Mi nuevo amo
parecía buen tipo. Pero mi instinto me falló esa vez. Como tantas
otras... Me llevó a su casa, una mansión enorme llena de pasillos
oscuros, y allí viví durante mucho tiempo. Sus hijas no me trataban
mal: eran bastante cariñosas, iba de paseo con ellas y, cuando
cantaban, yo me quedaba escuchándolas. Pero a la esposa del amo
tampoco le gustaba yo.
Y me echaron
fuera de la parte noble de la casa. Fui a vivir cerca de las cocinas.
Con todos los criados yendo y viniendo. Se estaba calentito y había
comida. Ellos, a pesar de todas sus tareas, sí tenían tiempo para
mí. Me acariciaban, jugaban conmigo, me daban cosas ricas de
comer... Viví casi como una reina.
Al amo por
entonces le veía poco. No le gustaba el campo y se pasaba el tiempo
subiendo en carruajes lujosos, rumbo a no sé muy bien dónde.
Cuando las hijas
y la esposa se iban de fiesta en otros carruajes igual de lujosos,
los criados abrían las puertas de la cocina y me dejaban correr a
todo lo largo y ancho del jardín. Era una delicia sentir el calor
del sol y el frescor de la hierba.
Pero lo bueno
nunca dura para siempre. Y un mal día metí la pata y el hocico en
el sembrado de la rectoría. Al vicario no le gustó nada mi
intromisión, y me castigó dándome una tanda de latigazos. No sé
cuántos fueron. Demasiados, para mi delicada piel. Y después me
encerró en la carbonera y me dejó varios días sin comer.
–Para que
aprendas –me dijo –a no pisar terrenos ajenos.
La verdad es que
tampoco había causado tantos destrozos...
Con el tiempo,
cuando volví a la mansión de mi amo, comprendí que no sólo había
sido yo la castigada. Mi amo me recibió con gesto sombrío cuando el
vicario me llevó personalmente de vuelta a la mansión. Desde
entonces el postre del vicario –frutas del bosque con nata en un
huevo de chocolate– dejó de hacerse en las cocinas. Lo sé porque
me encantaba lamer el cuenco con los restos donde se revolvía el
chocolate. Y dejé de lamerlo cuando regresé.
Para evitar
enfurecer al amo vagabundeaba por los jardines, intentando no ir
demasiado lejos. Pero no podía evitar husmear aquí y allá.
Y, de nuevo, me
encontré en propiedad ajena. Conocí a otro perro en las casas de
los aldeanos. Paseábamos juntos, nos daban de comer, ladrábamos a
las vacas y a las cabras... Qué vida aquella.
Pero me quedé
preñada. Y me sentía tan cansada que dejé de salir de excursión.
Casi me muero en
el intento, pero logré parir a todos mis cachorros. Siete bolitas de
color marrón chocolate. Que mi amo vendió a la semana de venir al
mundo. Aullé varias noches seguidas por la pena de haberlos perdido.
Pero no me sirvió de nada. No los volví a ver.
Y yo, medio sorda
y tan pesada, fui arrinconada. Servía para poco. Y mi amo quiso
revenderme. Ningún amigo suyo me quiso. No era rápida para la caza,
nunca fui entrenada correctamente.
–Ladra mucho
–se quejaban todos.
¿Qué otra cosa
podía hacer?
Así que me
escapé. Viví en el campo, en aldeas, en bosques con otros animales,
que me atacaban y me robaban lo poco que podía cazar. Sobreviví a
duras penas.
Hasta que mi
amita me encontró. Ya soy vieja y para muchos inservible, Pero para
ella, que no puede ir muy lejos con su pesada silla de ruedas, soy su
única compañía. Y ella es la mía en estos años de vejez.
Y puedo ladrar
todo lo que quiera. Ella siempre celebra mis ladridos con alegres
palmadas y dándome cubitos de azúcar.
Lo único que
echo de menos de mi antigua vida es aquel delicioso postre del
vicario.
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