Del tío Lucas
siempre se había hablado mucho en casa. Parecía un fantasma cuya
presencia todos sienten flotar en el ambiente pero que nunca se deja
ver. Era primo hermano de papá y se criaron juntos, pues sus padres
habían muerto siendo él muy niño y mis abuelos lo acogieron , así
que pasaron unidos su infancia y juventud, hasta que, después de
hacer el servicio militar, Lucas emigró a Brasil con la loable
intención de hacer fortuna. Y consiguió su máxima aspiración: ser
rico.
Papá y mamá
hablaban mucho de él, sobre todo cuando se reunían con el resto de
la familia, los abuelos y los demás hermanos de mi padre con sus
propias familias. La presencia de Lucas era patente hasta en la
ensaladilla rusa que la abuela servía todos los domingos, y que al
parecer, era su comida favorita. Yo me imaginaba a aquel hombre muy
guapo, alto, moreno, con los ojos de un azul muy intenso, con sonrisa
de cine.... Mi prima Emma también se lo imaginaba así, y cuando
estábamos solas, después de que en la consabida comida Lucas
saliera a relucir, nos montábamos historias en las que ambas éramos
las protagonistas y el primo de papá en galán que nos rescataba de
amoríos desgraciados.
Tuvieron que pasar
algunos años para que por fin pudiéramos ponerle cara. Cuando papá
recibió aquella llamada telefónica anunciando la llegada de su
primo se puso tan contento como yo jamás lo había visto. Lucas por
fin regresaba a España después de más de veinte años fuera, y lo
hacía por todo lo alto, alquilando una masía en un pueblo de El
Ampurdán para pasar un mes allí con toda la familia, que éramos
unos cuantos. Así que aquel mes de agosto del año 89, recién
cumplidos mis catorce años, hicimos las maletas, alquilamos un mini
bus y pusimos todos rumbo a la costa catalana con la emoción no solo
de pasar nuestras primeras vacaciones todos juntos, sino de recibir
de nuevo en nuestras vidas a quien parecía haber salido de ellas
para siempre.
La masía era
absolutamente espectacular. Una enorme edificación antigua, de
piedra, rodeada por unas cuantas hectáreas de terreno con algún
frondoso árbol, lo suficientemente lejos del núcleo urbano como
para disfrutar de tranquilidad y lo suficientemente cerca para tener
a mano todas las comodidades que nos daba la civilización. Por
dentro también rezumaba un aire añejo que me hechizaba. Los cuartos
estaban distribuidos irregularmente, pero eran amplios y diáfanos,
las paredes de un blanco inmaculado, los muebles de madera oscuros,
antiguos y pesados, las camas altas, cubiertas por colchas blancas de
crochet, la mesa de comedor enorme de larga, ubicada en un cuarto
anejo a la cocina que hacía de comedor... y el porche trasero, que
daba a la puerta exterior de la cocina, de piedra y madera y en el
que también había una mesa para muchos comensales. Desde el primer
momento decidí que aquella era la casa de mis sueños, el lugar
donde me gustaría vivir cuando fuera mayor y rica.
Al día siguiente
de nuestra llegada, cuando ya estábamos acomodados en la masía,
llegó el tío Lucas. Mi prima Emma y yo nos llevamos tremenda
decepción con aquel hombre. No era ni alto, ni guapo, ni moreno, ni
tenía sonrisa de fábula. Era un hombre bajito y rechoncho, casi
calvo, con una nariz tan chata que casi era inexistente y unos
dientes, amarilleados sin duda por el tabaco, que lucía en su
permanente sonrisa de idiota. Ah, eso sí, tenía los ojos muy
azules, como casi toda la familia. Mi prima y yo nos miramos y nos
encogimos de hombros. En medio de la algarabía que se había formado
saludando a diestro y siniestro, el hombre apenas reparó en la
caterva de niños que éramos y en cuanto tuvimos ocasión nos
escabullimos para dedicarnos a nuestras cosas.
No sé en qué
momento me sentí incómoda en su presencia. Al principio, y puesto
que el famoso tío Lucas no había cubierto nuestras expectativas, ni
prima Emma y yo no le hacíamos apenas caso, pero un día en algún
momento, sentí sobre mí una mirada que no me gustó. Puede que
fuera en la playa, al salir del agua después de darnos un baño; o
alguna noche que pasé delante de él de camino a la cocina en busca
de agua, no sé, no logro recordarlo, lo que sí recuerdo es su media
sonrisa amarillenta y sus ojos paseándose lascivamente por mi
incipiente cuerpo de mujer en ciernes. Al principio no dije nada,
temerosa de que fueran imaginaciones mías, hasta que vi claramente
que no lo eran. El dormitorio que compartíamos Emma y yo estaba en
el primer piso y daba a la parte de atrás de la casa, un buen trozo
de terreno que por el día era escenario de muchos de nuestros
juegos, pero que por la noche permanecía oscuro salvo la parte más
cercana al porche. La luz de la habitación estaba encendida y yo
estaba poniéndome el pijama... y a través de la ventana abierta lo
vi, medio escondido detrás de un árbol, espiándome, mirando cómo
me desnudaba. Esa noche se lo conté a Emma, que me dijo que estaba
loca, que eso era imposible, que el tío Lucas, aunque fuera más feo
que Picio, eran un buen hombre. Me hizo dudar y me callé, tampoco
quería armar un escándalo, pero a partir de entonces anduve ojo
avizor y sobre todo, procuré permanecer lejos de él el mayor tiempo
posible.
Cuando el mes
de vacaciones pasó y llegó el momento de regresar a casa lo hice
con cierto alivio. No me fiaba yo del tío Lucas, por mucho que mi
prima dijera que no eran más que bobadas mías.
Mas al año
siguiente se repitió la historia, volvió por vacaciones y volvimos
todos a la vieja masía y al otro año más también y al otro. Era
el verano de mis diecisiete años y por más que luché mis padres no
me dejaron quedar en Madrid. Me encantaba ir a la masía, pero seguía
sin gustarme nada el tío Lucas de las narices. Y aquel verano se
confirmaron mis recelos.
Estaba anocheciendo
y yo regresaba del pueblo. No recuerdo por qué mi prima Emma no me
había acompañado, así que iba sola. Escuché el sonido de un motor
que se acercaba. Al llegar a mi altura el coche de mi tío Lucas, con
él dentro, evidentemente, se detuvo.
-No debes andar
por los caminos sola a estas horas – me dijo –. Anda, monta que
vamos a casa.
Dudé unos
instantes, pero comprendí que no tenía escapatoria. Mi mente
trabajó a mil por hora y antes de entrar en el coche eché mano a
la pequeña navaja que me había regalado papá hacía unos años y
que siempre llevaba conmigo, en ocasiones como aquella, para mondar
la fruta en la playa. Arrancó el coche y él comenzó a hablar, pero
yo no lo oía, yo solo pensaba en si llegaría el momento en que
tendría que sacar la navaja del bolso. Cuando me di cuenta de que el
coche se desviaba hacia el bosque supe que sí, que tendría que
sacarla. “Eres muy bonita y encima vas siempre ligera de ropa”
fueron las últimas palabras que le escuché antes de que intentará
echarse encima de mí. Pero yo fui más rápida y saqué la navaja.
-Arranca el coche
inmediatamente y vamos a casa – le amenacé, con una sangre fría
que ni yo misma alcanzaba a comprender –. No voy a decir nada
porque no quiero armar un escándalo, pero creo que lo mejor sería
que no te acercaras más a mí.
Debí de resultar
muy convincente, porque me hizo caso, no solo no se acercó más a mí
lo que quedaba de verano, sino que no regresó más a España. La
familia se extrañó de que volviera a ausentarse de nuevo, solo yo
sospechaba la verdad y por supuesto nunca la dije. Lo que más me
dolía era no poder pasar el verano en mi querida masía, en la casa
de mis sueños que me gustaría fuera mía.
Hace dos años
murió el tío Lucas. Meses después de su muerte nos llegó su
testamento. Tenía muchas propiedades en Brasil y bastante dinero que
sacaría de un apuro a más de uno. Lo que nadie se esperaba era la
pequeña sorpresa que contenía el testamento. Legaba a su sobrina,
Adoración Huerta, es decir, a mí misma.... la masía del Ampurdán.
Nadie sabía que era de su propiedad y sé que nadie comprendía el
porqué de semejante legado, a mí, que no era nada especial. Sólo
yo sabía el motivo, el muy ladino quería lavar su conciencia. A
pesar de que la mayor ilusión de mi vida, durante todos aquellos
años, había sido hacerme con aquella casa, dudé si aceptarla.
Sentía que, si lo hacía, estaría admitiendo su perdón. Era como
si intentara comprar mi silencio. Claro que nadie iba a entender mi
renuncia, y además, él ya estaba bajo tierra, qué carajo, sería
una estúpida si dejaba pasar aquella oportunidad, así que acepté.
Me trasladé a
vivir a la casa de mis sueños, me gustaba más que Madrid y aquí
asenté mi vida. No osé echar por tierra el mito del tío Lucas, no
merece la pena, al fin y al cabo no pasó nada, y miren, muerto el
perro... se acabó la rabia.
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