted cenar conmigo esta noche? Sería un honor para mí.

Parecía que los aplausos iban a tirar abajo el salón de convenciones. Los asistentes miraban a Julia y al galán alternativamente. Entre los dos había una cálida corriente de interés y de deseo. Julia, subida en sus tacones de aguja, con un vestido de infarto que no ocultaba sino que revelaba sus carnes orondas, sonrió al actor y le contestó:

  • Claro, caballero, será un placer.
July y Philip, el actor más deseado del momento, fueron portada en todas las revistas del corazón durante esa semana. El país seguía su incipiente historia de amor con pasión, con fruición. La institución en defensa de los gordos para la que trabajaba Julia se hizo muy famosa. Y en los bares donde salían los jóvenes por la noche, los chicos empezaron a poner de moda esa frase que se ha hecho tan popular: “a mí que me dejen de modelos escuchimizadas. Yo quiero una chica como Julia, que tenga como agarrar. Eso sí que es una mujer de bandera”.






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