El postre del vicario - Esperanza Tirado

                                              
                                                                    


Cuando yo era joven fui comprada en un mercado ambulante. Tenía un problema en un oído, así que casi me regalaron, como si fuera una mercancía defectuosa.
Mi nuevo amo parecía buen tipo. Pero mi instinto me falló esa vez. Como tantas otras... Me llevó a su casa, una mansión enorme llena de pasillos oscuros, y allí viví durante mucho tiempo. Sus hijas no me trataban mal: eran bastante cariñosas, iba de paseo con ellas y, cuando cantaban, yo me quedaba escuchándolas. Pero a la esposa del amo tampoco le gustaba yo.
Y me echaron fuera de la parte noble de la casa. Fui a vivir cerca de las cocinas. Con todos los criados yendo y viniendo. Se estaba calentito y había comida. Ellos, a pesar de todas sus tareas, sí tenían tiempo para mí. Me acariciaban, jugaban conmigo, me daban cosas ricas de comer... Viví casi como una reina.
Al amo por entonces le veía poco. No le gustaba el campo y se pasaba el tiempo subiendo en carruajes lujosos, rumbo a no sé muy bien dónde.
Cuando las hijas y la esposa se iban de fiesta en otros carruajes igual de lujosos, los criados abrían las puertas de la cocina y me dejaban correr a todo lo largo y ancho del jardín. Era una delicia sentir el calor del sol y el frescor de la hierba.
Pero lo bueno nunca dura para siempre. Y un mal día metí la pata y el hocico en el sembrado de la rectoría. Al vicario no le gustó nada mi intromisión, y me castigó dándome una tanda de latigazos. No sé cuántos fueron. Demasiados, para mi delicada piel. Y después me encerró en la carbonera y me dejó varios días sin comer.
–Para que aprendas –me dijo –a no pisar terrenos ajenos.
La verdad es que tampoco había causado tantos destrozos...
Con el tiempo, cuando volví a la mansión de mi amo, comprendí que no sólo había sido yo la castigada. Mi amo me recibió con gesto sombrío cuando el vicario me llevó personalmente de vuelta a la mansión. Desde entonces el postre del vicario –frutas del bosque con nata en un huevo de chocolate– dejó de hacerse en las cocinas. Lo sé porque me encantaba lamer el cuenco con los restos donde se revolvía el chocolate. Y dejé de lamerlo cuando regresé.
Para evitar enfurecer al amo vagabundeaba por los jardines, intentando no ir demasiado lejos. Pero no podía evitar husmear aquí y allá.
Y, de nuevo, me encontré en propiedad ajena. Conocí a otro perro en las casas de los aldeanos. Paseábamos juntos, nos daban de comer, ladrábamos a las vacas y a las cabras... Qué vida aquella.
Pero me quedé preñada. Y me sentía tan cansada que dejé de salir de excursión.
Casi me muero en el intento, pero logré parir a todos mis cachorros. Siete bolitas de color marrón chocolate. Que mi amo vendió a la semana de venir al mundo. Aullé varias noches seguidas por la pena de haberlos perdido. Pero no me sirvió de nada. No los volví a ver.
Y yo, medio sorda y tan pesada, fui arrinconada. Servía para poco. Y mi amo quiso revenderme. Ningún amigo suyo me quiso. No era rápida para la caza, nunca fui entrenada correctamente.
–Ladra mucho –se quejaban todos.
¿Qué otra cosa podía hacer?
Así que me escapé. Viví en el campo, en aldeas, en bosques con otros animales, que me atacaban y me robaban lo poco que podía cazar. Sobreviví a duras penas.
Hasta que mi amita me encontró. Ya soy vieja y para muchos inservible, Pero para ella, que no puede ir muy lejos con su pesada silla de ruedas, soy su única compañía. Y ella es la mía en estos años de vejez.
Y puedo ladrar todo lo que quiera. Ella siempre celebra mis ladridos con alegres palmadas y dándome cubitos de azúcar.
Lo único que echo de menos de mi antigua vida es aquel delicioso postre del vicario.







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